Crónica necesaria

Crónica necesaria

[Patricia Collazo Gonzalez]

Cada vez se hacía más complicada la reproducción. La población envejecía a un ritmo alarmante. Los jóvenes emigraban fuera del sistema. Las parejas que se decidían a tener hijos solían fracasar. La evolución de la especie había hecho que se fuera adaptando a su entorno, a su realidad. Y ese entorno había enaltecido y fomentado durante largo tiempo la ley del menor esfuerzo, de la comodidad, del recibirlo todo listo para usar, de la pereza. Daba pereza tener hijos porque eso conllevaba responsabilidades, ataba una libertad a la que no se deseaba renunciar. Desviaba el foco del propio ser. Y cuando se lleva una vida dedicada a mirarse y admirarse el propio ombligo, no se encuentra admisible dejar de ser el centro del mundo. Sucesivas generaciones de obligocéntricos habían ido forjando los matices del cambio en los genes. De ese abandono en que se habían sumido las células reproductoras, el impulso de la vida, de la naturaleza abriéndose paso.

Eso que se había conocido como el reloj biológico, el instinto, la necesidad de perpetuarse, se había ido diluyendo en los cromosomas, en el ADN que evolucionando había ido involucionando hacia la autodestrucción.

Los primeros científicos que alertaron sobre este fenómeno fueron calificados de locos y sus teorías y vaticinios desechados, en primer lugar por la propia comunidad científica y luego por la humanidad en general.

Hizo falta que pasaran muchos años y que las evidencias resultaran irrefutables para que aquellas oscuras previsiones (que habían sido calificadas de infundadas predicciones) fueran aceptadas.

El género humano, tarde, como suele pasar, arribó a la certeza de que la especie corría verdadero peligro.

Se emprendieron entonces tardías cruzadas pro-natalidad, planes para fomentar el crecimiento de las familias, incentivos económicos, promesas sociales, apoyos de todo tipo para intentar recuperar al menos en parte el ritmo de crecimiento perdido por completo en algún recodo de la historia de una sociedad extremadamente tecnificada para la que el contacto físico (incluso el sexual) había perdido todo tipo de atractivo.

Ninguna de todas estas medidas dio el resultado esperado.

Concejos formados por renombrados sabios y científicos se reunieron alrededor de todo el mundo para intentar buscar una salida alternativa a un futuro que se planteaba tan incierto como desolador. Después de maratónicas jornadas en las que se fueron exponiendo las pocas opciones con las que se contaba, estudiándolas, diseccionándolas, se decidió implementar la propuesta de un grupo de ingenieros informáticos especialistas en tecnología 3D.

La idea, aunque muy complicada técnicamente, se podría explicar de un modo simple. Pretendían montar seres humanos a partir de los órganos creados mediante impresión en 3D. Esta técnica, si bien llevaba mucho tiempo utilizándose para fabricar prótesis y algunos órganos destinados a trasplantes, no se había desarrollado a la medida de su potencial utilidad. Unas estadísticas inicialmente desfavorables en cuanto a casos de rechazo habían estancado su desarrollo.

Dada la urgencia con que era necesario encontrar una salida a la situación, las impresoras 3D fueron puestas a trabajar a destajo. En América se centraron en la fabricación de músculos y esqueletos; en Asia, en la generación masiva de aparatos circulatorios; en Europa, de sistemas respiratorios, y en África, digestivos y urinarios.

La coordinación mundial del operativo Renacer (como fue bautizado) no estuvo exenta de graves deficiencias. Poner de acuerdo a los distintos bloques y organizaciones gubernamentales resultó una tarea ímproba.

Los primeros prototipos se montaron en laboratorios secretos, ya que se mantenía un importante hermetismo acerca de los procedimientos aplicados. Es posible que la opinión pública, aún con una importante dosis de miedo inyectada, considerara poco éticos algunos métodos utilizados.

Un importante sector de los científicos se había desvinculado del proyecto por considerar, justamente, que iba en contra de los principios éticos exigibles para cualquier experimentación que involucrara vidas humanas.

Quienes apoyaron el operativo Renacer fueron, sobre todo, las organizaciones políticas que veían peligrar su existencia si el sistema se iba quedando, poco a poco, sin votantes.

