La máquina de los deseos

La máquina de los deseos

[Silvia Zuleta Romano]

Llegué a la oficina a la hora de siempre. Un espacio cubierto de moqueta silenciosa me rodeó por los cuatro costados.

La luz blanca era constante. Plana. Artificial. En especial, para empalidecer los rostros que caían en su implacable yugo.

Yo me encontraba en el estado en el que suelo estar por las mañanas: un maridaje perfecto entre mala hostia y debilidad. Las primeras horas del día me resultaban puñeteras y antinaturales.

Varias premisas ya se habían cumplido. Vivíamos en una sociedad vigilada.

Todo sucedió paulatinamente. Cuando nací, todavía era posible tener secretos, copiarse en un examen y tener un amante. Eran tiempos divertidos. Podíamos mentir y crear historias irreales. Decir que habías estado con la chica más guapa. Que eras el mejor de tu clase. O que tu padre tenía un Porsche.

Pero todo cambió. Paulatina e incansablemente, hasta situarnos en la realidad actual que nos toca vivir. Lo ilustraré brevemente.

Me llamo Mario. Enciendo el ordenador. La pantalla brillante y atenta me devuelve todo lo que necesito saber. Dentro de ese pequeño aparato está contenida toda mi diminuta vida. Mis clases en la facultad. Los polvos que echo en la semana y mis preferencias políticas. Todo queda registrado en ese artefacto.

Aquel día era espantosamente húmedo. Mi camisa sintética se pegaba a mi abdomen y desprendía un ligero olor dulzón que me producía repugnancia. Ni el desodorante más eficaz podía luchar contra la humedad del ambiente, el calor de las prisas y el material plástico de aquella prenda.

No tuve que decir nada ni actuar. La pantalla lo sabía. Espantosamente cierto era que tenía que ir al baño. Un rugido salió de mis entrañas como si mil leones estuvieran peleándose dentro de un lavarropas.

No dije nada. Ni siquiera respiré. Pero ella lo sabía. No era mi madre. Ni mi mujer ni mi hermana.

Era ella. La maldita pantalla incandescente.

No tuve tiempo ni siquiera de prever algún detalle. Apagar el ordenador. Minimizar las ventanas abiertas. En definitiva, esconder aunque sea superficialmente lo que consideraba la intimidad de mi hogar.

Dirás que exagero. Que no puedo comparar a mi hogar con un ordenador, pero es así como funcionan las cosas y este pequeño aparato silencioso lo sabe todo. Sin decir una palabra, me conoce más que mi madre. Mejor que mi hermana.

Tuve que correr al baño. Por suerte, estaba cerca. Un pequeño cubículo destinado a las miserias humanas de todo pelaje.

Mientras tanto, algo había pasado. O mejor dicho, alguien, apresurado, sudoroso y masculino se sentó en mi ordenador. No hubo tiempo ni siquiera a que hibernara esa pantalla vergonzante, ese pequeño cuadrado que contenía mi mundo, que adivinaba mis pensamientos y se adelantaba a mis deseos más banales y profundos.

Ese día lo vi claro. Abrí la puerta del baño para salir. Mi situación era desastrosa. La comida del día anterior me había caído muy mal. Las mezclas. Las proteínas. La maldita comida étnica o ese afán que tenemos por la globalización gastronómica. Todo había conspirado contra mis entrañas, contra mi maltratada faringe y todo mi ser.

En efecto, mi estancia en el baño se tradujo en un festival siniestro con telonero y varios bis. Devolví alimento por todos los orificios posibles de mi cuerpo de forma cansadora y vergonzante.

Siempre me he considerado una persona elegante pero al salir del baño me había transformado en un residuo humano.

Más grave fue ver a mi colega de trabajo sentado en mi pantalla. ¡Qué importaba qué estuviera haciendo! Lo esencial era que estaba usando mi ordenador por alguna urgente razón.

Sentí que entraba el invasor con toda la caballería a mi casa sin llamar, sentándose en el sofá y apoyando sus asquerosos pies chuecos en mi hermosa mesa ratona. Me tildarán de desequilibrado, pero el fisgoneo enerva mis nervios y amarga mi carácter.

Solo medió un minuto entre que lo vi y sentí la necesidad de pasar a la acción. ¿Dialogar? ¿Pasar al plano físico? O simplemente apartarlo de mi vista.

Hay un impulso primario que trasciende las palabras. ¿Por qué no quise dialogar? Comunicarse es un esfuerzo de la razón, de la espera, del raciocinio. Yo no tenía ganas de pensar ni de que la mente diera paso a la razón. Opté por quedarme en el atrayente y riesgoso universo del impulso. De las ganas sin reflexión.

