2-El corazón de Pigmalión
[Monroe Stahr]
La mirada de Félix se dejaba absorber hipnotizada hasta el intuido fondo de la taza por el remolino que la cucharilla generaba en su café a cada giro. Un comprensible trance, teniendo en cuenta el esfuerzo que le suponía conceder aquella tregua a su ostracismo. Apenas había salido de casa durante más de un año, y esos prolongados segundos en los que se sentía evadirse del gentío que le envolvía en aquel lugar público le valían como edulcorante a falta de las habituales cuatro paredes de su soledad, mientras el edulcorante literal había tenido tiempo y vueltas de sobra para disolverse en el líquido ya carente de crema.
Y no había aceptado dicha tregua por sí mismo, sino por su sobrino Andrés, a cambio de todo el apoyo y ayuda que le había brindado desde que él, Félix, había enviudado y caído en aquella consecuente depresión que parecía no tener fin. O que, como el mismo Félix decía, era, por el contrario, “el mismo fin en sí”.
Fue precisamente la voz de Andrés, sentado ante él, la que le devolvió a la implacable –aunque relativamente eludible– realidad. Le hablaba de nuevo sobre la exposición de Goya a la que iban a asistir aquella tarde, después del estratégico preámbulo del café. Pero Félix no prestaba mucha atención a su sobrino. Con un pie aún en Babia y otro en el local, miró un tanto inseguro a su alrededor hasta que su vista volvió a quedarse fija en un punto concreto. Esta vez, sin embargo, era el contenido de lo divisado en sí lo que le impedía apartarla: su vecino de mesa leía una revista sobre tecnología que anunciaba en su portada el reportaje del hombre que había vuelto a caminar gracias a una prótesis obtenida con una impresora 3D. Tras cerciorarse de que no se trataba de una publicación sobre ciencia ficción, brotó en él, como una reminiscencia, su antiguo impulso de preguntar inmediatamente en busca de información o aclaración.
—¿La impresión 3D? Ya lo creo que es verdad —respondió Andrés apartando por un momento al pintor zaragozano de sus palabras, junto a su taza vacía—. Pero no es algo tan estrictamente reciente, lleva tiempo haciéndose en distintos ámbitos. Un amigo mío arquitecto, sin ir más lejos, tiene una, y la usa para imprimir maquetas que diseña en el ordenador, e incluso una vez realizó la copia de un sencillo juguete para que sus gemelos tuvieran “el mismo”.
Andrés continuó hablándole de ello durante un rato, pero Félix se perdió entre láseres, polvo y demás cuestiones que, aunque pudiera acabar de comprender, no le interesaban tanto como el concepto en sí de la posibilidad de algo que, para él, aun siendo ex profesor de historia y consciente, por lo tanto, de cómo ésta pisaba cada vez más su acelerador siglo tras siglo, sonaba a película futurista. Pero no, ahí estaba, era real, y suponía otra prueba de cómo él se había quedado desfasado de aquel mundo del que definitivamente ya apenas se sentía parte.
Pensaba en aquella persona con la prótesis en la pierna como en alguien que, literalmente, caminaba sobre el progreso; ese progreso que a su vez también corría más rápido, obligando al mundo a aumentar tanto la velocidad que Félix creyó que sus pies, demasiado humanos para resistir el peso de su cuerpo, de sus años y de su memoria, todo ello deteriorado por el retiro, ya no podrían seguir su ritmo. Ese mundo, pensaba, era ya el de aquellos gemelos que crecerían en él, siendo aquella copia 3D de su juguete el primer pequeño paso simbólico de la herencia de un progreso que ellos mismos prolongarían.
En algún punto, Andrés mencionó también algo sobre una tortuga cuyo caparazón había sido sustituido en parte gracias también a la impresión 3D, y ahí Félix halló un propicio hueco para un pequeño atisbo de jactancia al pensar en la ironía de que hasta una tortuga alcanzara a ese veloz progreso. Y es que ésta era la única clase de humor que Félix dejaba atisbar de vez en cuando en él: el irónico.
