Hasta que la muerte nos separe
[Trevor Burkins]
Una, dos, tres… y así hasta completar más de una veintena de cajas atestadas de cachivaches y perfectamente precintadas, como Laura le dejó dicho. Había empezado su tarea casi de madrugada, con la luz artificial de la lámpara de araña que tanto le gustaba, y al mediodía, ya con el sol iluminando todo el piso, aún no tenía ultimado el trabajo. El salón parecía un almacén de anticuario con tanta caja apilada, y después de haber empaquetado todos los libros, las cintas de vídeo, los dvds, los objetos decorativos, la cubertería, los cuadros, la ropa de cama y buscar varias mantas viejas para cubrir los muebles y los enseres de mayor tamaño que se llevaría la empresa de mudanza, aún le restaba por embalar toda la vajilla.
Ya no sabía las veces que había escuchado íntegro el cd de ‘Los Rodríguez’ que siempre se ponía cuando tenía que acometer las ingratas tareas domésticas. Con un resoplido, el enésimo de la mañana, comenzó a embalar las copas de cristal del aparador, parte del precioso legado de su suegra: primero colocaba una hoja de periódico por dentro y después otra recubriendo el exterior, como le había insistido su mujer, para que no se rompieran. ¡Qué más daría! ¡Para el uso que le daban! Una tras otra fue colocándolas en una nueva caja, cada vez más deprisa, no tanto por la mayor práctica adquirida como por el menor cuidado con que las trataba. Un leve tintineo le alertó de que se podía estar mascando la tragedia. Al comprobar que no se había producido ninguna baja en las filas del ejército de copas cristalino, sonrió y se tomó un respiro.
Estaba cansado y, sobre todo, hastiado por estar entretenido en algo que en su fuero interno no deseaba hacer. Se sentó sobre un montón de cajas ya empaquetadas. Había accedido por la insistencia de Laura, pero por él nunca se hubiera mudado de su piso. Era perfecto: recogido, sin apenas pasillo, con una luz que irradiaba alegría en todas las habitaciones y lo principal: estaba muy cerca de su oficina. La casa nueva tenía más habitaciones, un porche, estaba rodeada de campo y naturaleza e incluso contaba con una pequeña parcela para que su esposa pudiera cultivar las flores y macetas que tanto le gustaban… pero estaba fuera de la ciudad, y Darío siempre se había considerado un urbanita. Probablemente nunca sería tan feliz como en su piso del centro de la ciudad, pero en su lucha interna sabía que la mudanza era casi obligatoria desde el momento en que Laura le comunicó que iban a ser padres.
Esa misma mañana, mientras él embalaba una tras otra sus numerosas pertenencias, su esposa le había llamado tras pasar por la consulta del ginecólogo para concretarle el sexo del bebé: una niña. Estaría rodeado, sonrió. Su mujer, su hija… y su suegra, que en una casa más grande encontraría el acomodo que en su pequeño piso no había podido hallar. Se levantó y se puso de nuevo en marcha para evitar malos pensamientos. Continuó protegiendo con papel de periódico las copas del ajuar y luego hizo lo mismo con un conjunto de tazas adornadas con figuras de animales, un juego de vasos de vino y otros dos más de diario.
Cuando terminó con los platos, colocó una nueva caja sobre el sofá para depositar distintos objetos que había ido amontonando en los distintos estantes del aparador: varios paños de cocina; un par de manteles; un pequeño álbum de fotos de su viaje de novios a Italia; una virgen de Fátima con agua milagrosa que les había regalado la madre de Laura; un palillero, varios vasos de plástico y un recuerdo del día de su boda: la pareja de novios en tamaño mini que, cogidos de la mano, había presidido el banquete desde lo alto de la tarta nupcial.
Darío decidió probar su puntería con estos recuerdos y uno tras otro fueron aterrizando en la caja donde viajarían hacia su nuevo destino. El último tiro lo hizo con la diminuta réplica de ambos vestidos de novios, pero su postrero intento no fue tan preciso y acertado como los anteriores y, tras rebotar en uno de los bordes de la caja, el dueto se fue a estrellar contra el marmóreo suelo, que soltó como un gemido al notar el impacto, o tal vez fueran los miembros de la inanimada pareja los que se quejaron por el golpe recibido.
El joven se apresuró a comprobar el resultado de su inconsciencia. Rotura matrimonial, fue el diagnóstico en primera instancia, que se completó con algún desperfecto más: medio dedo amputado del novio y un tacón perdido por parte de la novia, dos defectos afortunadamente poco apreciables si la observación no era muy exhaustiva.
Con sumo cuidado, recogió a los dos miembros de la pareja, ahora separados, y no pudo evitar que su mente se remontara cuatro años atrás, al día de su boda. Recordó el artilugio que situaron a la entrada del salón para que, si lo deseaban, los invitados se escanearan ataviados con el traje de fiesta para así tener un archivo en 3D que les permitiera obtener sus propias figuras en miniatura, un original recuerdo de aquella velada especialmente inolvidable para los novios.
Ellos habían pasado días atrás por la sede de la empresa Tr3sDland para inmortalizarse de aquella innovadora manera, una tendencia que en los últimos meses se había puesto tan de moda que ya eran raros los banquetes en los que no se instalaban las curiosas cabinas, parecidas a los controles de pasajeros en los aeropuertos, donde había que posar para hacerse un escaneado integral del cuerpo y así disponer después una réplica personal en tamaño liliputiense.