El mundo avanza muy rápido. Y ya he dicho que hay alguien que lo ve y lo sabe todo de nosotros incluso antes de que pueda formularlo con mi pegajosa lengua veraniega.

Es la pantalla, pero es alguien más que está detrás y que algunos creen que es humano. Yo no lo tengo claro. No sé si es un Dios, una máquina o un verdulero. Solo sé que algo o alguien es capaz de saber cuándo tengo acidez o si me he comprado un taladro en Bravo Murillo.

La impresora 3D hizo el resto. Un hermoso aparato que habían traído semanas atrás se había transformado en el chiche nuevo de la empresa. Un recurso laboral que pronto se transformó en el capricho de todos. Las chicas más cursis la usaban en sus tiempos libres para hacerse anillos y pulseras de dudoso gusto. El anciano director, un señor muy alto de ojos saltones y alargado rostro poblado de arrugas, se había fabricado unos magníficos mondadientes de un extraño material y yo había tenido muchas ideas que intentaba reprimir para que no se materializaran.

Estábamos llegando a un punto en el que el lapso del tiempo entre el deseo y la realidad se había reducido drásticamente hasta el punto de casi desaparecer. Todo gracias a las ocurrencias de un par de iluminados.

Solo bastaba con pensar y desear con ahínco algo para que aquella fantástica, perfecta y endemoniada máquina llevara a cabo los deseos de sus pensantes. Estábamos llegando al final de la sociedad del progreso. La búsqueda del avance era cosa del pasado. Éramos capaces de cumplir todos nuestros deseos materiales sin los impedimentos dinerarios que tanto amargaron a generaciones de economistas y consumidores. La sociedad de la abundancia había llegado por fin. Por lo menos a los trabajadores de nuestro despacho.

Al principio, era divertido constatar lo que la mente era capaz de desear. Y nos reíamos de las ocurrencias de los comerciales de la empresa de imprimir prótesis dentales o cámaras de fotos con la misma ligereza.

Yo me esforzaba por no desear nada para evitar que la impresora cumpliera mis efímeras expectativas. No es que fuera un masoquista, pero la exposición de mis ansias a mis colegas me atormentaba terriblemente.

Con el tiempo, casi todos empezamos a sentir lo mismo. La risa y el desparpajo dio paso a la incomodidad. La vergüenza. Y por último, la angustia. Por ejemplo, el asistente del director, el del mondadientes, no pudo soportar el oprobio de ver que, mientras todos trabajaban silenciosamente frente a sus pantallas, él se fabricaba en la magnífica impresora 3D unas estupendas gafas de sol para su escapada a la costa dorada. No había ni siquiera que pensar en el material: se adaptaba casi perfectamente a las necesidades de su creador. Yo constaté que la calidad de esas gafas no era óptima pero, definitivamente, no tenían nada que envidiarle a unas Ray Ban. En el caso del mondadientes, el director se mostró más que conforme, como pudimos atestiguar por su amplia sonrisa. Era posible arrastrar de forma rápida y eficiente los restos de chorizo de sus molares.

Este era el escenario en un principio. Contar con un aparato capaz de cumplir tus deseos era maravilloso o, a lo sumo, podía ser vergonzoso pero con el tiempo dejó de ser algo divertido. No cualquiera podía hacer un uso responsable de esta máquina y, conforme avanzó la tecnología, la barrera económica fue desapareciendo. La impresora 3D estaba al alcance de cualquiera que ahorrara un par de meses.

Una vez superado este obstáculo, la única manera de restringir su uso fue a través de mecanismos legales. Llegó la regulación. La burocracia. Y, en definitiva, la exclusión. Solo unos pocos eran capaces de disfrutar de este artefacto.

Los trabajadores de esta oficina, por razones que desconozco, éramos unos privilegiados. El anciano director tenía sus caprichos. El beneficio económico ya no estaba entre sus prioridades sino trabajar de forma tranquila y con una eficiencia media baja. ¿Quién quiere ser productivo? Solo los gurús de la escasez debían pensar en esas patrañas.

Pero volvamos a mi situación a la salida del baño. Aquel minuto fue crucial y no lo pude evitar.

No me sirvió el Valium que tomaba todos los días para aplacar mis deseos y evitar que nadie los adivinara. El médico de empresa nos suministraba medicamentos que aplacaban la voluntad. Al principio, nos pareció horroroso cuando el fabricante lo sugirió pero, con el tiempo, todos nosotros acabamos necesitando algunos fármacos para sobrellevar el día a día. La abundancia tenía su precio.

