Experimentación
[El libretista]
Tras años de investigación, Cantarai por fin había finalizado el arduo proyecto en el que se había visto involucrado. El tremendo esfuerzo y dedicación continuos que este había profesado, le habían recompensado enormemente, aunque su mayor invento fuese el comienzo de habladurías entre los Imbaías. Ninguno creía en lo que la ciencia albergaba tras su estudio e investigación, de hecho Cantarai era alguien poco respetado por tener tal devoción. A pesar de ello, él continuaba esforzándose por romper las limitaciones de tales ideas. La mayor prueba de ello la había obtenido, por fin, con una enorme caja pentagonal de talanio, un metal conductor y muy resistente a cualquier golpe. Cantarai decidió abandonar su lugar de trabajo, repleto de herramientas y piezas por todo el suelo, para volver a su hogar y descansar. Confiaba en la seguridad que había instalado, despreocupándose por completo de cualquiera que intentase forzar la acorazada puerta para inmiscuirse en asuntos no concernientes para nadie más que no fuese él.
La tremenda pocilga que tanto añoraba le invitó a entrar, desprendiendo la calidez que este siempre procuraba obtener. Y no era tarea fácil, porque las paredes de barro aislaban penosamente todo aquel interior circundado por un pantano espeso y demasiado húmedo. Más de una enfermedad había asediado ya su cansado y débil cuerpo al que apenas nutría, no porque Cantarai aborreciese el estar obligado por su especie a alimentarse de seres diversos, sino porque cazar le era difícil, e imposible el entrar en la ciudad.
Abrió su arcón metálico y cogió un pequeño y peludo panstí, que no le aportaría gran alimento pero, como él se decía a sí mismo en numerosas ocasiones: Al menos me mantendré con vida. Y así, sin más, partió el pequeño animal con sus finos y afilados dedos y lo devoró, desde las entrañas al tuétano. A menudo recordaba esas ocasiones en las que esos animales debían absorber líquido del pantano, algo de lo que al menos su especie se libraba, y mostraba una mueca de desprecio y burla mientras golpeaba el suelo con sus tres pezuñas. Si él era esclavo de un ciclo de repetitiva alimentación, esos seres todavía lo eran más. Gozaba por tener cierta superioridad ante esas otras especies, a las que él denominaba "necesitadas de líquido", pero todo se le chafaba cuando debía comer.
Y tras degustar el panstí, Cantarai alzó su cabeza y permaneció en una quietud tensa. Numerosos panstíes se alzaron, armados con piedras y bastones metálicos, corriendo como locos y rodeando la casa de Cantarai. Entonces, unos tubos salieron del pantano, absorbiendo tierra y agua para mezclarlos y expulsarlos como cantidades ingentes de diminutas partículas, tan ínfimamente pequeñas que cualquier ser que pudiese ver no las apreciaría como unidades, aunque sí como el conjunto que iban formando paulatinamente. Todo ese polvo se esparcía por el aire, nublándolo todo, impidiendo que cualquiera que tuviese ojos consiguiese distinguir si quiera sus propios brazos; introduciéndose en las vías respiratorias de aquellos que respiraran oxígeno. Su sentido de la cercanía lo advirtió de la proximidad de aquellos que intentaban atraparlo. Y parecía mentira que tratasen de llevar a cabo dicha acción en su propio terreno, en su propio hogar. Para ser simples seres como eran, poseían el coraje y la astucia que un Imbaí demostraba cada vez que buscaba comida. Pues quizá ahora, Cantarai pudiese nutrirse para un tiempo bastante largo, poder despreocuparse por completo de su fisonomía y de lo que esta le obligaba a suministrarse para sobrevivir. Pero lo que más le preocupaba no eran las probabilidades de salir herido de aquella reyerta, más furioso le ponía imaginar su experimento dañado por unos cuantos panstíes, alzados con una gran sed de venganza.
Cada pared de barro permitía que un panstí apareciese, tal como si el simple gesto de un escupitajo posibilitase que este cogiese impulso. Tal era la fuerza que los impulsaba, que cada panstí lograba alcanzar a Cantarai para arremeterle con la primitiva arma que sostenía en sus diminutas manos. El agudo oído de Cantarai le permitía anticiparse a los movimientos de sus adversarios, a los cuales interrumpía durante su vuelo para despedazarlos con sus afiladas falanges. Alguno que se le pudiese quedar enganchado tras tal horripilante acción, lo dirigía hacia su boca y lo devoraba mientras continuaba arremetiendo zarpazos contra todos los enemigos que intentaban golpearle. Todos los que no lograban traspasar el pantano, abarrotado por un polvo mortífero que aniquilaba a aquellos pequeños respiradores de oxígeno, fallecían en manos de Cantarai, que aprovechaba para degustar el sabor de sus víctimas y obtener fuerzas para ese largo tiempo que tanto había buscado conseguir.
Cuando sus oídos dejaron de percibir agitación masiva, centró su atención en detectar cualquier panstí que pudiese intentar escapar, pero no fue el sonido de uno lo que le obligó a expresarse con enfado, partiendo la mesa que le obstaculizaba, sino el ruido de su querida puerta de seguridad, que comenzaba a abrirse. Sus tres extremidades inferiores le permitían desplazarse a gran velocidad a través de aquel fangoso terreno que rodeaba su hogar, repleto de hedor a panstíes moribundos por la insuficiencia respiratoria y que se encontraban sufriendo aún en aquel instante. Entonces, el aroma a vida y el sonido de correteo incesante, delataron al último panstí con vida.