Como todas las tecnologías novedosas, aquella había empezado a usarse siguiendo unas líneas bastante eclécticas, por llamarlas de algún modo, y en la mayoría de los casos el novio se escaneaba sosteniendo en brazos a su pareja o ambos se inmortalizaban besándose; pero los más innovadores comenzaron pronto a imponer unos gustos más ‘sui generis’, y cada vez era más común que los protagonistas se inmortalizaran practicando deportes, desarrollando alguna habilidad o disfrutando de sus aficiones, por peculiares que estas fueran.
En la tienda de Tr3sDland había un amplio muestrario de opciones e ideas, por si acaso las parejas andaban escasas de creatividad, y sobre un alargado mostrador se podían ver figuritas de surfistas, gente haciendo rafting, esquiando o montando a caballo, por referir sólo algunas de las más rocambolescas, sobre todo para situarlas sobre una tarta nupcial, aunque también aparecían otras personas en poses bastante más relajadas, leyendo en un confortable sofá, viendo la televisión e incluso ¡acostadas!
Ellos habían sido mucho más clásicos y en su réplica sólo se mostraban sonrientes y con las manos entrelazadas, y así los situaron en la cima de la tarta desde donde presenciaron todo el banquete, las bromas pesadas de los amigos, las lágrimas de las consuegras, los repetidos brindis deseando felicidad a la joven pareja y los bailes desenfrenados de más de un comensal que no había medido bien el alcohol ingerido.
Darío tampoco había calculado muy bien las consecuencias de aquel lanzamiento errado, de aquella acción inconsciente que terminó con las figuras por los suelos, cada una por su lado. El nexo de las manos, de escaso grosor, se había quebrado, y ahora el diminuto Darío y la pequeña Laura no estaban juntos después de haber permanecido casi cuatro años arrumbados en un estante de la cocina en el que habrían seguido estando hasta el final de sus días si no hubiera sido por aquella molesta mudanza.
No se había negado expresamente porque casi siempre le seguía la corriente a Laura, pero en el fondo él no quería mudarse. La verdad es que no le gustaban los cambios, de ningún tipo, y menos los bruscos; por eso, aunque era consciente de que con la llegada del bebé aquel coqueto y céntrico piso que había decorado a su gusto se iba a quedar forzosamente pequeño, la decisión de cambiar de domicilio no le agradaba lo más mínimo.
Repasó visualmente otra vez el estado de las figuras de resina para cerciorarse de que no habían sufrido más desperfectos, aparte de la momentánea separación y las pequeñas pérdidas en sus extremidades. Luego buscaría la forma de unirlos de nuevo, se dijo Darío deslizando el dedo por la esbelta silueta de Laura, tan grácil, sugerente, curvilínea… tan diferente a la que en pocos meses ofrecería como madre primeriza. Con esos pensamientos continuó con su tarea de embalar, empaquetar y organizar las cajas donde había metido todas sus posesiones.
(…)
La casa nueva, no lo podía negar, era mucho más grande, tenía más habitaciones, un desván e incluso un jardín, pero no le gustaba ni de lejos como su anterior piso, tan coqueto, tan reducido, tan fácil de mantener y limpiar... Además, estaba lejos del centro; todos los días tenía que conducir, algo que tampoco le agradaba en exceso, sobre todo cuando quedaba atrapado en los incomprensibles atascos que se producían a las horas punta en una ciudad que no era precisamente un hormiguero de personas.
Pero lo que más le enojaba es que ahora veía menos que nunca a su esposa, a la que apenas pudo ayudar durante el tormentoso embarazo de vómitos continuos que le habían avinagrado el carácter. Unos cuantos meses de gestación resultaron suficientes para hacerle olvidar a la dulce, encantadora, dicharachera y marchosa mujer con la que se había casado.
El nacimiento de su hija, al contrario de lo que se empecinaba en creer, no mejoró su relación. Al contrario. Una fuerte depresión pos parto provocó que Laura se distanciara aún más de su pareja para volcarse exclusivamente en su retoño. Darío no aguantaba más y Laura se reafirmó en que para ella lo primero era su bebé.
El joven comenzó a llegar más tarde a casa, algunos días con exceso de alcohol, pero ella siguió obviándolo. Un día, Darío la amenazó con irse de casa y Laura no le respondió. Continuó dándole el pecho a su pequeña sin inmutarse. Apenas un año después de la primera mudanza, se vio de nuevo embalando cajas y empaquetando objetos, aunque al menos serían bastantes menos que en la ocasión anterior.
Un pequeño ajedrez, unos cuantos libros, algunos cds,… pocas cosas más podía considerar como posesiones propiamente suyas. En su búsqueda, casualmente, se topó con las réplicas de ambos vestidos de novios. Uno al lado del otro, juntos pero separados, roto el nexo de las manos. Se veían como tristes, o eso le pareció a él. Después de la mudanza, con todo el trajín de los cambios, de la colocación de la ropa, la vajilla, los muebles, la mantelería, los libros y las constantes faenas que debía realizar de limpieza en la casa o el jardín, había olvidado pegarlos de nuevo.
Recogió las dos figuras y las colocó de pie sobre una mesa. Buscó pegamento en el cajón de sastre donde guardaba algunas herramientas, bombillas y tornillos y se dispuso a reparar el estropicio ocasionado un año atrás. Rehecha la unión, con las figuras nuevamente entrelazadas, Darío se acercó hasta donde se encontraba Laura, que dejó por un momento a la niña en su capazo y cogió las figuritas con mimo. Las observó sin reparar demasiado en los desperfectos que presentaban; después miró a su aún marido. Después de muchos meses, esbozó una leve sonrisa.