Brecha de seguridad
[Luis del Moral Martínez]
Los pitidos del panel lo sobresaltaron, ya que estaba preocupado por la cantidad de energía que disipaba el resonador del láser, lo que podría poner fin al experimento antes de lo esperado, como en los cinco intentos anteriores. Revisó los sistemas de refrigeración de los equipos por enésima vez, y todo estaba en orden: el pitido indicaba que el experimento casi había terminado.
A través del monitor de control, comprobó que el jugo viscoso de moléculas adoptaba una forma oval, tornándose de color pardo y con un aspecto gelatinoso, como si estuviera embadurnado por un aceite semi-transparente. Miró los indicadores de la pantalla y se felicitó con un gesto de admiración, pues todo estaba saliendo según lo previsto; los huevos de los especímenes serían incubados y eclosionarían en un plazo de varias semanas; además, recuperaría la beca y volvería a contratar a todo su personal. En definitiva, salvaría su laboratorio y la comunidad científica analizaría su hallazgo, con lo que figuraría en la lista de aspirantes del premio nacional de investigación.
Sonrió, por primera vez en tres meses, y relajó el entrecejo. Se sentó en la silla, reclinó el respaldo y se quitó las gafas. Necesitaba dar un respiro a sus ojos, que estaban a punto de explotar por la falta de descanso. Según su reloj, eran las cuatro de la mañana; no sabía qué día era y no recordaba cuándo comió por última vez. Bostezó. Necesitaba un café.
De camino hacia la máquina de café, se recordó a sí mismo hace veinticinco años, cuando fabricó su primera impresora 3D, tras finalizar su tesis en biología. Era alguien muy diferente a los jóvenes de aquella época, porque sabía lo que se traía entre manos y tenía un plan para conseguirlo: quería devolver a la vida a seres que se extinguieron hace sesenta y cinco millones de años.
Introdujo una moneda en la máquina, pulsó un botón y el ruido del mecanismo lo devolvió a la realidad. Cogió el vaso humeante y emprendió el camino de vuelta.
En el último año, había hecho más de treinta experimentos, lo que suponía tantas pruebas y casos de estudio que se hacía tedioso llevar la cuenta. En tres ocasiones estuvo a punto de lograrlo, pero nunca consiguió alcanzar un modelo molecular estable; esto provocó que perdiese la confianza en su proyecto. Sin embargo, una donación anónima le proporcionó los fondos suficientes para adquirir instrumental y desarrollar su gran creación: un sistema de impresión molecular con un láser de síntesis genética.
En el perímetro exterior de la zona de experimentación, apoyado en una barandilla, y mientras apuraba su café, contemplaba, orgulloso, su gran creación. La máquina no era demasiado innovadora en su aspecto, pues era como él pensaba que todas las máquinas debían de ser: puntiagudas, ásperas y llenas de cables y botones por doquier. Sin embargo, su funcionamiento metódico reflejaba, con mucha fidelidad, la idea que tuvo veinte años atrás. Embelesado ante su creación, los cristales de protección lo guardaban del resplandor de partículas del láser, que ejecutaba los últimos compases con una precisión matemática. En varios minutos, el experimento habría finalizado.
De vuelta en la sala de control, revisó los parámetros de la ejecución y dio un nuevo vistazo al registro del experimento, que incluía los nombres Triceratops, Tyrannosaurus rex y Velociraptor resaltados en amarillo en el fichero de especímenes. No había sido complicado acceder al ADN de estas criaturas, pues había sido secuenciado diez años atrás por un superordenador cuántico, usando las muestras de ámbar y los esqueletos de los yacimientos más relevantes del planeta. El código circulaba por Internet de forma libre y cualquiera podía utilizarlo; pero ¿quién podía imprimirlo?
Sonrió de nuevo al pensar en la segunda parte de su invención: el modelado molecular a partir de cadenas genéticas. El mágico haz de luz del láser se encargaba de materializar cada molécula, para después crear el gelatinoso sustento de los cigotos. Después, estos eran insertados dentro de caparazones ovales, listos para pasar a la siguiente etapa del proceso, la encargada de incubar los huevos.
En el monitor parpadeó e iluminó un recuadro en verde, lo que activó el sistema de megafonía que, conducido por una voz sibilina y sintética de género femenino, indicó que el experimento había llegado a su fin.
