Alambique
[David Rodríguez Sánchez]
Tomó conciencia de que el sol estaba por ocultarse cuando comenzaron las acrobacias cotidianas en la piscina. Durante la estación cálida, poco después del amanecer y, simétricamente, alguna hora antes del ocaso, hordas de insectos minúsculos hacían aparición sobre la piscina del hotel. Naturalmente, Cándida no podía verlos, pero sabía que estaban ahí, a unos dos pisos de altura sobre la lámina de agua que le cubría hasta el cuello. Los delatores eran otros insectos de mayor rango, las libélulas.
«¡Joder! Es un milagro que aún existan estos bichos prehistóricos», pensó.
Para ellas era la hora del festín. Le fascinaba su vuelo sincopado, como chocando bruscamente contra objetos invisibles que les obligaran a modificar sus trayectorias, describiendo ángulos feroces cada pocos centímetros de desplazamiento. Por supuesto, tales obstáculos no existían. Los cambios de dirección venían determinados por la detección y persecución de cada nueva presa. Este frenesí vespertino le recordaba aquellas viejas máquinas de control numérico que había visto en algún documental, con sus siete cabezales sobrevolando planchas de acero a velocidades imposibles para el ojo humano, sin ningún orden aparente, pero con absoluta precisión; tallando y cortando trazo a trazo diseños secretos…
–¡Cándida! –escuchó a pesar de tener media cara sumergida–. «¿Cómo podía haber sido tan ingenua al pensar que le esperaría en el vestíbulo tal y como habían acordado?». Sin ganas, apartó la cabeza del bordillo y se alejó de él sumergiéndola hacia atrás para sacarla ya peinada. Salió del agua con sus escarpines de neopreno y levantó la mano con desgana para saludar a Hipodamos.
–¡Cándida! –gritó de nuevo sin necesidad–. Resultaba obvia la intención de que todos en la piscina le vieran con aquella mujer que emergía en bikini y calzado infantil.
–¡Cómo puedes estar bañándote tan tranquila cuando queda tan poco para la inauguración! Querida, si no te conociera diría que eres la única que no está emocionada –continuó Hip–. Llegaremos tarde al cóctel.
–Necesitaba un baño para relajarme antes del gran día –mintió mientras se ponía el albornoz.
–Claro, por supuesto… Cada uno tiene sus trucos cuando se trata del momento más importante de su carrera –contestó con una mezcla de sumisión a la belleza de su empleada y de condescendencia a lo que él creía falta de profesionalidad–. Vamos, apresúrate.
Mientras caminaban hacia los ascensores, al fondo del vestíbulo, Cándida empezó a sentirse incómoda. No sabía si por lo que estaba por suceder en su casa o por el malestar que le producía la posibilidad de rozar por accidente aquel suelo «impreso»; resultado de innumerables reciclajes de lo que originalmente habían sido materias primas. Se concentró en esto último como mal menor.
Le apenaba que muchos de aquellos antiguos materiales estuvieran casi extintos. Sólo había vuelto a sentir su tacto, su aroma y demás matices visitando los antiguos templos de culto que, dado su carácter supuestamente sagrado, habían sobrevivido a las grandes campañas de «mejora» que habían suplantado ya ciudades y pueblos en todo el planeta. Las leyes de optimización de recursos habían sido aprobadas hacía tan solo catorce años y ya habían arrasado buena parte de la historia de la arquitectura en pos de evitar los crecientes costes de mantenimiento de aquellos ineficientes materiales poco procesados o, directamente naturales, que tantos defectos tenían: la frágil piedra, el poroso y sucio hormigón, el tedioso ladrillo, la delicada madera…
Absorta en sus pensamientos, no se había percatado de que ya estaban en la planta treinta y cinco, frente a su apartamento. Abrió la puerta con impaciencia y se descalzó. «Por fin materiales de verdad», suspiró Cándida.
Hip se quedó paralizado ante lo que vio desde el umbral. Un espacio diáfano de suelo negro, hecho de pequeños fragmentos de madera de wengué africano, pizarra, mármol negro de Marquina y vidrios ahumados, entre otros, componiendo un collage de múltiples tonos y brillos que, en conjunto, provocaba una inquietante sensación de profundidad, y levedad. Las paredes se deshacían en retales de cortinas, tapices, linos, incluso alfombras, de tonos claros y distintos grados de transparencia que por superposición desdibujaban los límites del apartamento dificultando la comprensión del espacio por parte del invitado, que aún no había vuelto en sí ante semejante atrocidad.
–Acabo de mudarme a este agujero –volvió a mentir Cándida, «ultimamente no hago otra cosa»–. Aún no he podido imprimirlo como es debido, ya sabes que a efectos prácticos vivo en la oficina. Lo compré exclusivamente por las vistas. Te van a encantar.
