Playa de la sirena
[Cajizote]
El ómnibus circula por la Vía Blanca, algunos pasajeros conversan otros miran el paisaje. El puente de Bacunayagua produce asombro. Sólo un individuo se mantiene indiferente, como si lo único que le importara fuera hurgar dentro de sí. De querer ponerle un apodo, el más acertado sería Vinagrito.
Ya en la ciudad de Matanzas, pasan por las limpias calles y toman la carretera de Varadero. Cruzan el puente sobre el río Camarioca y arriban al poblado que adorna parte de la desembocadura. La llegada al motel es saludada con gritos de júbilo, recogen el equipaje y se apuran. Desean ocupar las habitaciones y comenzar a disfrutar. Vinagrito es el último. Lo atiende la recepcionista, quien al confirmar, pregunta:
─Compañero, la reservación es para cuatro. ¿Hay algún niño?
─Vengo solo.
La muchacha detiene el movimiento del bolígrafo, no comprende por qué reservó para varias personas. No está acostumbrada a ver esto, aunque no debe inmiscuirse en las intimidades de los huéspedes. Si desea estar una semana a solas, no es su problema, piensa.
Terminado el ritual de entrega, Juan, que es el nombre de Vinagrito, se tira en la cama matrimonial. Pasan dos horas, en las que el cuerpo se recupera del viaje. Se da un baño y procede a distribuir sus cosas. Enciende el televisor, escanea sin encontrar algo que llame su atención, se detiene en un canal de música. Toma una de las cervezas que previamente han puesto en el refrigerador. Mientras sacia la sed, coloca una foto sobre la mesa de noche; desde ella, lo miran esposa e hijos.
Su signo es libra, conservador de amigos y familia, pero el destino le ha jugado una mala pasada. El matrimonio de quince años, hace una semana acabó. Se culpa, aunque nunca una mujer se le ha quejado. No la tiene grande, lo sabe; quizás un poco gruesa y no es para tanto.
Se casó enamorado y desde el principio surgieron problemas, su mujer sentía dolor al hacer el amor. Poco a poco logró superar esto. El sexo oral y la masturbación ayudaron, hasta que consiguió prepararla lo suficiente para que la penetración resultara indolora. Vivieron momentos de gran placer, coronados por el nacimiento de los hijos; sin embargo, la felicidad no es eterna. Ella no siente el deseo con la misma frecuencia que él.
Nunca pensó que el final de la relación llegara mientras se masturbaba. Su esposa abrió la puerta, entró al baño, lo vio y quedó paralizada por unos segundos con la mano sobre el picaporte. No dijo ni una palabra, salió y cerró. Minutos después, insatisfecho, entra al cuarto, ella parece dormir. La cubre una sábana que muestra en relieve las líneas femeninas. Ya en el lecho, la acaricia y la mujer se deja hacer; desliza las manos por los muslos, termina en la entrepierna. Advierte el rechazo, ya no puede parar, se siente parte de una estampida. Consumado el acto, descansa. Pasado un largo minuto, a sus oídos llegan estas palabras: Juan, no podemos seguir así.
El sonido del estómago le indica que no ha probado bocado. Se viste y va hacia el restaurante. La comida y el consumo de varias cervezas le proporcionan una digestión agradable.
Se sienta cerca de la piscina, observa las estrellas y trata de olvidar. La brisa proveniente de la playa y una tenue melodía que se escucha en los altavoces, lo ayuda. En la alberca una pareja ajena al mundo funde sus carnes en un mar de pasiones y arrebatos de lujuria, donde se mezclan agua y leches. El rubor le cubre el rostro al darse cuenta que se ha comportado como un mirahuecos. Una leve erección da más fuerza a la culpabilidad. Marcha a la habitación, esconde su vergüenza dentro del trago de ron.
Necesita borrar el pasado, abrirse a una nueva vida; aunque para él, parezca casi imposible. Gestionó la reservación para tratar de salvar el matrimonio; el rompimiento puso fin a su plan.
