El viajero de la línea seis
[Margarita Carro González]
En fondo del último vagón viajaba un hombre. Se miraba las manos con curiosidad, eran grandes, parecían zarpas de oso, las juntaba y separaba insistentemente, sus dedos demasiado gordezuelos le daban un aspecto de paquidermo. A pesar de sus esfuerzos por aparentar normalidad, una persona observadora hubiese visto una incipiente crispación.
Llevaba una gabardina grasienta, descolorida por los años y con excesivas manchas sin saber a ciencia cierta su origen, pues había demasiados candidatos para aquella colección.
A veces dormitaba, otras escrutaba el vagón con avidez, como queriendo ver a través de las paredes de chapa del metro.
Se subía en alguna parada de la línea seis en el Bronx. En cualquiera de las estaciones que jalonaban la línea, siempre antes de llegar a Manhattan.
Unas veces era en Middletown Road, otras en Westchester Square o en Brook Avenue. Era frecuente verlo merodear por allí, aunque no tenía hora fija. Normalmente en horas nocturnas.
A pesar de ello nunca había llamado la atención, era invisible para la mayoría de pasajeros, muy ocupados en su propia vida.
Nunca se habían dado cuenta de que se levantaba precipitadamente y bajaba del vagón como una sombra y solo unos segundos después desaparecía por entre los túneles o incluso muchas veces se escabullía por las vías.
La gente lo evitaba y aunque fuese lleno el compartimento nunca nadie se sentaba a su lado, no se sabía por qué. Era extremadamente educado y no molestaba ni con su parlamento, ni con miradas llenas de doble sentido. Mas había algo inquietante en él que solo con su roce, te helaba el alma
Aquel día se había bajado precipitadamente del metro, algo le llamó la atención que le hizo actuar así. Al apearse tropezó con una muchacha que a punto estuvo de caer sobre las vías del tren.
El hombre desapareció de la escena en segundos mientras algunos viajeros intentaban calmar a la joven.
Aunque alguna vez abandonaba el convoy precipitadamente, en cualquier parada de Manhattan, le gustaba esperar a la estación de City Hall. Hacía ya muchos años que los trenes pasaban por ella pero ninguno paraba en la centenaria estación, mas al aproximarse los maquinistas reducían la velocidad para que los pasajeros pudieran admirar la sólida estructura de hierro, cristales y azulejos que en otro tiempo bullía de gentío. Solían viajar siempre un grupito de turistas que, deslumbrados por la belleza de otro tiempo más pausado, querían inmortalizar el recuerdo en sus móviles. Los demás viajeros, aunque llevasen muchos años pasando por allí, se dejaban ilusionar por las exclamaciones de sorpresa y se quedaban mirando para sus bóvedas como si fuese la primera vez.
El hombre de la gabardina no miraba para la vieja estación; él se hundía en su asiento como leopardo al acecho. Sus venas se dilataban y sus ojos se encendían, parecía que le cambiaban de color, dejando el azul claro y se pasaban al rojo fuego.
Sus manos se encrespaban y era normal verlo apearse en el Puente de Brooklyn manando sangre en las palmas.
Sin embargo, si los pasajeros fueran más curiosos descubrirían que algunas veces, mientras cruzaban por City Hall, el hombre de la gabardin, desaparecía.
Un grupo de turistas había subido en la línea seis en el Bronx; querían llegar a Manhattan y les habían hablado de la estación fantasma de City Hall. Eran unas diez personas, todas jóvenes de diferentes nacionalidades, todos estudiantes de intercambio de las universidades. Viajaban en el último vagón, riendo, escuchando música en sus Smartphone, coqueteando entre ellos.
Entre ellos había una muchacha, pecosa, rubia, con unas lentes poco favorecedoras. La chica no acababa de sentirse a gusto con los demás. Iba mirando su propio teléfono móvil y poco a poco se distanció de los acompañantes, quedando relegada unos asientos más atrás de los otros.
El viajero de la gabardina la había observado, estudiado, hecho un perfil sicológico de ella, mas absorta en sus pensamientos, no lo miró en ningún momento.
El hombre se desabotonó la gabardina y revolvió en los bolsillos, comprobando que el objeto buscado estaba en su sitio.
Miró el reloj de pulsera, el rólex marcaba que faltaba un cuarto de hora para lo esperado.
Los muchachos seguían abstraídos en su entretenimiento mientras la joven solitaria se afanaba en leer un párrafo en su dispositivo móvil, ajena a sus compañeros de viaje.
