Ileana 2

Ileana 2

[Hector Dennis López]

Cuando Antonio salía de su casa, lo primero que hacía era ver hacia la esquina. Se quedaba parado en la acera por varios minutos sin moverse. Era su rutina diaria. La gente que no lo conocía podría pensar que estaba loco. Los que ya lo conocían, solo sonreían o meneaban la cabeza en desaprobación o sólo lo ignoraban. Después de varios minutos Antonio continuaba su marcha a cualquier lugar donde se dirigiera. Si tenía que pasar frente la casa que estaba en la esquina, se paraba otros minutos frente a la puerta y se quedaba viéndola. ¿Su objetivo? Deleitarse viendo a Ileana. Ella se había mudado desde hacía un año al pueblo, pero desde que llegó había hechizado el corazón de Antonio, de tal manera que él despertaba todos los días solo con la misión de verla y saber que no era un sueño. Él se conformaba con verla de lejos, pues las veces que había tratado de acercársele, ella lo había ignorado y en más de alguna ocasión lo había ultrajado.

Aquel día se había presentado gris, como aquellos días en que la lluvia no se decide si caer o marcharse a aliviar otras tierras. A Antonio no le gustaban aquellos días, lo hacían sentirse más nostálgico que de costumbre y su amor hacía Ileana aumentaba. Para colmo era domingo y no tenía nada que hacer. Salió a la calle, se recostó en un pequeño árbol de aceituno que estaba frente a su casa y se puso a mirar hacia la esquina. Pasaron horas y no vio aparecer a su diosa. El único que apareció fue Albert, su hermano, quien vivía al otro lado de la calle con sus abuelos.

Albert siempre había sido un genio, desde pequeño inventaba cosas que Antonio no entendía, ni quería entender. Albert había pasado muchos años en el extranjero, estudiando nuevas ciencias y tecnologías. Cuando regresó al pueblo decidió mudarse con sus abuelos pues la casa de sus padres era muy pequeña como para albergar todos los artefactos que inventaba. Y desde entonces vivía separado de su hermano, pero siempre llegaba a visitarlo. Esta vez le traía buenas noticias.

—¡He terminado la impresión de Ileana 2! —le dijo Albert a su hermano Antonio, quien no dejaba de ver hacia la esquina.

—¿Qué locuras dices? —contestó Antonio.

—Vamos a casa de los abuelos y te mostraré de lo que hablo.

Antonio agachó la cabeza y lo siguió; pero de reojo logró percibir que abrían la puerta de la casa de la esquina. Era Ileana. Se quedó estático. Esa mujer lo hechizaba de tal manera que se olvidaba de todo. Ileana lo vio y le lanzó una mirada de desprecio. En ese momento la lluvia empezó a caer como tratando de aliviar el suplicio de Antonio. Lo logró. Ileana se volvió a introducir a la casa.

—Baja de esa nube— le dijo Albert—. Lo que te mostraré es mejor que eso.

—Mejor que ella imposible —contestó Antonio.

Albert ya no lo escuchó, había salido corriendo hacía su casa, intentando que aquellas gotas desperdigadas de lluvia no lo mojaran. Antonio fue tras él.

Cuando llegaron a la casa de los abuelos y entraron al cuarto de Albert, Antonio quedó pasmado. Sobre la cama estaba Ileana completamente desnuda.

— ¿Co…co…cómo es posible? —tartamudeó Antonio

—Te presento a Ileana 2, la mujer de tus sueños.

—¿Cómo has hecho eso? —dijo Antonio.

—La he escaneado e impreso para ti —contesto Albert, señalándole una enorme máquina llena de cables y tubos que estaba a un costado de la habitación.

—No entiendo —Antonio nunca había sido muy dado a la ciencia y era incapaz de entender las ecuaciones que su hermano hacía a ojos cerrados.

—¿Te acuerdas de la cabina para fotos que estaba en la plaza del pueblo?

—Cómo no acordarme, si soñaba con sentarme adentro junto a Ileana y tomarme una foto abrazándola —Antonio cerró los ojos y suspiró.

—Esa cabina la puse yo; y además de tomar fotografías, escaneaba a la gente. Un día que Ileana se metió para una fotografía la escaneé enterita, no hubo parte de su cuerpo que quedara fuera del alcance de mi máquina.

—¡Cómo te atreves, a ella debes respetarla, no es un objeto cualquiera! —Antonio estaba molesto, no le gustaba que hablaran mal de su amor platónico y mucho menos que hicieran otras cosas raras como escanearla.

—No fue para tanto, un escáner no hace daño a nadie; además, ni que me gustara esa tipa.