Coordinadas, estas organizaciones permitieron, apoyaron e impulsaron el progreso del proyecto. El hecho de que las primeras pruebas de montaje tuvieran un alto índice de incidencias (eufemismo que utilizaban los impulsores para denominar a los claros fracasos sucesivos que se ocupaban de ocultar), no significó que se abandonara el empeño, ni se dejaran de invertir sumas astronómicas para sacar adelante el plan.

Los científicos disidentes comenzaron a rondar los platós de televisión, foros y congresos para hacer escuchar sus voces. Hablaban de prácticas inhumanas, aberrantes experimentos, el arquetipo de la ciencia al servicio de los intereses económicos y políticos de los gobiernos de turno.

Para compensar estos pequeños focos de inquietud, los impulsores de Renacer lanzaron grandes campañas mediáticas en que se “explicaba” en detalle a la población las virtudes del sistema, sus garantías, las expectativas de futuro y se refutaban los argumentos de los disidentes, descalificando la aptitud técnica y profesional de los componentes de ese grupo.

Una guerra desigual, ya que los disidentes no contaban con los medios, ni con la posibilidad de acceder a la opinión pública, por lo que era casi imposible para ellos hacer escuchar sus voces, que con facilidad eran tapadas y difuminadas detrás de las grandes campañas lanzadas por los oficialistas.

Lo cierto es que en el proyecto oficial, puertas adentro, las cosas no funcionaban como se esperaba y se sostenía de cara al público. Después de una primera tanda de fracasos generales al momento del armado de los prototipos, se estaban analizando las causas, los errores cometidos, las posibles mejoras a aplicar.

Aún siendo información clasificada, debo, en este momento, asumir la responsabilidad de hablar sin rodeos de una realidad que nos explotó de lleno en nuestras propias narices a los miembros de la dirección científica del proyecto.

Es cierto que hasta ahora he preferido mantenerme al margen siendo escrupuloso y objetivo en la narración de esta historia, pero dadas las circunstancias en que me encuentro en estos momentos, me siento obligado a revelar mi participación para que los potenciales lectores de esta historia (si es que los llega a tener), comprendan por qué y cómo he conocido de primera mano detalles tan relevantes como describiré a continuación.

El principal problema que hallamos en el armado de los pseudo humanos (tal como los llamábamos) radicaba en las conexiones. Si bien los equipos de impresión de los distintos países habían trabajado sobre planos y mapas de diseño muy minuciosos, no siempre el tamaño de los órganos y aparatos que se recibían encajaban con total precisión.

Dentro de los primeros prototipos armados desfilaron una serie de especímenes a todas vistas grotescos e inútiles. Algunos tenían un esqueleto y una musculatura demasiado pequeña para albergar el tamaño exagerado de los órganos internos. Estos, en cuanto se les ponía en pie, estaban destinados al colapso. Algunos explotaban, otros se desplomaban incapaces de sostener su propio peso, todos, como mucho, sólo eran capaces de desplazarse reptando sin sentido.

Está claro que el hecho de que lo hicieran sin sentido se producía en todos los casos, y respondía al hecho de que no se habían impreso los sistemas nerviosos, por lo que el cuerpo sólo estaba preparado para ejecutar movimientos reflejos, funciones involuntarias, sin elaboración ni decisión. Esta especie de sistema “simpático” funcionaba mediante impulsos eléctricos. Sí, era necesario enchufar y cargar a los prototipos.

La impresión de los sistemas nerviosos estaba aún en entredicho. Ningún país quería ceder el derecho de fabricar sus propios cerebros porque temían que cayeran en manos inescrupulosas que de algún modo los “preprogramaran” con ideas que fueran en contra de sus ideales e intereses.