El tren redujo su velocidad hasta alcanzar la velocidad humana en la que una persona sin correr podía seguirlo sin fatigarse. Los muchachos, embobados de ver aparecer ante ellos como de la nada aquel contraste de luces que se colaban de la claraboya de cristales, reflejando entre los verdosos azulejos reminiscencias que asemejaban olas del mar. Todos sacaron sus móviles o cámaras y no pararon de hacer fotografías en todo el recorrido, hasta que la velocidad aumentó y la luz desapareció dando paso al monótono traqueteo del tren.
Al llegar a la parada de Puente de Brooklyn los compañeros se dieron cuenta de que la chica pecosa que iba con ellos había desaparecido. Al principio se impacientaron un poco, pero casi ninguno tenía demasiada relación con ella. Hicieron varias cábalas sobre su desaparición. Propusieron volver otra vez sobre su recorrido, pero nadie recordaba dónde la habían visto por última vez. Buscaron entre los contactos de sus watsapp su número, pero nadie lo tenía. Alguien comentó de ir a cenar a una hamburguesería cercana. Todos aplaudieron la idea pensando que la chica pecosa se habría ausentado sin despedirse de ellos.
Minutos antes, cuando el tren pasaba por la estación de City Hall, una mano abría la puerta con una llave maestra cargando con una mujer, reguarnecida debajo de la gabardina. Tan solo unos segundos antes la misma mano había aplicado un pañuelo empapado en formol sobre la naricilla pecosa.
El bulto corría por entre las sombras de los pasadizos de la fantasmagórica estación. Sus pasos eran firmes y a pesar de cargar con la mujer no le dificultaba la marcha. Siguió por los túneles hasta llegar a una puerta que abrió con un llavín, mientras sujetaba el cuerpo de la mujer sobre una rodilla. Una vez abierta la puerta la arrojó encima de un sofá viejo y descorchado. Cerró la puerta otra vez y corrió un pasador.
La habitación estaba escasa de muebles; además del viejo sofá había un objeto cubierto con una colcha y una estantería de oficina con algunos papeles, unas cajas y un rollo de sacos de basura de plástico.
El hombre se sentó en el sofá al lado de la mujer inconsciente y la observaba detenidamente. Se deleitaba con su estampa y solo después de mirarla un rato la rozó con la yema de los dedos. Le recorrió todo el rostro estremeciéndose de placer.
La mujer comenzó a moverse, hasta que en el plazo de unos breves segundos fue abriendo los ojos, no dando crédito a lo que veía. Jadeando, comprobó que tenía las manos atadas con una brida de plástico, dejándola inmóvil. Moviéndose como un pez fuera del agua logró ponerse de pie. La chica pecosa miró a su alrededor y solo vio una sala con escaso mobiliario. Le llamó la atención un ordenador y una impresora en 3D que estaban preparados para usarse; junto a ellos, una bobina de plástico blanco.
De pronto se abrió la puerta y entró un hombre con una gabardina sucia. Al verla despierta se sobresaltó y no tardó un segundo en abalanzarse sobre ella, tapándole la boca con su grasienta mano.
La mujer, aterrada, se desvaneció entre sus brazos.
El hombre la desnudó con suavidad, desatándole las manos. La contempló unos minutos, la cogió entre sus brazos y la acercó a la impresora en 3D, colocándola en la zona en la que el rayo láser la diseccionó para copiar todos los milímetros de su cuerpo. Como no se podía tener en pie debido al desmayo y al efecto del éter, había construido una estructura de plástico en la que ataba a la muchacha y ésta permanecía erguida.
Una vez acabados todos los preparativos esperó unos segundos hasta que la mujer recobró el sentido, momento que aprovechó para poner en funcionamiento la impresora en 3D. El grito de la mujer fue ahogado en la garganta cuando el afilado corte de un bisturí se la seccionó. La abundante sangre se mezclo con el blanco plástico. Poco a poco la impresora fue modulando una muñeca de un tono rosáceo réplica de la muchacha pecosa.
Una vez finalizado el trabajo el hombre metió el cadáver en una bolsa negra de basura, cargando con él y haciéndolo desaparecer por una boca de alcantarilla.
Unas horas más tarde un elegante hombre vestido con un abrigo Lowe de lana caminaba por City Hall. Llevaba una bufanda blanca de seda alrededor del cuello y en la mano gordezula izquierda, un guante suave de cabritilla, mientras la mano derecha la llevaba en el bolsillo acariciando una pequeña muñeca rosácea. Caminaba pausadamente, era corpulento, atlético, sus pasos semejaban el elegante baile de un bailarín de danza clásica. Su mente iba dibujando un vestido inspirado en la última colección de Gucci. No tenía más que ganas de llegar a su apartamento de Manhattan para comenzar la costura y colocar a su nueva muñeca en la colección que llenaba parte de su vitrina.