1-La pistola
[Alberto Torre Pérez]
Eran las dos de la madrugada cuando oyeron los disparos. Mark y los niños vieron a un hombre armado huir calle abajo perseguido por un coche patrulla e, instintivamente, se acercaron al callejón de donde había salido.
Rick, el más pequeño de los cuatro, se quedó vigilando la entrada mientras los demás hacían sus tareas. Los gemelos Lucas y James empezaron a revisar todos los rincones. Mientras tanto, Mark, el cabecilla del grupo, se agachó junto al cadáver para registrarlo, moviendo el cuerpo de un lado a otro sin ningún miramiento.
Encontró un tarjetero, varios billetes, una cadena de oro, un anillo y un reloj.
Miraba ya en derredor por si se había caído algo cuando Lucas le llamó:
—Mira Mark, aquí hay algo —tenía la mano metida entre dos grandes cajas de madera—, pero no llego, necesito un palo.
Su hermano James le acercó una barra oxidada y Mark echó un vistazo por el hueco.
—Es brillante, ¿qué es? —dijo.
—Ahora lo sabremos.
Varios minutos más tarde salían del callejón fijando su mirada en cada uno de los coches aparcados.
Rick canturreaba y daba saltitos de felicidad. Nunca había tenido un coche y observaba con entusiasmo las llaves que acababan de encontrar. De todos los que había estacionados, ¿cuál sería el suyo?
Probaron con todos los de esa calle y continuaron en las calles adyacentes, dando vueltas a la manzana, escondiéndose cada vez que aparecía un coche de policía. Quedaban dos vehículos por comprobar a la derecha y Rick tenía claras sus preferencias. «Que sea el camión, que sea el camión…», repetía mentalmente con los dedos cruzados. Cuando Mark giró la llave y la puerta se abrió, el pequeño estalló de júbilo:
—¡Sííííííí! —gritó—. ¡Me encantan los camiones!
—Calla idiota, que nos pueden oír —le abroncó James—. Vamos dentro.
Los niños empezaron a toquetear y registrar la cabina, pisando los asientos con sus sucios pies descalzos. Pero cuando Mark vio a lo lejos las luces de una sirena les llamó la atención. Sería mejor revisarlo todo lejos de allí.
Arrancó el camión y condujo hasta una de las granjas que había en el extrarradio, cerca de las chabolas en las que vivían.
Nada más aparcar se desató la locura. Abrieron todos los compartimentos, tirando los papeles y gritando cada vez que encontraban algún objeto de valor. Pero fue Lucas el que consiguió atraer la atención de todos. Pulsando un botón había descubierto una arañada ventanilla que comunicaba con el cajón trasero. Los cuatro se bajaron corriendo.
—Seguro que está lleno de muebles —dijo Lucas pasando la mano por el camión.
—O de chucherías —sugirió el pequeño Nick.
—¿Y si está lleno de lingotes de oro? —susurró James con los ojos como platos.
Un agradable nerviosismo recorría los cuerpos de la infantil banda. Entre todos abrieron las puertas y observaron su contenido en silencio, sin saber cómo reaccionar.
El interior del camión estaba compuesto por un escritorio de madera noble sobre el que descansaba un ordenador, dos palés con más de cincuenta cajas cada uno y varias máquinas que parecían sacadas de alguna película del futuro.
James, disgustado, pegó una patada al escritorio y el ordenador se encendió.
En la pantalla apareció una pregunta: «¿Qué desea hacer?», seguida de varias sugerencias.
—Dale a escáner —dijo Mark—. Vamos a verle los huesos a este enano.
Cogió de la mesa un aparato que recordaba a los lectores de códigos de barras de los supermercados y apuntó a Nick.
—Por favor, no se mueva —dijo el ordenador con voz robótica.
Nick puso las manos a los lados y se quedó quieto como una estatua. Poco a poco, fueron apareciendo en la pantalla las partes del cuerpo por las que Mark pasaba el escáner.
—Aquí dice que para ver el resultado tienes que acabar de escanearle, solo faltan la cara y los pies —leyó Lucas en la pantalla.
—A ver… —dijo Nick al acabar, acercándose al ordenador.
En ese mismo instante volvió a sonar la voz robótica.
—Iniciando impresión.
La máquina futurista que descansaba a su derecha comenzó a pitar asustando a los niños, que se alejaron un par de pasos. Al instante, un brazo mecánico se desplazó por unos raíles en su interior, sin hacer apenas ruido. El proceso duró solo unos segundos.
—Impresión finalizada —concluyó la voz.
Se acercaron para ver qué era lo que había impreso y descubrieron sorprendidos una estatuilla. ¡Era una copia exacta de Nick!
—¡Ahora yo!
—¡No! ¡Voy yo primero!