Tras varios minutos exclamando su éxito en la desierta sala de control, como si diera una ponencia frente a un público imaginario, se ajustó las gafas, entornó los ojos y se sentó en uno de los terminales. A continuación, activó una subrutina de programa, tecleó varios comandos y, tal y como estaba planificado, un resorte liberó a otro brazo robotizado, que transportaría los huevos para depositarlos en el área de incubado. Acto seguido, inició el programa de incubado y el robot se encargó de mover cada uno de los huevos de forma minuciosa, siguiendo su estricta programación. Uno a uno, todos fueron colocados bajo la intensa luz de las lámparas ultravioletas.
Media hora después, y con el rostro satisfecho, avanzaba, cabizbajo, pensativo y con la espalda arqueada por el cansancio, hacia la zona de dormitorios. Satisfecho, decidió premiarse con algunas horas de sueño, pues se las había ganado.
Entró en su habitación y dejó su bata sobre el escritorio. Optó por descansar, darse una ducha y comer algo; después, llamaría a todos y lo celebrarían a lo grande.
* * *
Las horas de descanso se sucedieron con bastante normalidad, hasta que las luces de la habitación tomaron un color rojizo y la misma voz, fémina y artificial, resonó por la estancia y dio fin a su apacible descanso.
«Alerta… Apertura no autorizada del módulo de incubación»
Abrió los ojos, saltó de la cama y echó a correr hacia el pasillo. A medida que avanzaba, y la megafonía retransmitía el mismo soniquete, se preguntaba qué había podido pasar, pues los sistemas eran seguros y llevaba un año sin dar señales de vida; nadie, ni siquiera sus amigos más íntimos, podía saber lo que se traía entre manos.
Ya en la sala de control, la palabra alerta parpadeaba sobre un fondo blanco en todas las pantallas. Revisó los sistemas de seguridad y comprobó, con estupor, que más de la mitad de las cámaras estaban fuera de servicio; y los cierres de las puertas, incluyendo los del perímetro exterior, estaban desbloqueados. Balbuceó algunas palabras que resultaron incomprensibles, pues se quedó mudo al ver que una sombra se desplazaba a lo largo del pasillo. No estaba solo.
Se agachó bajo una de las mesas, a la vez que sacó su teléfono de un bolsillo; sin embargo, un chillido agudo y desconocido lo dejó paralizado. Se tapó la comisura de los labios para ahogar un grito. La sombra se desvaneció.
Cuando salió del escondite, se dirigió al otro extremo de la sala en busca del terminal de seguridad, con la esperanza de poder vislumbrar qué o quiénes estaban merodeando por el laboratorio. Al mismo tiempo, intentaba distraer a su mente, que le repetía una y otra vez: «el experimento no funcionó como tú esperabas».
Tecleó los comandos varias veces hasta que logró visualizar las cámaras del perímetro exterior, las únicas que parecían funcionar con normalidad. El monitor emitió un fogonazo y mostró una imagen aterradora: un ejemplar de Tyrannosaurus rex adulto, de más de siete metros de altura, se había escapado del complejo y se perdía en la lejanía. ¿Qué había salido mal? Quizás hubieran sido los cálculos sobre las enzimas de crecimiento que añadió al código genético…
Su pensamiento se interrumpió cuando escuchó de nuevo aquel chillido, provocado por un Velociraptor que lo observaba a través del cristal de la sala de control. Sin pensárselo dos veces, se lanzó a la carrera hacia el extremo opuesto de la habitación; el raptor, que lo seguía con la mirada, emitió un nuevo chillido, se lanzó contra el cristal y logró astillarlo. Con un segundo golpe, logró que saltara en mil pedazos.
Él seguía corriendo con la intención de aislar los laboratorios con el sistema manual de cierre, diseñado, al menos en teoría, para contener cualquier incidente de seguridad. Sin embargo, cuando faltaban unos pasos para llegar al disparador de emergencia, en la habitación contigua a la sala de control, el chillido se intensificó a su alrededor y él se detuvo en seco. ¡Había raptores por todas partes! Lo único que pudo hacer fue gritar.
* * *
Lo sujetaron. Las sirenas seguían aullando y un velo rojizo salpicaba los muros calcáreos del pabellón A. Tardaron varios minutos en reducirlo con un tranquilizante.
Sus cuidadores aún no se explican cómo pudo desactivar los cierres de seguridad del recinto. Además, todavía no se ha determinado cómo apareció aquella garra afilada en su bolsillo, que algunos atribuyen a una hembra adulta de oso pardo. Los profundos arañazos de su espalda y sus aullidos siguen suscitando muchos interrogantes…