Recorre la cabaña, dos cuartos proporcionan la intimidad necesaria para una pareja y sus hijos. La nostalgia lo invade, abandona la sala y va a la cama. Sobre la mesa de noche, junto a la foto, una pequeña escultura. ¿Como no la había visto antes?, se pregunta asombrado, es una sirena. La exactitud de cada detalle no deja lugar a equívocos; hecha con una impresora 3D, dice la inscripción que muestra en el pedestal. Ya acostado bebe sorbos del vaso que sostiene en la mano, en el que junto a un líquido color ámbar, se mezclan trozos de hielo. Mira la foto de su familia, evoca hechos que no volverán a repetirse. Trata de alejar esos pensamientos al explorar las paredes del dormitorio. Algunos adornos se encuentran decorándolas, un gran cuadro cuelga frente a él. Desde este, en una playa de finas arenas, sobresale un risco a mediana distancia de la orilla. Una joven de ojos color esmeralda lo mira desde aquel lugar. Al mostrar su desnudez, provoca admiración. El rostro enigmático tiene como fondo una mata de cabellos ondulados que caen sobre la espalda. La piel coloreada por el sol cubre unos hermosos brazos, los pechos ni grandes ni pequeños tratan de perforar el lienzo. Remata el bien torneado tronco, las piernas que surgen a medias del mar; y lo más asombroso, la sensación de soledad que emana de esa mujer.
Quedo dormido en lo que admiro la obra de arte, arrullado por los vapores del alcohol. Hago el amor con la desconocida, en la mañana despierto mojado.
Desayuno, me pongo un short, cojo un libro y voy a la playa. A la sombra de una palmera, encuentro un sitio para eludir el sol del verano. La mochila indica que alguien se adelantó. Calculo, hay espacio para dos, me siento y comienzo a leer.
Una rara sensación recorre mi cuerpo, levanto la vista. Ella, con figura de diosa, viene hacia donde estoy. Se detiene frente a mí y me da los buenos días. Balbuceo la respuesta y sonríe. Se inclina, saca una toalla de la mochila, la extiende a mi lado, se sienta y comienza a frotarse crema sobre la piel. Atolondrado quiero volver a la lectura, no lo niego, sería agradable servirle de ayuda; su voz termina con mi abstracción.
─Compañero, por lo que veo le gustan las novelas policiacas, y al parecer somos fan del mismo escritor ─dice mientras muestra un ejemplar de “Allá ellos”, de Daniel Chavarría, semejante al que leo.
Este comentario basta para eliminar mi confusión. Nos presentamos y sé que su nombre es Marina. La conversación se extiende por horas, hasta que me indica que debe irse. Se marcha, no sin antes decirme que a las cuatro podré encontrarla en este mismo lugar. La veo alejarse rumbo al motel y perderse en la multitud, me arrepiento por no haberla invitado a almorzar.
A las cuatro la playa está muy concurrida, temo hallar ocupado el sitio. La veo, hace señas, me ha reservado un espacio. Estoy en las nubes. Una fuerte atracción me acerca cada vez más a ella, le pido que coma conmigo.
─Juan, no puedo.
─¿Vienes acompañada?
─Por favor, no preguntes.
─Disculpa la indiscreción.
Después de esto apenas intercambiamos palabras, pero todavía tengo esperanzas. El sol toca el horizonte y vamos hacia el motel, al llegar nos separamos.
En el restaurante trato de localizarla, no doy con ella. Al terminar de comer, descanso unos minutos junto a la piscina. En un rincón, la misma pareja continúa sus juegos amorosos. ¿No se cansarán?
Una mano sobre mi hombro termina con las reflexiones, y la voz de Marina me lleva al paraíso. Se sienta a mi lado y conversamos. Esta vez llego más lejos y me declaro. De las palabras pasamos a las caricias, de estas a los besos. Le pido que me acompañe a mi cabaña, accede.
Disfruto los gemidos, mi mano busca la humedad en la entrepierna, beso su boca y bajo a los pezones, sigo y me detengo donde se unen los muslos. El vello púbico trata de oponerse, mi lengua encuentra el camino y toca el botón. Los gemidos se convierten en gritos y cuando imagino que está al desbordarse, la penetro. Noche de amor impredecible y un sexo constante hasta caer extenuado. En la mañana, Marina ha desaparecido.