–Eh… claro, sí…–balbuceó aún desconcertado.
Cándida era consciente del papel de juez que ejercía su apartamento en el desarrollo de sus planes. Se sentía insegura ante el inminente examen de su intimidad por parte de su jefe: el estilo del mobiliario, una fotografía de familia, los ejemplares de la biblioteca… Lo más nimio podía acabar con las metas ya casi consumadas. Las palabras de la anfitriona podían tergiversar su yo real, pero el hogar bien escrutado podía prevenir a Hip de sus intenciones.
Por otra parte él, como huésped, jamás aceptaría o sería aceptado por semejante anacronismo espacial. «Aquí vive mi empleada», pensó confuso. Su desconfianza iba en aumento. Aún así, la siguió a la terraza y entonces su semblante cambió. Allí estaba su legado en todo su esplendor. La visión de su ciudad 3dLux evaporó todas sus reticencias y se sintió más atraído hacia Cándida que nunca.
Permanecieron unos minutos en silencio admirando el panorama. Desde la altura, la nueva ampliación de la ciudad parecía una maqueta de escayola que un arquitecto hubiera sacado al jardín para fotografiar con luz natural. Los límites de la urbanización recortaban sin ninguna intención de integración lo que antes había sido la clásica transición natural: mar, playa, duna, arbusto, bosque. La ciudad había sido depositada sin dialogar con ninguna de estas fases, como una grosera manta de picnic desplegada de cualquier manera en la orilla de un río, con la vajilla y las viandas perfectamente ordenadas, eso sí.
–Es el final de un largo camino, querida –dijo Hip con orgullo–. No me cansaré de contarte cómo cuando apareció el hormigón armado, hace más de cien años, se abarataron drásticamente los procesos constructivos. Arena, cemento, grava, agua y acero; sólo con esos ingredientes podíamos construir cualquier forma. No te voy a negar que durante las primeras décadas no hubiera cierto caos –continuó con displicencia–. Muchos arquitectos dejaban volar su imaginación aduciendo crear un mundo mejor cuando en realidad no hacían más que obstaculizar el progreso que nos ha traído hasta aquí. Fueron necesarias toneladas de normativas para poder controlar aquellos desmanes producidos por los egos de unos individuos que se creían mejores que los demás, en lugar de confiar en la estandarización, la modulación y fabricación en serie, verdaderos pilares que ayudaron a reconstruir el continente en un tiempo récord.
Cándida asentía complacida del transcurrir de los acontecimientos, mirando en dirección a la nueva ciudad, aunque unos grados por encima de ésta, hacia el océano.
–Las posibilidades son infinitas –dijo ella dándole la razón.
–Muy al contrario, querida –continuó Hip–. Se acabó la carrera armamentística entre aquellos que burlan el espíritu de las normativas buscando las fisuras que les permitan expresar sus caprichos estéticos y nosotros, los que hemos luchado por el silencio, la repetición y la economía. Por fin todo edificio se regirá por estas máximas.
–Aquellas máquinas que ves trabajar sin descanso ya llevan de fábrica las instrucciones para imprimir los tipos de vivienda que están permitidos según la nueva legislación. La duración de las obras es cada vez menor, de hecho ya ha desaparecido el concepto «visita de obra». La contratación de operarios tiende a cero de forma inexorable. Los emplazamientos de difícil acceso ya no lo son gracias a las últimas generaciones de drones, capaces de situarse en unas coordenadas x, y, z cualesquiera del planeta y verter material según unos protocolos prestablecidos.
–No tienes que convencerme, Hip –dijo Cándida girándose para mirarle a los ojos–. Puedo ver tus ciudades impresas eficazmente circuladas en vez de paseadas, producidas para evitar la diferencia y la distracción en los ciudadanos. Sin ruidosos espacios públicos de trazado caprichoso donde relacionarse ocasional y banalmente, jugar o dedicarse a la contemplación; subterfugios para perder el tiempo y que solo suponen gasto.
–¿Ves la precisión de la coreografía que has creado? –continuó Cándida.
–¿A qué te refieres? –contestó Hip, cada vez más admirado de sus palabras.
–Observa tu ejército de impresoras urbanas reparando firmes, colocando farolas, acabando bordillos… Circulan de forma autónoma entre los coches, con sus propias reglas, ejecutándolas ciegamente mientras esquivan cualquier obstáculo a su paso, seguras y certeras; implacables. Admira tus drones puliendo fachadas, coronando cornisas, levantando edificios lámina a lámina hacia el cielo –continuó, mirando al infinito–. Me recuerda la perfección del funcionamiento de los servicios de pista en los aeropuertos, donde cientos de vehículos especializados se mueven entre los aviones como un enjambre perfectamente sincronizado: coches escalera, remolcadores planos, trenes portamaletas, autobuses sin conductor, cápsulas de transporte VIP… Todos circulando en armonía y con un único cometido, servir a la especificidad de su diseño en el menor tiempo posible.
