La vida sigue
[Juan Antonio Peña Fernández]
Cuando la mujer de Jaime apareció asesinada a las puertas de su casa todo el barrio se consternó. Nadie daba crédito a lo sucedido, nadie podía creer que alguien pudiese arrebatar una vida a cambio de un bolso de mercadillo y unos escasos euros; pero así fue, una sola puñalada bastó para atravesar el corazón de Lucía, para oscurecer sus ojos verdes repletos de vida, para agotar sus recuerdos, para acabar con aquella inolvidable sonrisa que acompañaba la existencia de los suyos desde hacía cincuenta y un años.
Una sola puñalada bastó para atravesar el corazón de Lucía, también el de Jaime, su marido desde hacía veinticinco años, también el de sus hijos, Clara y Juan, veinteañeros risueños que observaban el mundo con alegría y cierta inocencia. Hasta entonces, momento aquél en el que la tragedia se cebó con lo que más querían, en el que sus pequeños ojos pardos y melosos tornaron en hinchados por las lágrimas, en el que sus infravalorados recuerdos revivieron, en el que sus sonrisas fueron tiranizadas por la pesadumbre.
Así son las tragedias, tan humanas como inhumanas, aquellas inesperadas quizá algo más, pero todas lo son, siempre abruptas y brutales, y Jaime, con su mirada cercenada y su cuerpo languidecido, era el que más sufría. Paralizado por la pena, no podía ni hablar ni tenerse en pie. Clara, aunque destrozada y llorosa, pañuelo en mano encontraba algún que otro instante de serenidad y sosiego. El que mantenía el rictus de rectitud y hombría era Juan, el cual, pese a su indudable pesar y sus veinte años recién cumplidos, ejerció en todo momento como cabeza de familia.
Ciertamente, en aquellos días Juan se convirtió en padre no porque su padre no quisiera ejercer como tal, sino porque este último no podía. Atolondrado por la nostalgia, la rabia y la tristeza, Jaime se desgastaba igual que un azucarillo en una taza de café, poco a poco, lentamente, minuto a minuto. Y si algo realmente le consumía, sobre todo, eso era la falta de respuestas. Jaime pasaba gran parte de aquellos días dándole vueltas a la cabeza, intentando dar réplica a las preguntas que tanto desconsuelo le generaban: «¿Por qué nos ha sucedido esto a nosotros?»… «¿Por qué a mi mujer?»… «No somos nadie, sólo los sencillos propietarios de una imprenta»… «No nos va mal. Sobrevivimos. Incluso hemos podido comprarnos esa dichosa impresora de 3D. Pero no tenemos dinero»… «¿Por qué quisieron robar a Lucía?»… «¿Por qué no a mí?»…
No había respuestas, ni siquiera de la policía: «Todo hace indicar que ha sido un robo y que algo salió mal, pero aún no tenemos al culpable…». No había consuelo, ni siquiera de los vecinos, que acudieron prestos tanto al funeral como al entierro; tampoco de la familia, que con todo su cariño trataba de animarlos y arroparlos en un trance que para ellos mismos era horripilante.
No había respuestas, no había consuelo y no había trabajo. La imprenta permanecía cerrada desde el suceso. Jaime no tenía fuerzas. No comía, fruto de la desolación y de un pequeño sentimiento de culpa que estaba creciendo en su interior: «¿Y si no me hubiese ido antes aquella tarde?»… «¿Y si hubiese ido a buscarla?»… Su hermana Helena, que había venido del pueblo para quedarse un tiempo con ellos tres y ayudarlos en lo posible, le repetía incesantemente a su hermano que debía hacer cosas, moverse, a fin de entretenerse y alejar su mente de reflexiones que le condujesen a un estado de ánimo aún peor; pero Jaime no la escuchaba: «¿Qué más da?»… «¿Ya nada importa?»… Era normal, habían transcurrido sólo unos días, demasiadas pocas horas como para reconstruir el mundo que Jaime había construido con tanto tesón, aquel mundo lleno de amor que se había venido abajo con una crueldad inusitada.