Me baño y casi me atraganto con el desayuno, apurado por llegar a la playa; allí, en nuestro lugar, la encuentro tendida.
─¿Por qué te fuiste sin despertarme?
─No quería perturbar tu sueño.
─Puede parecerte cursi pero me hubiese gustado amanecer a tu lado ─veo preocupación en su rostro─. Marina, no me da vergüenza decirte que me es imposible vivir sin ti.
─No te apresures, disponemos de la eternidad.
─Es poco ─digo, y reímos al unísono.
Los días pasan sin apenas notarlos, parecemos almas gemelas. Nuestros gustos, las pasiones, los defectos, todo encaja y forma un rompecabezas donde cada pieza necesita de la otra.
El sexo se repite con la misma intensidad del primer día; y como siempre, no amanece junto a mí.
Mañana regresamos a La Habana. No fui a comer, preparo un refrigerio e invito a Marina. Entra a la habitación vestida de negro, lo que resalta la blancura de su piel. El ondulado cabello cae sobre los hombros y sus verdes ojos taladran mi cuerpo, entre trago y trago le cuento mi vida. Amores y fracasos son revelados, desnudo mi alma ante la mujer que quiero.
Hacemos el amor más desenfrenado que nunca, varias veces llegamos al final. Ya al máximo del delirio, le propongo matrimonio. Las lágrimas que salen de sus ojos cortan mis palabras.
─Juan, no puedo ─se levanta de la cama y comienza a vestirse.
─Me dijiste que no tienes compromiso ─digo mientras le sujeto por el brazo.
─ éjame marchar.
─ ¿Qué pasa?..., te ofendí.
─Al contrario, me has hecho muy feliz ─abre la puerta y sale de la cabaña.
No tuve valor para seguirla y continué rumiando las penas, hasta que mis ojos se cerraron.
El sol de la mañana da en mi cara, los recuerdos de la pasada noche vuelven. Me recuesto al respaldar de la cama, repaso los acontecimientos. No acabo de entender lo que pasó y porqué algo que marchaba bien, hubo de terminar así. Necesito una explicación, pero nunca le pregunté en qué cabaña se hospedaba.
Al levantarme, mi vista se posa sobre el cuadro frente a mí; no me fijaba en él desde el día de mi llegada.
Me visto y salgo de la cabaña, alguien debe conocer la historia. En el pasillo, tropiezo con la señora que hace la limpieza de las habitaciones. Venerable en sus setenta años, me dice con una sonrisa en los labios:
─¿Por qué tan apurado joven? Parece que hay fuego en su cabaña.
─Discúlpeme tía, por poco le tumbo –quedo unos instantes mirándola, la pregunta llega de golpe─. ¿Hace mucho que trabaja aquí?
─Desde que se inauguró el motel, ya son más de cuarenta años.
─¿Y no piensa jubilarse?
─No mijo, la vida está muy dura para vivir del retiro.
─¿Puede usted acompañarme? Necesito aclarar algo.
Frente al objeto de mi desasosiego, comienzo a interrogar a la anciana; por ella conozco que el cuadro había sido pintado por la dueña de la mansión, pues eso era antes de convertirse en motel. Fue una pintora novel seducida por un rico señor de La Habana, quien por estar casado no la desposó. De la relación, le quedó la residencia y algunas visitas ocasionales. Para ahuyentar la soledad, pasaba largas horas frente al lienzo. Muchas de sus obras adornan las habitaciones, ya que al obtenerse la casa se hallaron en el sótano.
La muchacha acostumbraba en las tardes, cuando el sol era menos fuerte, a sentarse en el risco que vemos frente a la playa y desde allí contemplar el pueblo. En esto se inspiró al realizar la pintura por la que pregunto, en la cual plasmó no solo su rostro sino sus sentimientos. Una noche no regresó y jamás se le volvió a ver. Se presume que murió ahogada al subir la marea. Desde ese día se le comenzó a llamar al lugar “La playa de la ahogada”, nombre que cambió al inaugurarse el motel por el de “Playa de la sirena”. Antes de que terminara, supe que hablaba de Marina.