–¡Eso es, Cándida! Sinceramente, tenía mis dudas respecto a tu fe en el proyecto. Aunque, ahora… ¿Te gustaría estar a mi lado mañana en el discurso de inauguración? Creo que me serías de gran ayuda y desde luego sería un gran paso para tu futuro en la compañía.
–Siempre que puedo salgo a esta terraza para ver el desarrollo de la impresión –continuó ensimismada– y pienso en la clase de adultos en que se convertirán los niños que crezcan aquí. Suelos, muros, el escaso mobiliario urbano, colmenas y más colmenas, unos pocos árboles artificiales; todos ellos hijos de la misma sustancia.
Hip tampoco le prestaba atención. Su bien alimentado ego había llegado a tal punto que se precipitó a coger la mano de Cándida, acercar su cara a la de ella y… comenzó a encogerse, a luchar por introducir aire en sus pulmones, a comprimirse en el suelo en posición fetal, congestionado y confuso. Apenas alcanzó a escuchar: «Aún no he terminado de hablar, querido». Ese «querido» le humilló más que el dolor insoportable en su golpeada entrepierna.
–Como iba diciendo –prosiguió impasible mientras buscaba la cinta americana entre los maceteros de la terraza–, a pesar de la sofisticación de las impresoras urbanas y la especificidad de sus cartuchos –el aislante-impermeabilizante, el fotosensible, el bioluminiscente, el cartucho captador, el estructural–, el resultado final es una masa alienante de colores crema anodinos y formas blandas estratificadas. Todo está hecho de moco, sofisticado, pero moco al fin y al cabo.
–¿En qué ambiente van a crecer? –retomó mientras le amarraba de pies y manos a la barandilla–. Sin lugar para la sorpresa ni el experimento, sin poder descubrir que cada cosa, viva o inerte, tiene una identidad y una intención que son su razón de ser. Niños desprovistos del derecho al aprendizaje en la riqueza de la variedad, la diferencia y la contradicción.
–Voy a reventar tu ciudad, querido–. Le amordazó.
En ese momento, un pequeño y primitivo dron se posó suavemente entre Hip y ella. Cándida lo miró con dulzura, lo acarició y presionó en él un botón de aluminio. El dron se elevó verticalmente y voló en dirección al mar. «Buena suerte, Alambique».
No se veía el sol cuando Cándida abrió la cancela y entró en la ciudad en obras, tan sólo, su último fulgor antes de la oscuridad. Vio cómo las impresoras empezaban a concentrarse en el distrito 2 comportándose de modo inusual. Ya no se dedicaban a verter moco sin más, sus protocolos habían sido modificados. Grandes mangueras se estaban pegando a los muros succionando y descomponiéndolos en sus materias primas originales, como gusanos de seda recortando y tragando poco a poco jugosas hojas de morera mientras otras máquinas empezaban a recoger los nuevos materiales.
Subió por las escaleras del edificio que había servido como piloto para mostrar la promoción. Llegó a la décima planta, entró en una de las viviendas y se sentó mirando hacia el mar. Abrió la ventana corredera estirando el brazo sin levantarse y Alambique entró para posarse a su lado tras haber cumplido su misión.
Ante sus ojos apareció un frenesí transformador que le hizo olvidarse de las consecuencias de los actos que estaba llevando a cabo. Todos los elementos de los edificios y de las propias calles de la ciudad estaban siendo absorbidos velozmente por las máquinas y sustituidos por otros de una naturaleza totalmente distinta. Los muros de las construcciones que estaban ordenados paralelamente entre sí eran devorados y sustituidos por otros dispuestos en ángulos aparentemente caóticos y de composición diferente a la del insulso moco. Recordaban a los del piso de Cándida, hechos de pequeños fragmentos compuestos del polvo de lo que habían sido materiales naturales.
Los nuevos edificios de diseño no ortogonal empezaron a interactuar con sus vecinos gracias a sus acabados reflectantes. Las máquinas deshacían muros y pisos enteros permitiendo la aparición de vistas hacia el mar y el bosque, que no se habían contemplado en el proyecto original. Todo se estaba descomponiendo y reconstruyendo entre destellos de nuevas relaciones espaciales. Podía ver los fogonazos aleatorios sucediéndose por toda la ciudad que revelaban nuevos lugares protegidos por edificios de profundidad material insondable mezclados con otros cuyas fachadas iluminaban las aceras o que albergaban grandes huecos que permitían al observador bien alineado ver a través de cuatro manzanas el viejo castillo en la colina. Los límites de la ciudad se disolvían para permitir la entrada del bosque en sus calles y viceversa.