La impresora 3D se puso en movimiento. Como lo hacen la mayoría de las impresoras cuando se preparan para trabajar.

Pánico. Aquel aparato era hermoso. Colorido. Funcional. Casi silencioso. Y con un murmullo de modernidad que lo hacía parecer imprescindible en nuestras pequeñas vidas cotidianas, se dispuso a cumplir mis oscuros deseos.

Ya he contado que estaba en un estado físico calamitoso. Cualquiera que haya padecido este tipo de trastornos físicos sabe de lo que hablo. De lo escasamente humano que uno se siente. Del descenso a los infiernos que significa ser preso de las limitaciones del cuerpo humano. Débil. Pequeño. Obtuso.

Pero no solo mi cuerpo estaba debidamente perjudicado. Mi ropa también había sufrido percances. En especial mis prendas interiores. Solo me bastó sentir el insoportable picor en la ingle que aquel trozo de tejido íntimo me provocaba para que me invadiera un fuerte y vergonzante deseo de vestir un calzón nuevo.

Necesitaba con todas mis ansias un calzoncillo limpio. Blanco. Suave. Amplio. Soñaba con el algodón. Con la sencillez de aquella prenda pequeña y funcional que en aquel momento se me hizo inmensa. Fue inevitable. Un paraíso textil inundó mi mente.

La impresora murmuró. Y solo bastaron cinco minutos.

Silencio corto. Y puesta en marcha otra vez.

En otros cinco tenía la pistola. Y sí. Era mía. O mejor dicho, aquel artefacto también fue producto de mi deseo. Y el intruso en mi ordenador fue la causa. La causa de que quisiera hacerle daño. Pegarle. Quitarlo de mi silla. De mi vida. De mi diminuta existencia.

Nos miramos a los ojos. Él, sentado. Con sus inconfundibles pantalones de pinzas. Su chomba Lacoste versión hípster y aquella barba oscura y recortada. Un elegante intruso en mi existencia. Y frente a él estaba yo, de pie, pensando si debía ir corriendo a la impresora para evitar mostrar que estaba urgentemente necesitado de un calzoncillo limpio e impelido urgentemente a asesinar a mi colega.

Inquietud.

No fue necesario correr. Era tarde. Es lo que tiene compartir impresora 3D. Es lo que tiene tener la mente conectada a ese aparato. Como un Wifi invisible y eterno que no se puede apagar. Los colegas se miraron unos a otros. Interrogantes. Curiosos.

Hurgaron rápidamente en sus bolsos. Nerviosos.

El hecho de que aquel aparato se pusiera en movimiento después de un tiempo asombró a algunos. Estaba claro que alguien había perdido el control. Había deseado por encima de sus posibilidades. O había olvidado tomar su dosis de Valium diaria.

Yo sentí alivio. Evidentemente no pensaba usar la pistola. Solo deseaba que aquel intruso desapareciera de mi vida. Es decir, de aquella pantalla amiga.

Es lo que pasaba a menudo en este capitalismo. Los deseos se abandonaban rápidamente. Y los objetos también.

Se levantó digno y diligente el invasor. Con su pelo elegante y compacto. Ordenado y brillante. Se acercó a la impresora que se había puesto una vez más en movimiento.

Estuvo una hora funcionando. Sin parar. Repetitivamente.

Pastillas. Y más pastillas. Esta vez yo no era responsable. O no era el único responsable.

Solo paró cuando el intruso, serio y obstinado, tiró del cable que lo conectaba a la corriente eléctrica. Sus diminutas lucecitas de colores se apagaron.

Me senté en mi ordenador pensativo. Aliviado del fin del artefacto. Un cúmulo de diversos objetos se acumulaban alrededor. Nuevos. Funcionales. Inútiles.

El anciano director salió de su despacho. Y con voz baja preguntó:

–¿Qué es todo esto?

–Una montaña de deseos convertida en desechos –pensé para mis adentros.

Me fui a mi casa cantando bajito. Tomé el primer tren que me alejó de la ciudad. Una vieja melodía infantil, tonta y repetitiva, se apoderó de mi mente.

Y en mi radio de acción ningún artefacto. Solo percibí el pasto verde y la madera de los árboles.

Me senté en el suelo y saqué mi bloc de notas. Solo quería eso. Un trozo de celulosa. Un lápiz y la inmensidad del cielo.

Testigo perfecto de mis aventuras.

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