Sin embargo, siendo éste su propio edulcorante, para Andrés ya era suficiente por el momento, y se alegró de ver que algo del hombre curioso que otrora había sido su tío volvía a florecer tras lo que parecía el interminable y frío invierno improductivo de su interior. No estaba todo perdido, si bien la siguiente reflexión de Félix, que tendía a barrer hacia su melancólico terreno, disipó, aunque no eliminó, la palpitante esperanza de su sobrino:
—¿Y dices que incluso sería posible recrear un corazón, que en Nueva York se logró en un bebé de dos semanas? Pues ahí tienes la prueba definitiva de cómo ya no pertenezco a este mundo: en el mío, el de tu tía, ella falleció porque su corazón llevaba tiempo fallando y no se pudo reemplazar a tiempo. Quizá más adelante se le hubiera podido implantar una copia 3D o algo así, pero no le tocó pertenecer a ese mundo en el que habría tenido dichas posibilidades de salvación; ese mundo es para ese bebé neoyorquino, para esos gemelos del arquitecto, para ti, que eres joven, pero no para nosotros. Nosotros llegamos tarde, punto; es algo que ha sucedido siempre; antiguamente, la gente moría de cosas que ahora son sencillo trabajo rutinario de médico de familia. No hay más. Mira, ni siquiera me había percatado de la existencia de esto. Hoy en día, te despistas del mundo unos meses y el mundo se va sin ti; eso también prueba que quizá no le hago mucha falta.
Aquella desoladora lógica mermó por un instante lo que pretendía ser una ilusión contagiosa en el rostro de Andrés, pero, como hemos dejado ver ya, éste no se iba a dar por vencido. Camino de la exposición, volvió a intentarlo mezclando esta vez el tema que había despertado la antigua curiosidad de su tío y el interés por el arte que tanto les había unido siempre:
—Imagina poder tener para ti copias a escala, ¡no!, a tamaño real, incluso, de las más grandes esculturas de la historia. Y no digo réplicas más o menos logradas, como siempre hubo, sino copias idénticas a las originales de Caravaggio, de Miguel Ángel, de Bernini, qué sé yo, sin que ello suponga dejar de ir a los museos a admirar la original, claro. Escanear en el Louvre la Venus de Milo e imprimirla en tu casa. Sin añadirle prótesis en este caso, obviamente —apostilló a modo de chiste pésimo.
—Puedo imaginarlo; lo que no puedo imaginar es cómo ibas a meter todo eso en tu casa —contestó Félix dejando de nuevo ver la luz momentáneamente a su humor irónico y cortante. Aunque lo cierto era que, en el fondo, algo de aquello le atraía, tal vez por la frescura de hallarse ante una nueva inquietud en la que adentrarse, de nuevo reminiscencia de los predilectos hábitos de su pasado.
Estos hábitos habían sido precisamente inculcados por él en su sobrino, motivo de sobra, más allá del evidente ligamen afectivo, para que Andrés sintiera que debía devolvérselos a su tío ahora que los necesitaba más que nunca.
Félix, por su parte, se sentía atraído por el arte ya únicamente como ese soporte perenne, ese medio inmortal que alberga inmortalidades, empezando por la del mismo artista y siguiendo con la del contexto y el recuerdo que plasma y evoca cada obra. “Aunque al final todo vuelve a ser eso: recuerdo”, pensaba en su línea de ese momento, “y lo que realmente importa, lo que podemos abrazar, se evapora en su misma existencia efímera”.
Ya en el interior de la galería, Andrés procuraba hacer un comentario sobre cada obra ante la que se detenían. Al llegar a Pigmalión y Galatea, en la que el pintor nos muestra al escultor en plena creación de su perfecta criatura, explicó:
—Muchos tienen en cuenta antes la serie de Burne-Jones o a otros artistas cuando piensan en las representaciones pictóricas del mito de Pigmalión, pero a mí siempre me ha atraído ésta de Goya. ¿Sabes que se dice que se pintó a sí mismo como Pigmalión y que la Galatea que esculpe es la Duquesa de Alba? Si te fijas en algunos rasgos, puedes ver que coinciden con...
Pero Félix volvía a estar cerrado a curiosidades como aquélla; esta vez porque su mente se centraba en aquel manido mito del Libro X de Las Metamorfosis de Ovidio en el que Pigmalión, el solitario escultor, ve en su obra, Galatea, a la que a su juicio es la mujer perfecta, llegando a sentirla viva de verdad al tocarla e incluso besarla; hasta que Afrodita, emocionada, otorga vida a la escultura para él. De pronto, en su mente esta historia se mezcló junto con los recientes ingredientes principales de las palabras de su sobrino: la impresión 3D de partes del cuerpo, las réplicas perfectas de las más grandes esculturas, etc., todo en un cóctel cuyo sabor desembocó en un “¡Eureka!” a lo Arquímedes o a lo Balzac, como prefieran.