—Ninguno de los dos —dijo Mark empujando a los gemelos—, me toca a mí que soy el mayor. Y el más fuerte. ¡Nick, escanéame!
Los gemelos estaban sentados en el suelo, aburridos, esperando a que Mark acabase de posar. Había impreso ya cuatro estatuillas en distintas posturas cuando Lucas se levantó de un salto.
—Tengo una idea —dijo mientras arrastraba el ratón por la pantalla—. Enano, eres el único que lleva zapatillas, déjame una, ¡rápido!
Nick se descalzó y vio cómo Lucas escaneaba su zapatilla. Volvieron a escuchar la voz robótica y esta vez se accionó otra máquina distinta. Al instante, tenía en su mano una copia exacta de su zapatilla. Con otros colores pero con los mismos agujeros y desconchones, aunque un poco más rígida.
—¿Qué te parece? —preguntó Lucas sonriendo.
—Estaría mejor más blandita, y sin agujeros… —dijo el pequeño metiendo el dedo por uno de ellos.
—Seguro que podemos solucionarlo.
Varios minutos más tarde habían conseguido editar su zapatilla, hacer una copia reflejo para el otro pie, aumentarlas de tamaño y diseñarlas a su gusto. Hasta se habían hecho plantillas. Probaron a escanear camisetas pero, tras muchos intentos, no lograron disminuir su rigidez.
Cuando el ordenador pidió cargar los cartuchos de impresión descubrieron que las cajas de los palés estaban llenas de bobinas de todos los colores. Recargaron los cartuchos y siguieron probando toda la noche las impresoras 3D. Se hicieron gorras, copias de juguetes en las que los botones y ruedas funcionaban igual que en los originales, cuatro monopatines y zapatos para sus abuelos.
De madrugada acordaron no revelar el secreto a nadie y decidieron que lo mejor sería aparcar el camión en la ciudad, en una zona tranquila y lejos de donde ellos vivían.
Ya en la ciudad, Mark estaba tan contento que prometió que les llevaría a casa en taxi.
Pararon al primero que pasó a su lado y, antes de abrir, el taxista bajó un poco la ventanilla.
—¿Tenéis dinero? —preguntó.
Mark enseño varios billetes y subieron.
—Decidme destino, chicos —dijo, y Mark contestó apuntando con una pistola a su cabeza.
Los niños dejaron de reírse y se quedaron callados. De vez en cuando hablaban para decirle al taxista que se saltase semáforos y señales. Cada vez que dudaba o abría la boca, Mark apoyaba la pistola en su sien.
Cuando el taxi paró cerca de su barrio, el mayor dijo a los niños:
—¿Qué se dice chicos?
—¡Gracias pringado! —respondieron al unísono.
—Gracias, señor —dijo Mark con una reverencia. Y apretó el gatillo empapando de agua al conductor.
Salieron corriendo entre risas y se despidieron para dormir un rato. Pero Mark, tumbado en el colchón de su chabola, no lograba conciliar el sueño. Una idea daba vueltas en su cabeza. Una idea peligrosa. Pero, bien planteada, podría ser un buen negocio.
Pasaron varios días vendiendo todo tipo de impresiones 3D a la gente. Fabricaban pulseras, cascos, sillas… La mayoría de las ideas surgían de los gemelos, pero la mejor de todas fue cuando consiguieron hacer bicicletas.
Habían encontrado una mina de oro, mucho mejor que pedir limosna o robar en la calle, por lo que decidieron destinar parte del dinero a comprar bobinas de colores. No podían permitir que se fastidiase el negocio por falta de recursos.
Todos los días, Mark acudía a una sala de ordenadores. Buscaba en Internet nuevas ideas y planos de objetos. Lo que no les dijo a los demás es que también buscaba un plano en particular. Y, el día que lo encontró, convocó a la cuadrilla para darles la noticia. Aparcaron en un descampado y Mark metió el plano en la base de datos del ordenador.
—Paciencia, chicos —dijo, tratando de calmar a sus curiosos amigos—. Ya casi está.
La impresora pitó y todos la rodearon impacientes.
—¿Qué os parece? —preguntó.
—¿Para qué quieres una pistola de agua? —dijo inocentemente Nick.
—No es de agua, enano —dijo soltando el cargador de colores—, es una pistola de verdad.
—Estás loco, Mark —dijo Lucas preocupado—, ¿para qué quieres una pistola?
—Con la de agua nos iba bien, esto es ya otra historia —añadió James—. Es peligroso.
—Pensadlo, las bicicletas dan dinero, pero una pistola…
Comenzaron a discutir y Mark se negaba a escucharles, empujándoles contra las paredes cada vez que querían quitarle la pistola. El pequeño Nick se escondió en un rincón sin parar de llorar y gritar.
