¿Qué hago ahora contigo?

¿Qué hago ahora contigo?

[Francisco Romero Carrasco]

La vida como compendio de todo es un ir y venir. Por la mañana me entero por casualidad de que va a haber reducción de plantilla. Al enterarme es normal que uno se preocupe, con esa edad justa y en tierra de nadie, con sueldo de cuando existían los trienios y pagas extras. Ya uno previene algo.

Cansado llego a casa y me topo con una carta que me trae la vecina. La carta ha venido con acuse de recibo y toda la parafernalia.- Es una carta fría, la típica de bufete de abogados y sacada de un modelo. Y en su parte final o en el medio, no importa. ESTÁ DESPEDIDO.

Qué hago ahora, debo al banco, el coche sin terminar de pagar, bueno, un español más de los de a pie y coche con catorce años, comprado de cuarta mano quizás, con ese funcionar mal el aire acondicionado, las ruedas más que gastadas, dejando ya las vacaciones de playa. Acomodarse uno en casa de familia e ir para tres días.

Después de comer trato de dormir, de echar una siesta, pero no pasa mucho tiempo, cuando clientes de la oficina son vistos, despierto y de una pesadilla, es como esa que llego tarde a la oficina.

Hago zapping en la televisión y no veo nada que me guste. Me voy al ordenador y veo mensajes atrasados que contesto, unos con más ganas que otros, es normal. En esto del FBI (Facebook) tener conocidos que aportan algo para ese gasto de soledades.

Llamo a mi mejor amiga y no está, algo me dijo que iba a otra ciudad de compras. Necesito salir. Pero ante lo que me espera, mejor irme a la cama y hacer lo que más me gusta, leer. Tengo tanto libros que tendré que plantearme dejar de comprar, hacerme socio de la biblioteca y sacar esos dos libros que suelo leer por semana. Sí, tendré que ahorrar, vendrán tiempos difíciles.

Me despierto y el libro ha quedado abierto, busco lo último leído que recuerdo y le pongo el marca-páginas, que ha caído al suelo. Miro el reloj y son cerca de las nueve de la noche. Es hora de hacerme alguna tortilla o gastar una solitaria hamburguesa. Abro mi lata de cerveza, pongo la tele y las noticias han terminado, pongo la dos. Es lunes y suelen echar buenas películas. Telma y Louisse. Vale, me digo, la veré por séptima vez.

Cómo siempre ese vuelo final de ambas por ese cañón y del Colorado.

No pienso más nada y me vuelvo a la cama, leeré hasta que me entre sueño. Me tomaré una pastilla para dormir. El despertador lo quito de la mesita, lo guardo en otra habitación, mañana no necesito madrugar, pero deberé ir a esa oficina del paro o desempleo y solicitar cita, arreglar en parte esa nueva vida.

Me despierto a eso de las siete, como autómata me levanto, voy al servicio y caigo en la cuenta que hoy no tengo prisas. Vuelvo a la cama, recupero la historia, un libro a base de cartas de una escritora a una librería londinense. Es una historia sencilla, que atrapa, me quejo de no saber inglés, de no haberlo estudiado nunca, a pesar de intentos vanos y comprar en su día cursos en cintas de vídeo que quedaron en casa de mis padres, comidas de polvo. Como tantas otras cosas en la vida, se compran con una cierta ilusión y son pasto apetecible para el olvido.

Me gustaría terminarlo, saber qué pasa, pero han llegado las ocho de la mañana y me apetece tomarme el café en el bar de siempre, ver la prensa, ir sin tanta prisa, puede que hoy no coja el coche y me baje andando al centro del pueblo a esa oficina de desempleo. Coger cita o preguntar a conocidos qué debo llevar para mi nueva situación en la vida.

Voy a ducharme y me topo que han cortado el agua, sin avisos de ningún tipo. Miro en la nevera y hay una botella de agua, la típica de litro y medio, rellena de agua de grifo. Bueno, me lavaré como los gatos. ¿Me habrá mirado un tuerto, acompañado de un ciego?

Llego a ese edificio y no he visto más gente en mi vida. Unas pantallas que se encienden y unos números. Una claraboya por donde entra la luz y ante los parpadeos, la gente se dirige a distintas mesas. Veo a un amigo de alguna que otra liga, ese ir de tapeo en Andalucía, esta parte de Jaén, donde con la caña pedida te ponen alguna tapa. Lo saludo. Me acerco y veo que la persona que atiende es también conocida. Le echo morro y suelto ese perdonad, me han despedido, puedo solicitar cita en esta oficina o debo hacerlo por Internet. Lo siento, me dicen ambos. Otro más al agujero, quédate sentado como si vinieras de acompañante y saca el D.N.I.

