La figura blanca

La figura blanca

[Ray Gloucester]

Se conocieron chateando. Ella se conectó un día por casualidad, y se metió en un canal llamado ‘Amigos’; por ver qué pasaba, sin ningún propósito concreto. Él era más habitual, no sólo de ese canal, sino de todos. Era uno de sus principales pasatiempos, sobre todo desde el accidente, que le impedía moverse de casa. Charlaba durante horas con mujeres de todo tipo, pero no se atrevía a dar el paso.

Ella se llamaba Marta, y tenía veinticuatro años. Él se llamaba Daniel, y tenía veintinueve. Se conocieron con otros nombres, por supuesto. Ella había elegido Ninfa, y él Parsifal. Pero enseguida se confesaron la verdad. Además, los nombres verdaderos eran mejores, según se dijeron, más bonitos que aquellos ridículos apodos. A Daniel le sonaba especialmente bien el de Marta. Ella le llamaba Dani.

Con Marta todo fue diferente que con otras chicas. Le aterraba el momento de decirle la verdad, y sobre todo el paso siguiente, el de conocerse en persona. Pero no podía evitar soñar con que todo fuera bien. Sería tan feliz si funcionara...

No escatimaban cumplidos.

Por desgracia, vivían en ciudades distantes. Pero coincidieron en que no sería obstáculo. Había algo entre los dos, se sentían bien charlando uno con el otro a través del ordenador, o en seguida con cortos mensajes de teléfono móvil. A ella le fascinaba su inteligencia. Nunca había conocido a nadie como él. Parecía saber de todo, tenía datos precisos acerca de cualquier materia. Era un verdadero ‘cerebrito’, así le llamó Marta. Pero no era ningún pedante. Todo le entusiasmaba, y de todo hablaba con la misma pasión, que lograba transmitir. No pretendía alardear de sus conocimientos.

También se escribían más extensamente a veces, por correo electrónico. Marta era más abierta, le contó prácticamente todo. Él se mostraba algo más reservado en lo personal. Era un poco tímido. Pero pronto se mandaron sus fotos. Y se gustaron. Ella era preciosa, según dijo Daniel, y él era interesante, según Marta. Habían tenido suerte al encontrarse.

Ambos sabían que todo aquello podía ser una ficción. La intimidad que habían logrado podía no ser real. Por ello, ansiaban conocerse. Primero, tras un par de semanas de relación electrónica, ella sugirió que utilizaran el teléfono. Él pareció mostrarse reacio. Marta insistió. No le conocía, ni habían hablado nunca, pero le quería. De eso estaba segura.

Él también la quería. Ambos lo sabían. Sin embargo, Daniel trató de evitar el teléfono tanto como pudo. No lo consiguió mucho tiempo. Confió en el amor que se profesaban (según decía ella medio en broma, eran ya novios), y se decidió a contárselo. La preparó antes.

–Tuve un accidente en la universidad, hace un año.

–¿Qué te pasó?

–Bueno, mis cuerdas vocales quedaron afectadas. Por eso mi voz no suena muy bien, ahora.

–Te aseguro que eso no me importa, Dani. Tu voz me parecerá maravillosa.

–Está bien, te daré mi teléfono. No quiero perderte por nada del mundo, y confío en ti.

–Sabes que puedes hacerlo.

Se intercambiaron los teléfonos.

No se llamaron hasta pasados dos días. Lo hizo ella, por supuesto. Daniel contestó. Su voz era chocante. Era una voz grave, que sonaba como electrónica. Muy extraña. Daniel le explicó que se ayudaba de una máquina para hablar. Su voz era otra, antes. Sin la máquina, le sería imposible hablar. Pasada la sorpresa inicial, ella se acostumbró. Saber de sus problemas la hizo quererle aún más. Hasta le acabó gustando su voz.

Hablaban todos los días. A veces durante más de una hora. No se daban cuenta, el tiempo pasaba volando cuando estaban pegados al teléfono. Se enamoraron de verdad.

Con el paso de las semanas, su relación era cada vez más íntima. A veces, incluso se llamaban de madrugada y hacían el amor a través del teléfono. Se volvían locos sólo con palabras.

Acabó siendo imperativo conocerse. Marta esperaba que él lo dijera, pero parecía que su timidez era insuperable. Ella comprendió que tendría que tomar la iniciativa.

Y lo hizo. Pero Daniel se negó rotundamente. Marta no podía entenderlo. Se enfadaron. Discutieron, y ella lloró. Él no podía soportarlo. Trató de arreglarlo. La amaba profundamente, y ella a él. Se lo dijo. Eso era lo más importante. Nunca debían olvidarlo, por más que pudieran discutir. Estuvieron de acuerdo.