—¿Se podría hacer una impresión en 3D de una persona fallecida? —preguntó súbitamente a su sobrino, que tuvo que aparcar de nuevo a Don Francisco para responder sobre ese tema. Pero ahora creía entender por dónde iban los concretos tiros de su tío, y no se vio capaz de mentirle.
—Bueno, verás... —trató de explicar con suma delicadeza—. La impresión de réplicas de personas en 3D es algo habitual, pero... Bueno, no siempre son tan perfectas, por un lado, y, por otro, requieren un escaneo en 3D de la persona en cuestión, y...
—Da igual, olvídalo —le cortó Félix tranquilizadoramente pero sin ocultar su desilusión—. Era una idea tonta. Lo dicho: las novedades de este mundo no son para mí. Pero creía que podía contar con un pequeño consuelo, aunque, ya sabes, así son las ilusiones en esta vida: unas duran treinta años, como un matrimonio, y otras duran treinta segundos. La ciencia no pudo sustituir su corazón y no podrá sanar el mío destripado. Discúlpame.
Andrés vio alejarse a su tío en dirección a la salida. Hasta ahí había llegado su tregua. Comprendía qué era lo que pasaba por su mente, y esta vez fue él quien se desanimó por completo. No sabía que hubiese llegado a tal extremo. Era sencillo atar cabos para hacerse a la idea de para qué quería una perfecta copia 3D de su difunta esposa. Con ella, su reclusión ya podría ser completa, podría contemplarla cada día, hablarle, sentirla de algún modo ilusorio junto a él. El resto del consuelo lo encontraría en algo de lo que alguna vez le había hablado y que siempre le había inquietado: los sueños lúcidos.
Félix siempre había tenido la capacidad de experimentarlos, llegando a contar una vieja fábula sobre un vagabundo que era feliz al poder soñar lúcidamente doce horas al día con ser el más rico de los reyes aunque las doce restantes en vela no tuviera donde caerse muerto. Temía que su tío, queriendo disponer en la realidad de esa copia y sabiendo que podría soñar con una Afrodita que le otorgaba vida, claudicara por completo de la auténtica existencia. Utilizar los impresionantes avances de la humanidad para dar un paso atrás mortal. Tal ironía sí era insoportable.
También recordó aquella historia de Henry James adaptada al cine por François Truffaut en la que un viudo de mediana edad se obsesionaba con la muerte y el culto a ésta y no quedaba satisfecho con un busto de su mujer que había encargado porque no había manera de que plasmara con exactitud su viva imagen real, y no pudo evitar sentirse culpable con toda aquella amalgama macabra que había generado en su tío pese a sus mejores intenciones. Sobre todo al pensar en el nada alentador final de aquel personaje. Si no se dejó dominar por el escalofrío que recorrió su columna al pensar en ello fue porque el cosquilleo de la lágrima que recorría su mejilla pesaba más.
Y lo cierto era que lo que Andrés barruntaba no andaba muy lejos de la realidad. Félix, el soñador que ahora dependía de los sueños, se había tumbado en la cama recordando aquella frase de John Lennon: “Un sueño que sueñas solo es sólo un sueño. Un sueño que sueñas con alguien es una realidad”, sin esposa y sin Galatea 3D; únicamente con una fotografía que había encontrado en uno de los libros favoritos de ella: un recopilatorio de Machado. No había tenido valor para coger aquel libro en meses, pero, por algún motivo, quizá porque sentía que había tocado fondo, lo tomó esa noche y lo abrió.
Se reencontró con la sonrisa de su esposa, optimista incluso cuando ya sabía que no le quedaban muchos días de vida. Así era ella y así había sido él un día. A falta de escultura, se durmió con eso en la mente y se adentró en uno de sus sueños lúcidos.
En él, se hallaba en su dormitorio y miraba por la ventana. Contempló un exterior diferente, ambientado en un futuro no muy lejano. De hecho, no pudo asegurar si se trataba de un futuro. Vio al fondo una serie de edificios de ambicioso diseño, y de algún modo sabía que habían sido proyectados gracias a una impresión 3D. Más cerca, podía ver a los que, también sin más, sabía que eran los gemelos del arquitecto, jugando en un estanque con barcos de juguete tan idénticos como sus dueños, y comiendo unos dulces que también sabía que habían sido clonados. Y allí el tipo de la portada de la revista del café, corriendo sobre el progreso de la tecnología como en la metáfora ideada aquella tarde; y en la carretera, su sobrino Andrés trasportando en una camioneta una Venus de Milo –“sin añadirle prótesis en este caso, obviamente”– y los Apolo y Dafne de Bernini.