Fue Juan el que decidió que aquello no podía continuar así, y la mañana siguiente a que su tía hubiese regresado al pueblo, la misma mañana en que se cumplían justo dos semanas del infeliz fallecimiento de su madre, marchó a la imprenta y la abrió. No pudo convencer a su padre, el cual continuaba empeñado en mantener cerrado el negocio: «Me da igual. ¡No quiero abrir! ¡No voy a ir!»… A su hermana Clara tampoco, aunque ella trabajaba en otra cosa y su preocupación por el negocio era algo menor que la de Jaime y Juan: «Deja a papá tranquilo. Si no quiere ir que no vaya. No lo atosigues»… Pero Juan sí había podido convencerse a sí mismo: «Es lo mejor para todos. La vida sigue…».
Aun con todo su convencimiento, cuando Juan se halló ante la puerta de la imprenta un escalofrío se apoderó de su cuerpo. No sabía qué esperar. Levantó el cierre y se sobresaltó. Pero no se sobresaltó porque faltara nada; los folios, la impresora de 3D, las impresoras normales, los diversos artículos,…, todo estaba igual que lo habían dejado. Lo que sobresaltó a Juan fue distinguir, entre el olor a relente y a cerrado, el casi imperceptible aroma de la colonia de su madre, Lucía, la última persona que había estado allí. Juan no se lo esperaba, y al apreciar aquel perfume la sintió muy cerca, casi viva.
Tras ese extraño impacto inicial Juan pensó en la locura que significaban aquellas sensaciones y continuó como si nada, aunque el recuerdo de su madre se hallaba impregnado en cada esquina de aquel lugar, sobre todo en la impresora de 3D. Esa máquina que Juan no terminaba de comprender había sido la última compra de su madre, una adquisición en la que Lucía se había empeñado: «Hay que comprar una impresora de 3D. Con ella llevaremos este negocio un paso más lejos. Es el futuro…», y cada vez que Juan miraba aquel objeto grande y moderno que permanecía impasible en la parte izquierda de la tienda su madre le venía a la memoria. Entre aquellas vivencias y el reencuentro con algunos vecinos, el día resultó muy difícil para él.
Su situación no mejoró al llegar a casa. Física y psicológicamente abatido y cansado, Juan abrió la puerta y se sobresaltó. Pero, al igual que le sucedió por la mañana, Juan no se sobresaltó porque faltara nada; ahora no eran los folios, ni la impresora de 3D, ni las impresoras normales, ni los diversos artículos, sino los cuadros, las fotografías, los muebles,…, todo estaba igual que lo había dejado. Lo que sobresaltó esta vez a Juan fue reconocer a su padre sentado en el sofá de orejeras, cabizbajo, somnoliento, con las mejillas llagadas y los párpados amoratados, una copa de coñac en la mano y la foto de su mujer fallecida encima de las piernas, justo en la misma posición y con el mismo gesto que Jaime tenía al amanecer, cuando Juan se había marchado. Jaime parecía un fantasma, inmóvil y marchito.
El chico se acercó a su padre y le preguntó si quería cenar algo; Jaime no quiso. También intentó contarle cómo estaban las cosas por la imprenta, pero Jaime le contestó con un gruñido y un seco: «¿No te das cuenta de que no quiero saber nada? ¡Me importa un bledo la tienda! Y la impresora de 3D… ¡no vuelvas a mencionarla! ¡Tírala mañana mismo a la basura!».