Mark se acercó para calmarle, tratando de convencerle, pero la respuesta que le dio el niño le hizo replantearse el plan.
—Yo… no, no quiero hacer eso…sniff… si todos tienen pistola… —sollozaba mientras se frotaba los ojos—. Cualquiera podría quitarnos mi camión… cualquiera podría hacernos daño…
Mark no había pensado en eso. Podrían quedarse sin nada.
Arrepentido, pidió disculpas a sus amigos y besó en la cabeza a Nick.
—De acuerdo, pero esta me la quedaré, para que nadie pueda hacernos daño. Además, quiero probarla —dijo sacando un par de balas del bolsillo.
Nadie le dijo nada. Habían conseguido sacarle de la cabeza su alocado plan inicial, ya intentarían más tarde que se deshiciese de la pistola.
Salieron al descampado y Mark colocó una botella en el suelo, se alejó unos pasos y apuntó.
—Decidle adiós a la botella —dijo, y Nick se tapó los oídos.
Apretó el gatillo, pero no salió ninguna bala. La pistola explotó violentamente, salpicando el suelo con un amasijo de sangre y carne.
—¡Mi mano! ¡Mi mano! —gritó retorciéndose en el suelo.
Los gemelos corrieron hacia él, intentando tapar la mano para que Nick no viese la grotesca escena. Mandaron al pequeño al asiento del copiloto y entre los dos llevaron a Mark a la parte trasera del camión. James se quedó atrás intentando taponar el agujero de la mano mientras Lucas conducía bruscamente hacia el hospital. A su lado, Nick temblaba en silencio, con la mirada perdida. No tardaron mucho en llegar y, cuando desapareció en una camilla rodeado por una nube de enfermeros, llenaron la acera de lágrimas.
Dos días más tarde, Mark despertó en una habitación blanca. Tenía la mano vendada y estaba mareado. Miró a su derecha y vio a los gemelos dormidos en el sofá. Una mano le acarició la cabeza y se giró. Era Nick. Tenía cara de sueño y los ojos rojos de haber estado llorando. Se subió a la cama sin decir nada y se tumbó junto a él, abrazándole por la cintura y quedándose dormido al instante.
—Es un niño maravilloso —dijo una voz desde la puerta.
«Doctor Rosseaux, impresólogo orgánico», indicaba su placa. Se acercó a la cama sonriendo. Cojeaba ligeramente del pie derecho.
Le pidió que levantase el brazo y comenzó a retirar la venda. Mark no podía creerse lo que estaba viendo. Abría y cerraba los dedos de la mano, de una mano que días atrás solo tenía un dedo y un enorme agujero en el centro. Era imposible.
—¿Co…co…cómo…?
—Increíble, ¿verdad? —dijo el doctor—. Yo me dedico a lo mismo que vosotros. Imprimo cosas y, en mi caso, mi especialidad son órganos humanos.
—¿Cómo… es posible? Y… —dejó de examinarse la mano y miró al doctor seriamente, lanzándole una pregunta teñida de amenaza—. ¿Cómo lo sabe?
El doctor señaló con la cabeza al pequeño Nick.
—Me lo contó todo. No se ha separado de ti. Te quiere mucho, ¿lo sabes? —Mark le acarició los mofletes y asintió con la cabeza— No te preocupes, vuestro secreto está a salvo conmigo. Solo te pido una cosa.
—¿Qué quieres? —preguntó Mark con dureza.
—Hace años tuve también un accidente. En la guerra —dijo con voz suave y se dio un golpe en la pierna produciendo un sonido metálico—, pisé una mina y desde entonces llevo una prótesis. La pólvora puede derribar montañas y unir ciudades o puede matar personas. Podemos romper el núcleo del átomo para producir energía o para fabricar bombas nucleares. Lo mismo sucede ahora con las impresoras 3D.
—No entiendo que...
—Lo que quiero decir es que tú decides qué hacer con vuestro camión. Está en tus manos alimentar el caos y la violencia en esta, ya de por sí, insegura ciudad o —y señaló a Nick— ayudar a la gente, hacer del mundo un lugar más seguro para niños como él. Yo también procedo de los suburbios y he hecho cosas de las que no estoy orgulloso. Por eso no he llamado a la policía, porque confío en Nick, James y Lucas, tengo esperanza en ellos. Pero los dos sabemos que harán lo que tú les pidas. Y quiero creer en ti. Por el pequeño Nick.
Al día siguiente se despidieron del doctor Rosseaux y Mark le dio un fuerte apretón con su mano completa. El chico tenía muy claro lo que debía hacer. Cascos para los obreros, tejados para las casas, mesas, sillas de ruedas… Tenían mucho trabajo por delante.