Pero ¿y Afrodita? ¿Le habría concedido a él también lo que deseaba? Le bastó girarse para obtener la respuesta. Ante él, luciendo como si ella misma fuera la propia Venus, estaba su esposa, replicada y dotada de vida, sonriéndole. Conmocionado, se acercó para tocarla, para besarla, para cerciorarse de su piel cual Pigmalión, pero se detuvo al percibir que algo no iba bien. Eran los ojos. Los ojos nunca cambian, pero sí el modo de emplearlos, de mirar con ellos, de verse reflejado en ellos, y en los de su Galatea comprendió su error: por más que pudiera poseer una réplica de su esposa, ya no sólo con el avance tecnológico del 3D, sino con el avance onírico del mito de Ovidio en su imaginación, jamás podría dotarla de sus recuerdos, de sus sentimientos, de su amor. De su corazón.
¿Qué diferencia habría, pues? Y ¿dónde estaba ella?
—Aquí mismo —escuchó decir a una dulce voz conocida dentro de él—. Aquí he estado siempre, en este corazón que tildas de “destripado”, pero que me sustenta. Y ¿dónde estáis tú, Félix, y la última promesa que me hiciste?
Félix despertó sobresaltado, tirando sin querer el libro al incorporarse. Quedó abierto por la página que contenía la fotografía de su esposa, y, al recogerlo, recordó a qué promesa se refería. Se la había hecho aquel mismo día:
—No te preocupes, saldré adelante, por ti, porque así lo deseas, y nunca te dejaré.
Entonces comprendió. Encerrarse hasta esos extremos con ella no era lo que ella, tan vitalista hasta su último suspiro aún lleno de vida, hubiese querido. No era un modo digno de representar el recuerdo de alguien así a quien tanto amaba. No podía albergar entre las cenizas de un corazón desolado un corazón fallecido: debía hacerlo latir con suficiente fuerza para ambos.
Tomó la fotografía y allí halló la verdadera mirada de su mujer que ni la más fiel y moderna impresión ni ningún sueño hubieran logrado emular. Se percató luego del verso que su mujer había marcado en el libro: “Hoy es siempre, todavía”. Y por ella debía serlo.
Al día siguiente, de nuevo en la galería, Andrés ignoraba qué era lo que más le sorprendía de su tío: si el ofrecimiento de regresar o sus repentinas ideas para colaborar en el avance de las nuevas tecnologías en la medicina como buenamente pudiera, argumentando sobre la posibilidad de imprimir los sueños en un mundo real que pertenecía no sólo a aquellos niños a los que había aludido...
—... sino también a mí, pues también es mío, y lo será mientras esté aquí, y sobreviviré a través de tu recuerdo, del de los seres que amé, y debo por ello dejar lo mejor posible de mí mientras pueda. Así sigue ella viva en mí, y su muerte no será en vano. Machado djo: “Los que están siempre de vuelta de todo son los que nunca han ido a ninguna parte”, y yo he ido a muchas partes, pero aún me quedan otras a las que ir, por mí, por los que irremediablemente ya no pueden hacerlo y por los futuros.
Andrés tampoco supo nunca cuál había sido el repentino punto de inflexión. Tal vez el impulso de la idea de un descubrimiento nuevo en el que ocupar la mente. Quizá la revelación de su inconsciente y su corazón ese día en que tocó fondo, que es al fin y al cabo cuando uno puede pisar con fuerza para volver a surgir a flote, como antes del amanecer viene el momento más oscuro; y Félix decidió reflotar, amanecer, por ella. O seguramente fue una cadena de todo en el momento preciso, pero ¿qué importaba? Lo importante para él era seguir apoyándole en su nueva iniciativa en este mundo que no paraba de avanzar bajo sus pies.
Hoy Félix tiene en una estantería un busto en 3D de su esposa, pero no necesita mirarlo para sentirla. Le basta con cerrar los ojos y notar su corazón palpitando con la fuerza de dos personas. ¿Cómo iba a faltar vida en un corazón así?