Por lo tanto, la situación era: probábamos prototipos sin funciones conscientes, que además estaban condenados al fracaso porque aún después de cientos de pruebas no habíamos sido capaces de acoplar un solo ejemplar que durase más de una semana con vida. Que si los corazones eran demasiado grandes y bombeaban demás: explosión inevitable, las arterias se desencajaban y todo se teñía de rojo. Que si los riñones eran demasiado pequeños, a los pocos días el cuerpo terminaba intoxicándose y auto envenenándose ya que no podía drenar las sustancias nocivas que iba acumulando. Que los pulmones eran demasiado grandes: otra explosión inevitable porque terminaban agujereándose por la presión de las costillas. Una lista interminable de desajustes e imprevistos que nos hacía pensar a los propios precursores que el proyecto estaba destinado al fracaso. Sin embargo, era tanta la presión que recibíamos, era tanto lo que se mentía de cara al público, que no éramos capaces de reconocerlo ni entre nosotros mismos. Fue una época oscura en la que pasábamos semanas sin salir del laboratorio, sin contacto con el exterior, encerrados entre prototipos que a pesar de nuestros desvelos, tarde o temprano terminaban fracasando.

A veces nos obligaban a dar entrevistas y mentir sobre grandes progresos. Prometer fechas demasiado cercanas como posible lanzamiento del proyecto en real. Nada más incierto. Pero supongo que de tanto mentir fuimos aprendiendo a creernos nuestras propias mentiras.

Algunos por ambición (se nos prometían compensaciones siderales si todo salía bien), otros por falta de iniciativa o subestimando sus propias percepciones y certezas, nos fuimos encaminando hacia la misma meta. En menos de seis meses había que sacar al mercado los primeros prototipos vivos recién nacidos. Se decidió que sería más sencillo generar prototipos bebés y hacerlos crecer, que inclinarnos por generar ejemplares adultos.

Se programaron las impresoras para ajustarlas al tamaño de los órganos infantiles, intentando que todo encajara y que no existieran tantos problemas de sincronización y encastre de las piezas.

Finalmente llegó el día. Los primeros recién nacidos se exhibieron en público. Los había de distintas razas. Niños y niñas que los futuros compradores podrían evaluar y comparar antes de su adquisición. Se lanzó una promoción con un descuento del ochenta por ciento a los primeros interesados. Con eso, pensaron que seducirían a un público que vería la posibilidad de tener un hijo sin necesidad de pasar por las molestias de un embarazo, que además era casi imposible de conseguir. El nivel de respuesta no fue tan alto como se esperaba, pero los primero pseudo bebés humanos salieron de nuestra fábrica con apenas unos meses de retraso con respecto a las fechas prometidas.

Si estáis leyendo este documento será porque, como es natural, no han dado el resultado esperado. Cierto es que al menos se han mantenido vivos, que han ido desarrollando cierta capacidad intelectual a medida que les hemos ido implantando neuronas artificiales, pero, a pesar de nuestros esfuerzos, no hemos conseguido su adaptación al medio ni a la sociedad.

Ahora, con varias generaciones de pseudo humanos en el mundo, ya no hay vuelta atrás.

Los antiguos concejos de sabios no existen, ya que sus miembros han desaparecido. Los menos por causas naturales, los más en manos de las bandas que buscan acabar con los humanos. Con los que nacimos de un vientre y crecimos alimentándonos a la vieja usanza en lugar de inyectarnos células artificiales.

Sabed disculpar el desorden en que estoy exponiendo mi testimonio. Pero las circunstancias no me permiten más que esto. Las hordas de “impresos” (como los llamamos de puertas de los laboratorios hacia adentro) vienen a por nosotros. Lo destruirán todo. Sin embargo, como científico, he sido testigo del milagro de la vida y confío en ella. Espero que de algún modo se sepa abrir paso y mantenerse latente hasta que esta locura termine. En algún momento, se quedarán sin suministros de células. Sus materiales envejecerán y si no los renuevan, acabarán muriendo. De a poco. Y sin sistema reproductor (ya que no lo tienen), tampoco será posible que creen nuevos especímenes.

Intento que de algún modo este testimonio llegue a esos hombres del futuro que surgirán de células reales y sentirán dolor, y comerán y reirán y harán el amor, y llorarán. Hemos procurado mantener ocultos y resguardar algunos embriones en distintos puntos del planeta.

Los pocos científicos sobrevivientes hemos coordinado fuerzas para asegurarnos de que en todo el mundo, esta misma noche, las impresoras 3D dejen de funcionar.

Ellos, los impresos, no sabrán repararlas. Pero no lo entenderán hasta que sus hordas de exaltados hayan terminado con nosotros. Entonces, ya será demasiado tarde.

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