Antonio ya no dijo nada, pero estaba molestísimo. ¿Cómo era posible que a alguien no le gustara Ileana? Ella era una diosa caída del mismo Olimpo.

—Bueno, la escaneé —continuó Alberto ignorando el enojo de Antonio—, luego le encargué a Sofía la del salón de belleza que cuando llegara Ileana a hacerse algún tratamiento, me consiguiera uñas y cabello; y hasta un poquito de sangre si fuera posible.

—¿Y Sofía no te preguntó para qué los querías?

—La verdad sí; pero le dije que eran para vos, que te estaba haciendo un hechizo para que te olvidaras de la Ileana. Y como la Sofía está loca por vos me consiguió hasta más de lo que necesitaba.

—Eres un desgraciado.

—Como sea, la cuestión es que con eso cultivé células madres en mi laboratorio para luego hacer tiritas y poder alimentar a la “Trituradora de Universos”.

—¿Trituradora de Universos? —preguntó Antonio, fingiendo que había entendido lo de las células madres, pero la verdad era que cada vez entendía menos a su hermano.

—La Trituradora de universos es la impresora 3D más grande y más compleja jamás creada. Y la inventé yo. ¿No es genial?

—Claro —contestó Antonio, aunque no entendía ni jota.

Antonio ya no quiso seguir preguntando, pues cada vez se enredaba más con las explicaciones de su hermano, así que mejor se acercó a Ileana 2, quien se había levantado y observaba la llovizna que mojaba los cristales de la ventana.

—Hola —le dijo Antonio algo aterrado pues era idéntica a la mujer que tanto lo había despreciado, y temía que ella también lo hiciera.

—Ho…ho…hola —le contestó.

—Aún no ha aprendido a hablar bien —dijo Albert. Su cerebro aún no tiene mucha información.

—¿Quieres decir que se le puede enseñar cualquier cosa que uno quiera?

—Así es. Por eso te he traído, tú le vas a enseñar todo lo que necesites y la moldearás a tu forma.

A Antonio se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Eres el mejor hermano que alguien pueda tener! —le dijo Antonio a Albert e inmediatamente lo abrazó.

Albert estaba feliz. Había hecho que su hermano se olvidara de Ileana con la nueva Ileana.

Para Antonio, aquel día gris que le auguraba nostalgias y tristezas se había convertido en el día más feliz de su existencia, y estaba dispuesto a hacer todo lo que estuviera a su alcance para convertir a Ileana 2 en la mujer que él siempre había querido tener a su lado.

Desde entonces, todos los días a primera hora, Antonio llegaba a la casa de los abuelos a darle clases. Pasaba todo el día enseñándole a hablar y a cómo comportarse. Así pasó varias semanas y meses, hasta que un día Antonio no volvió para darle clases.

Albert, quien no se entrometía en las clases que Antonio le daba a Ileana 2, no se percató de la ausencia de su hermano sino una semana después, cuando vio que Ileana 2 estaba triste.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Antonio no ha venido.

—¿Desde cuándo?

—Hace una semana.

—¿Sabes por qué?

—Seguro ha de ser por mí. Debí hacer algo que no le gustó.

Albert no dijo nada. Sabía que no podía ser por ella, su hermano estaba loco por darle clase y tenerla solo para él. Dio media vuelta y fue en su búsqueda.

—Si lo ves dile que lo extraño —le dijo Ileana 2 mientras Albert salía por la puerta.

Cuando llegó a la otra calle lo encontró recostado en el árbol de aceituno que estaba frente a su casa, y como siempre tenía la mirada clavada en la casa de la esquina.

—¿Antonio, qué ha pasado? ¿Por qué ya no has llegado a darle clases a Ileana 2?

En ese momento salió Ileana de la casa de la esquina, cruzó la calle, no sin antes darle una mirada de desprecio a Antonio, quien no la perdía de vista.

Cuando Ileana desapareció de la vista de Antonio, este le contestó a Albert con lágrimas en los ojos.

—Me he dado por vencido con ella.

—Ya era hora. Tú no puedes pasar toda la vida soportando los desprecios de esa mujer —dijo Albert, pensando que se refería a la mujer que había cruzado la calle.

—No me refiero a ella —contestó Antonio, mientras recogía una aceituna y la arrojaba al otro lado de la calle.

—¿De qué hablas? ¿A quién te refieres entonces?

Un silencio rotundo inundó el pueblo.

—Me he dado por vencido con Ileana 2 —contestó al fin Antonio.

—¿Te diste por vencido con Ileana 2? ¿Por qué?

—Porque, por más que intento, ella no aprende a despreciarme.

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