Cantarai entró en su hangar, repasando auditiva y aromáticamente todo su interior. El panstí temblaba horrorizado, observando a su depredador frente suyo, sabiendo que este ya lo había detectado hacía unos minutos. Entonces, el panstí saltó al interior de la extraña máquina de Cantarai, que se encendió de inmediato. Este emitió un sonido de impotencia y rabia conjuntos, no porque un pequeño ser como aquel se le hubiese escapado, más bien porque había utilizado su más preciado artilugio, su esfuerzo, antes de que su propio creador hubiese tenido oportunidad de utilizarla. Asestó un golpe con su pezuña contra el talanio, sin sufrir daño alguno. Sin embargo, Cantarai emitió otro estridente sonido de dolor. Decidió abandonar su hangar, dando por perdida aquella presa y con cierta tristeza por no haber podido inaugurar su máquina. Pero su sentido le advertía de que era mejor así, la máquina teletransportadora todavía no estaba preparada para ser utilizada, necesitaba algún tiempo más, repasar ciertos aspectos que no lograba solucionar todavía y trabajar en mejorarla. Cerró la puerta de seguridad y marchó a dormir, pensando en dotar de mayor seguridad a una puerta que era capaz de resistir cualquier daño contundente pero que un simple panstí era capaz de abrir. Entró en su hogar, cerró la puerta y subió por la pared, para así colgarse del techo boca abajo y poder descansar sesenta y tres horas continuas.
Tras tan largo sueño, al que su especie estaba obligada a someterse cada tres meses, Cantarai descubrió que se encontraba atado por débiles cuerdas de hiedras, atadas por numerosos nudos, tan resistentes que le incapacitaban para poder liberarse de aquella represión. El aroma que se introdujo en su sistema olfativo lo reconocería en cualquier parte, numerosos panstíes le habían apresado durante su sueño ininterrumpido. Pero no solo aquello era lo que podía detectar, el sonido de su máquina en pleno funcionamiento fue lo que más le extrañó. Aquellos primitivos seres habían conseguido dominarla, utilizándola a su favor. El sonido le describía todo lo que estaba sucediendo en aquel instante. La máquina emitía una luz que recogía los datos del sujeto que ocupaba el interior de la máquina. Este desaparecía y la máquina lo replicaba justo debajo de sí, una zona que le había pasado desapercibida y en la que un pequeño panstí cabía perfectamente. Pero el funcionamiento era incorrecto porque repentinamente aquel ser que había desaparecido con el haz de luz, volvía a presentar su forma corpórea en el interior de la máquina. Cantarai no había conseguido construir la máquina de sus sueños, había logrado fabricar un utensilio capaz de realizar copias de aquel que se encontrase en su interior. Era un defecto de la máquina, un error imperdonable para un científico como él. Pero ahora, lo que más le preocupaba no era aquello, sino haber obtenido un olor que reconocía, pero que se había multiplicado por un incalculable número de panstíes. Aquel pequeño ser se había copiado tantas y numerosas veces que le había atrapado y permitido observar piadosamente lo que su máquina era capaz de llevar a cabo. Cantarai entró en cólera y comenzó a removerse en el suelo, siendo incapaz de desatarse de aquella simple planta. Había tardado tiempo en comprenderlo. Su soledad le había llevado a la perdición de su propia existencia. Su excesiva confianza en su inteligencia superior le había llevado a confiarse. Los panstíes habían sido presas fáciles para él durante numerosos años, pero al igual que aquellas hiedras que permanecían en perfecta conjunción, en grupo, los panstíes habían trabajado en equipo para despistar a Cantarai y hacerse con el control de su más preciado tesoro, de su creación, de su hijo. Habían permitido que sus vidas finalizasen tan solo por ayudarse entre sí, por salvar a su especie de una vez por todas de él mismo, de su depredador, y con tan mala suerte para Cantarai que el panstí había aprovechado el largo periodo de sueño de este y al conseguir introducirse se había copiado infinidad de veces.
Había subestimado a aquellos pequeños seres y se había visto inmerso en una profunda soledad hacia adversarios que permanecían unidos siempre, que habían aprendido a trabajar en equipo. Si eso hubiese pasado un diminuto instante por la mente de Cantarai, antes de que hubiese masacrado a tantos otros de su especie en un arrebato de descontrol, quizá el tiempo no le hubiese premiado con el regalo que se le estaba concediendo.
El panstí original, si es que era ese, se le acercó. Cantarai sintió cómo los demás comenzaban a rodearle, e incapaz de soltarse comenzó a percibir lo que sus pequeñas presas sentían siempre cuando él les daba caza: escalofríos, tembleques, cortes de respiración… se sintió diminuto. El panstí y sus réplicas permanecieron numerosos minutos pacientes, observando cómo su adversario, de mayores características que estos, se sentía impotente, incapaz de actuar. Y entonces, comenzaron a morderle por todo su cuerpo, arrancando pequeños pedazos de carne que escupían al suelo. El sonido y el aroma se desvanecían, pero el dolor y la agonía se prolongaban durante un largo período que simulaba no finalizar.
Tras unos veintisiete intensos minutos, los pequeños herbívoros observaron que su cazador ya no se movía del lugar, ya no emitía sonidos estridentes. Entonces, ellos mismos decidieron introducir el cuerpo del científico en la máquina, a modo de macabra expresión de permiso y utilizarla, aunque tan solo fuese una única vez. Otro inerte Cantarai apareció bajo la máquina, desestabilizándola y provocando que esta volcase. Todos los cables se veían bajo esta, por lo que las réplicas del panstí decidieron finalizar sus vidas mordisqueando aquellas conexiones para que nadie más pudiese utilizar aquella aberración de creación. Y tras finalizar, el panstí que permanecía vivo decidió reunirse con toda su familia, en donde quiera que estuviese. Mordió el último cable que permanecía intacto y cerró sus ojos mientras su diminuto cuerpo se chamuscaba.