Sorprendido por aquella reacción tan áspera, Juan se fue a la cocina. Mientras se hacía la cena, reflexionaba sobre cuáles serían los motivos que llevaban a su padre a tener aquella enorme animadversión por la impresora de 3D. Le parecía muy raro. No obstante, su incertidumbre al respecto le duró muy poco. Minutos más tarde regresó Clara de trabajar y le enmendó sus dudas. La última conversación entre su padre y su madre había tenido lugar en la imprenta la tarde del día en que Lucía había sido asesinada: «Papá me contó que los dos se pusieron a discutir por la impresora de 3D. En las primeras tres semanas ningún cliente la había utilizado, y papá empezaba a creer que su compra había sido un gasto inútil. Mamá no pensaba igual y, después de una buena regañina, papá terminó marchándose de la imprenta dando un portazo, muy enfadado, y dejando a mamá sola en la tienda…».
Juan comprendió entonces el desdén de su padre, tanto hacia la impresora de 3D como hacia sí mismo y todo lo que le rodeaba. Lucía había muerto y Jaime la había despedido enfadado y con un portazo, algo que jamás podría cambiar. Sabiendo lo que su padre quería a su madre, el chico no pudo más que frotarse los ojos, resoplar y dejar caer sus brazos: «¡Buf! ¡Cómo debe sentirse mi padre!»... Aquella noche Juan, al igual que su padre, no pudo dormir. Estaba muy afectado por lo que acababa de conocer.
Y las noches siguientes Juan tampoco pudo dormir. Buscaba con sus reflexiones una solución a aquella situación, pero no encontraba ninguna. Su padre no mudaba su fantasmagórica estampa, sentado siempre en el sofá de orejeras, cabizbajo, somnoliento, con las mejillas llagadas y los párpados amoratados, una copa de coñac en la mano y la foto de su mujer fallecida encima de las piernas; y su hermana Clara hacía su vida, iba y venía del trabajo, sin implicarse demasiado en lo que estaba ocurriendo en casa, sin ganas de cocinar –algo que le encantaba–, callada y sin su sentido del humor de siempre.
Para colmo, en dos días era el cumpleaños de Jaime, y en cuatro el de Clara –curiosamente, casi habían nacido en la misma fecha–. Juan estaba muy preocupado por ambos, por su padre y su hermana, y tenía la plena convicción de que intentar festejar su cumpleaños con cierta normalidad podía ser muy positivo, pero no dejaba de ser un compromiso, el primer día de celebración desde que su madre murió y ninguna gana de celebrar. «¿Qué hago?», se repetía Juan una y otra vez mientras veía a su padre marchitándose cada minuto un poco más, tirado en el sofá gritando sin parar: «¡Me importa un bledo la tienda! ¡Y tira la maldita impresora de 3D a la basura!»… Más problemas, más quebraderos de cabeza para un chico de veinte años que había perdido de golpe a su madre y que estaba perdiendo, poco a poco, también a su padre y a su hermana.
Sin embargo Juan no se permitió decaer. Tras otra noche horrible y una solitaria y fría caminata hasta la imprenta, Juan entró en el establecimiento para comenzar otra insulsa jornada. Al apretar el interruptor la impresora de 3D se iluminó y comenzó a funcionar sola. El chico pegó un respingo inicial, asustado, atónito, incrédulo. Se acercó hasta la máquina, pero no vio nada particularmente extraño. Justo en ese instante un policía entró en la tienda y le comunicó que ya habían atrapado al autor del asesinato de su madre. Juan agradeció la noticia y, sin mediar más palabras con el policía, llamó a su padre. Mientras hablaba con él, Juan percibió cómo el aroma de la colonia de su madre, Lucía, se apoderaba de toda la imprenta; y ante tal conjunción de acontecimientos Juan sonrió por primera vez en mucho tiempo: «¡Ya sé lo que tengo que hacer!».