Ya vuelvo más contento a casa, me han dado un papel con todo lo necesario y tengo ya mi cita, para el jueves de esta semana que empieza.

Me viene de camino la casa de mi amiga. Llamo y la pillo en casa. Subo a su tercer piso sin ascensor y la veo atacada. Está con la comida y acaba de venir de pilates. Me cuenta por encima cosas de la familia. Le pregunto eso de las compras. Y debe volver a esa ciudad grande, con centro comercial enorme. Debe descambiar unas compras. Mañana miércoles quiero ir, no puedo dejarlo mucho tiempo, me dice. Ah, qué bien, digo. Estoy despedido, si quieres te acompaño.

Más lo siento por parte de ella y todo aquel que me topo. Todos extrañados que ande por el pueblo tan libre y a esas horas de oficina. Al menos tengo algo que hacer para la mañana siguiente. La acompañaré.

Al volver a casa, veo que no tengo comida. Debo sacar salsa bolognesa del congelador. Sí, hoy tomaré esa socorrida pasta.

Me conecto a FB y veo treinta y tres mensajes, lo veo por encima y comento alguna cosa graciosa.

Termino de comer y me voy a la cama, me apetece terminar el libro y por la tarde, cuando despierte, acercarme a la biblioteca y sacarme el carnet de lector, ahorraré por lo pronto en libros, que no en lectura.

Es miércoles y el viaje a esa ciudad ha sido interesante, mi amiga contándome sus cosas cotidianas y sin dejar de hablar, me ha hecho que los kilómetros apenas se noten. Le digo que podemos vernos a la media hora en la puerta, que mientras ella hace sus cosas yo daré una vuelta.

En el pasillo central, y cuando llevaba andados varias docenas de pasos ya algo aburrido, decido curiosear en la sección de libros y papelería de ese centro comercial, uno que tiene que ver con eso del corte y la moda, pero no francés. Esa isla que fue bombardeada por los alemanes en una guerra mundial.

Echo vistazos generales y en una sección de curiosidades, me topo con un libro raro de título “Cómo suicidarse uno”. Me pregunté muchas cosas, cómo era posible ese título en unos grandes almacenes, a la vista de cualquier persona. Al final me decidí y con nervios deposité los veinte euros que llevaba en el bolsillo. Mirando para otro sitio. Me cabreó no llevar unas gafas de sol. Le pido que me lo envuelvan con papel de regalo, mejor que mi amiga no vea el contenido ni el título.

Al llegar a casa con toda la calma del mundo, me fui a la cama, en otro sitio no puedo leer. Daba una serie de consejos para que la forma de morir fuera de la manera más suave.

Decidido por fin y consultado toda clase de venenos fáciles de encontrar en ese internet. No voy a la biblioteca y encargo en una tienda de informática una impresora, una que pudiera escanear y en tres dimensiones imprimir unas pastillas. Pastillas que llevarán esos venenos mezclados con el dulzor de la miel y unas cucharadas de azúcar.

Me dicen que puedo llevarme la que tienen, que es fácil de instalar. Les digo que soy un negado para la tecnología. Me acompaña un técnico y me la instalan dándome las instrucciones precisas, haciendo como cuando uno era estudiante, tomando notas tal cual sus explicaciones, como si fuera una receta de cocina.

Por una vez un libro raro me ayuda y con esa nueva tecnología espero que mi primer intento ¿tenga éxito? El ordenador lo desenchufo y dejo cortada la luz, el agua. No sé si escribir una carta o una misiva a esa amiga. Miro en la nevera y está casi vacía, medio cartón de leche. En un vaso grande doy cuenta de él y la pastilla, que ha salido de tamaño grande, decido guardarla.

Lo pienso mejor y la preparo para Layna, una perrita que ya es muy mayor. Está sufriendo y la veo cada día más apagada, sin ganas de salir; ha perdido casi como yo esa alegría de vivir, con sus silencios calla y a la vez me habla, en unos trozos de salchicha y a trocitos la envuelvo. Se los doy, me cuesta, cada trozo es un sufrimiento, pero me anima a que continúe. Me mira y, como agradecida, se los come. La subo al sofá conmigo, su cuerpo sigue caliente, su respiración va cediendo y me lame. Puede que me dé las gracias.

Pienso que mañana estaré triste por esa pérdida de mascota, esa que durante catorce años me ha hecho más llevadera esta vida. Sí, mañana será otro día, un nuevo día con cambios. Solo y con una impresora nueva, a la que no sé qué usos daré.

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