Pasaban las horas y Cándida seguía observando silenciosa desde el salón, que a su vez estaba desmaterializándose y recibiendo los estímulos luminosos del exterior creando una visión inolvidable y fantasmagórica a la vez. Luchaba por no llorar ante semejante demostración de vida programada. Era incapaz de fijar su mirada en un punto concreto. Cuando no pudo contenerlas más, las lágrimas en sus ojos empezaron a convertir el espectáculo en un sueño aún más irreal, borroso pero brutalmente bello.
Ni por un instante pensó en Hip, inmovilizado y amordazado con las piernas colgando de la terraza y sin entender qué significaban aquella especie de fuegos artificiales que sobrevolaban su querida obra y de los no había sido notificado.
Las mangueras reptaban por la vivienda piloto. Las sombras arrojadas por la bioluminiscencia de los árboles de los nuevos parques recorrían sin freno muros, techos y muebles del salón, la violencia con que éstas estallaban en fragmentos para volver a recomponerse y la sutileza de sus numerosas refracciones llevaban a Cándida del pánico al éxtasis sin transición, acercándole a la locura con cada nueva desintegración. El espectáculo desbordaba todo lo que había imaginado durante la preparación de su plan cuando, felizmente, los primeros fulgores del amanecer se unieron al final de la sinfonía. Se puso en pie sonriendo.
–Gran trabajo, Al –le dijo a su amigo dron–. Mi pequeño director de orquesta... ¡Mira! –le avisó olvidando que sólo era una máquina–. Una libélula. Es la hora. Volvió a activar a Al y éste partió de nuevo a sobrevolar la ciudad.
A los pocos minutos Cándida observó cómo todas las máquinas, incluso las aéreas, empezaban a reunirse en lo que era lo más parecido a una plaza mayor en la ciudad. Eran cientos y al menos pudo distinguir quince tipos diferentes. «Es la hora de la inmolación», pensó.
Las impresoras comenzaron a reciclarse a sí mismas y a cualquier cosa que cayera en su camino con una furia casi humana, transformando la plaza en una auténtica batalla campal. Los drones se atacaban volando en confusas espirales ascendentes de mangueras, cables y brillos metálicos, como aves mitológicas luchando por el territorio. Aquí y allá podían verse explosiones de géiseres de moco en descomposición mezclándose con la metralla de las impresoras suicidas. Pronto no se vio más que una gran cúpula deforme, hecha de polvo y destellos, que envolvía un enjambre enloquecido.
Una hora más tarde, Cándida salió del edificio y se dirigió a la plaza de su Armagedón particular. Al asomarse el sol, vio que no quedaban ni la mitad de las máquinas que originalmente habían trabajado sin descanso en la ciudad. Y muchas de ellas, ya mutiladas, se arrastraban en patéticos intentos por reciclar a sus oponentes. La primera luz rasante las iluminaba en la plaza, que ya no lo era. En su lugar había surgido un paisaje lunar a base de pequeñas colinas, cráteres y muros inclinados, entre espejados y transparentes, que reflejaban las calles aledañas e incluso partes del bosque circundante, introduciendo una vida y un colorido desconcertantes.
Paseó descalza, con sonrisa infantil, descubriendo la nueva ciudad de camino al mar, pasando su mano por las paredes para sentir sus texturas, observando las refracciones cambiantes que éstas le ofrecían ya mezcladas con el entorno. No quedaba un solo centímetro cuadrado de edificio que no hubiera sido modificado y no tuviera ahora personalidad y función propias. Caminaba al azar sorprendiéndose en cada esquina, admirando cada detalle. Era como visitar una de esas viejas ciudades medievales, en apariencia caóticas, que habían crecido con naturalidad durante siglos, albergando espacios y edificios de identidad y función propias, acordes a las necesidades y tecnologías de cada época.
En su deambular encontró a Alambique suspendido sobre un pequeño estanque fruto de la guerra artificial que habían provocado entre ambos. Algunas libélulas ya lo sobrevolaban, como si éste hubiera sido siempre su hogar. Cándida supo entonces que su trabajo había concluido. Era consciente de que su esfuerzo de meses de planificación y programación sería anulado en pocos días gracias al inmenso y absurdo poder de la empresa de impresión civil. Los invitados a la inauguración y muchos más verían el resultado de su pequeña rebelión, sin embargo sabía con seguridad que no iba a despertar las conciencias necesarias. Y no le preocupaba. Sólo quería alargar su sueño, pasear unos minutos más con Al antes de emprender la huida.