Marta no volvió a mencionar el tema, en unos días. Pero Daniel notaba que las cosas no eran como antes. Él comprendió que debían verse. No había otro remedio. Seguramente la perdería cuando se conocieran, pero debía intentarlo. Sería mejor eso que dejar languidecer la relación, que acabaran como dos amigos lejanos. Nunca se lo perdonaría si no lo intentaba, al menos.

Se lo dijo. Ella se lo agradeció, y Daniel pudo oír a través del teléfono que lloraba de alegría. Pero él, de nuevo, tuvo que prepararla. La foto que le había enviado era anterior al accidente. Ahora, no estaba igual. De hecho, estaba muy diferente. Ella tenía que estar prevenida: lo que iba a ver superaría cualquier cosa que pudiera haberse imaginado. Marta estaba un poco asustada, pero el amor era un sentimiento aún más poderoso que el temor. Él, además, no podía viajar. Su accidente se lo impedía. Ella tendría que desplazarse. Aceptó, por supuesto.

Daniel empezó a planear el encuentro. Tenía que lograr que no fuera demasiado chocante para ella. Su impresora en tres dimensiones podía ayudarle. Era la mejor del mercado, la más grande y sofisticada. Se puso manos a la obra. Necesitó la ayuda de su enfermero, ya que él no podía moverse. El resultado le pareció satisfactorio.

El tren de Marta llegó a las once. Era una mañana soleada de primavera, perfecta para su primera cita. Tenía reservada una habitación en un hotel céntrico, pero no podía esperar, quería conocer a Daniel antes. Cogió un taxi hasta la dirección que le había dado. Era un barrio elegante, de chalets con jardín y calles tranquilas. Daniel vivía en una bonita casa de dos plantas, de estilo español, situada en lo alto de una pequeña loma, en medio de un gran jardín. En la puerta había una furgoneta grande, de color negro. Le sorprendió que las persianas estuvieran cerradas. El jardín tampoco parecía muy cuidado. Pese al espléndido sol, Marta tenía una sensación de desasosiego. Había demasiado silencio. Para sentirse mejor, sacó su teléfono del bolso y le llamó.

–Hola, cariño. ¿Dónde estás?

–Estoy ya en tu casa, en la puerta.

–Muy bien. Espera, la abriré.

La puerta se abrió con un zumbido eléctrico.

–Pasa, por favor. Ahora estoy solo. Disculpa la penumbra, es que la luz me hace mucho daño.

–No te preocupes. Contigo no tengo miedo.

–Avanza por el pasillo y baja las escaleras.

–De acuerdo. Estoy bajando.

Había una puerta al final, metálica, muy pesada.

La puerta se abrió con un nuevo zumbido.

–Pasa, por favor. Estoy aquí.

La habitación estaba a oscuras, sólo con una luz tenue en el centro. No había ningún mueble.

–Acércate a mí–. La voz sonaba ahora por toda la habitación. El teléfono ya no era necesario.

Marta no distinguía bien. En una esquina había un sillón. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, pudo apreciar una figura humana sentada. Un pequeño foco halógeno se encendió en el techo, justo sobre la figura, que Marta pudo ya contemplar con claridad: era una especie de estatua, una efigie humana blanca, con las piernas juntas y los brazos a lo largo de los apoyabrazos. Había sido labrada someramente, sin detalles. Los ojos eran sólo oquedades blancas.

En medio de la estancia había una plataforma metálica, como de un metro de altura, y varios aparatos con cables, tubos, luces parpadeantes y monitores de ordenador. En el suelo estaban las torres de los ordenadores, que producían un rumor uniforme. A los lados, dos grandes altavoces, por los que salía la voz de Daniel. Y sobre la mesa, destacaba un gran cilindro de cristal. Marta se acercó.

En el interior del recipiente, flotando en un líquido transparente, indeterminado, se podía ver un cerebro humano, unido por varios nervios a dos globos oculares que miraban a Marta. Múltiples tubos desembocaban en el receptáculo, y varios cables procedentes de los ordenadores permanecían conectados directamente al cerebro.

Ella acertó a articular una palabra, que pronunció casi sin voz:

–¿Daniel?

–Sí. Yo soy Daniel. Lo siento. Imprimí la imagen en tres dimensiones por si te sentías más cómoda. Hice escanear mi cuerpo antes de que lo enterraran. Pero aún no domino muy bien la técnica... Puedes dirigirte a ella si lo prefieres.

Marta no pudo apartar la vista de él durante varios minutos. Sus ojos se movían del cilindro de cristal a la figura blanca sentada, fascinada y aterrorizada por ambos. Sentimientos y pensamientos encontrados bullían en su interior sin control. Lloraba. Finalmente, sin decir nada, comenzó a caminar hacia la puerta. Pero, antes de cruzarla, se volvió y besó el gélido cristal, dejando sus labios marcados.

–Perdóname– musitó. Y se marchó definitivamente.

Los ojos de Daniel se inclinaron hacia el suelo. Si hubiera tenido aún las glándulas necesarias, dos lágrimas habrían brotado de ellas.

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