El día del cumpleaños de su padre, al alba, cuando el sol no había aún asomado entre las nubes y Jaime dormía recostado sobre el sofá de orejeras, Juan se aproximó sigilosamente, cogió de las piernas de su padre la foto de su madre y salió de casa sin ser oído. No había nadie por la calle, sólo se escuchaba el silencio a esas horas tan tempranas. Procurando hacer el menor ruido posible, Juan entró en la imprenta. Rápidamente, sin esperar, se puso a manipular la foto de su madre, introduciendo posteriormente en la impresora de 3D un trozo que había recortado. Encendió dicho aparato y esperó. En tres ocasiones realizó el mismo proceso con la impresora de 3D, y aunque llevaba su tiempo, Juan no perdió la sonrisa; ni tan siquiera cuando su padre le llamó por teléfono y le reclamó a gritos que le hubiese hurtado a escondidas la foto de su esposa. Juan no le hizo ni caso; se limitó a felicitarlo antes de colgar, nada más. Entre cliente y cliente el chico preparó tres paquetes, cada uno de ellos con uno de los objetos surgidos del trabajo de la impresora de 3D, cada uno de ellos con un nombre: Jaime, Clara y Juan.
Al finalizar la jornada Juan fue a comprar unos pasteles que había reservado durante un breve descanso en el trabajo. Con ellos en la mano se presentó en su casa con prestancia, convencido de estar haciendo lo correcto, sin preocuparle la reacción que iba a tener su padre cuando lo viera. Sabía que Jaime le iba a gritar. Y no estaba equivocado; así ocurrió. Nada más verlo, Jaime le recriminó airadamente que se llevara la fotografía de Lucía, que trajera pasteles y que tuviera la poca vergüenza de querer regalarles algo: «¿Es que no querías a tu madre? ¿No tienes ni el más mínimo respeto por ella? ¡No hay nada que celebrar!»… Clara, que había pedido el día libre para no dejar sólo a su padre en una fecha tan señalada, también miró a Juan con cierto grado de recelo. Juan no se tomó a bien aquellas palabras y perdió un poco la calma: «¡Ya está bien! Sentaos los dos en la mesa». Los dos se sentaron.
Juan, ya más tranquilo, continuó: «Quiero tanto a mamá como ella nos quería a nosotros. Si estuviese aquí estaríamos celebrando este día con gran alegría, con unos bocaditos de nata como estos, sus preferidos, y repartiéndonos regalos. Mamá nunca quiso vernos tristes. Por eso nos regalaba siempre su sonrisa. Tomad. Yo tengo otro para mí…»… Juan repartió los tres paquetes que cuidadosamente había realizado en la imprenta. Cuando Jaime y Clara los abrieron y vieron su contenido no sabían si reír o llorar. El regalo que Juan les había traído era una réplica en 3D de la sonrisa de Lucía: «Es la sonrisa de mamá, la que ella siempre nos concedía para que estuviéramos alegres. Nunca nos ha faltado y nunca nos volverá a faltar. Yo la llevaré siempre conmigo; así, jamás me podrá la tristeza. Además, la he realizado con la impresora de 3D. Es lo último que ella compró. Me parecía un gran homenaje… No sé. ¿Qué pensáis?...».
Tras un breve pero eterno silencio Jaime se levantó, se dirigió hacía Juan y le abrazó. Sus ojos brillaban de nuevo. Por su parte, Clara se quedó inmóvil. Una pequeña lágrima cayó por su mejilla derecha; sin embargo sonreía, igual que su padre, por primera vez desde que Lucía les fuese arrebatada de su lado. Con aquel gesto de Juan los dos habían recuperado su ánimo.
A partir de aquella noche Juan pudo dormir y descansar. Clara recuperó su palabrería, sus ganas de cocinar y su buen humor. Y Jaime regresó a la imprenta al día siguiente. Nunca dejó de llevar consigo la sonrisa de su esposa, ni de sonreír. Nunca tiró a la basura, ni lo insinuó nunca más, la impresora de 3D que Lucía insistió que compraran, la cual cuidó desde entonces como si fuera su mayor joya. Lo que sí tiró a la basura fue el sofá de orejeras y la botella de coñac. Nunca volvió a beber ni a decaer: «Es lo que Lucía querría. La vida sigue…».