Sofía
[Billy Cisnerz]
–¡Yo la maté! –grité poseída por la rabia–. Está ahí su cuerpo, mutilado debajo de los tablones cubiertos por esa horrenda alfombra. ¡Ahí donde sigo escuchando el latir de su corazón!
Los dos hombres se quedaron viendo perplejos y se voltearon a ver uno al otro tragando saliva. Uno de ellos se levantó de su silla y sacó unas esposas acercándose a mí con temor de pisar siquiera la alfombra que yacía inerte, frente a nosotros, con la frialdad de una tumba improvisada.
El otro simplemente observaba desde su lugar, aquella alfombra sucia, como preguntándose quién usaría semejante trapo para ocultar su crimen. Me esposaron y comenzaron a levantar la alfombra y uno a uno los tablones. Pero para su sorpresa, debajo de las tablas un corazón rojo de plástico se movía con un ruido mecánico como si bombeara sangre invisible sobre un montón de trozos de plástico sin forma. Ambos se miraron incrédulos, pensando si se trataba de una absurda broma o si debían preocuparse por mi salud mental.
Uno de los hombres me quitó las esposas mientras el otro dejaba las tablas en su lugar y acomodaba la alfombra. El hombre guardó las esposas y me acercó el corazón de plástico aún moviéndose y me dio una palmada en el hombro antes de irse.
Yo me quedé ahí, caí de rodillas y sollocé. Pasaron varias horas en silencio antes de que los últimos rayos del sol entraran por la ventana. Fue entonces cuando el corazón de plástico dejó de moverse. Mi amada Sofía había desaparecido, lo único que quedaba de ella acababa de morir en mis manos.
Limpié mis lágrimas y me levanté hacia el despacho. Guardé cuidadosamente aquel corazón en una vitrina y me senté frente al ordenador. Abrí la carpeta de fotos de Sofía y ahí estaba ella, bella, cautivadora y resplandeciente como la primera vez que la vi.
La conocí una mañana de octubre. Coincidimos en una exposición de tecnología. Ella estaba interesada en el software de edición de imágenes y yo tenía un stand de impresoras 3D. Sofía era una fotógrafa madrileña que había llegado de intercambio a México. Me hechizó su sonrisa, así que me comprometí a imprimirle una cámara fotográfica que funcionara realmente. Me costó un poco de trabajo porque no conocía todas las piezas pero al final del día pude hacerlo. Le entregué la cámara y me lo agradeció con una sonrisa.
No la volví a ver, pero su imagen se me quedó grabada en la mente. Comencé a buscarla por la red, busqué en Facebook, Twitter e Instagram hasta que la encontré. Me bajé sus fotos, que seguramente había tomado con la cámara que le hice, y trabajé día y noche tratando de modelar y recrear a la perfección cada una de las piezas de su cuerpo. La debía tener. Debía construir una obra de arte a partir de su imagen. Una noche logré configurar el software de la impresora para imprimir parte por parte. Uno a uno cada cabello, cada uña, cada pestaña y poro de su piel.
Dejé la impresora funcionando y me fui a dormir. Cada noche durante tres días veía cómo cada línea de su cuerpo se iba formando y cada noche recalibraba la máquina y la recargaba con más material. Invertí la mitad de mis ahorros para armarla. La última noche cayó una tormenta eléctrica. Temí que un rayo quemara los fusibles de la casa e instalé un ‘No Break’ para prevenir un desastre. Al final la impresora dejó de funcionar, creí que era una falla, pero ya había terminado el proceso.
Armé las piezas cuidadosamente. Conseguí algo de ropa del closet y vestí a mi creación. Era perfecta. Para celebrarlo, imprimí una cena plástica para impresionarla, compré vino y arreglé la mesa elegantemente. Senté a Sofía frente a mí. Me sentí nerviosa pues jamás había tenido una cita con una mujer tan hermosa. Supongo que los madrileños son quisquillosos con la comida porque Sofía no probó bocado. Antes del postre la invité a bailar. Puse música en el reproductor. Nocturne N.2 de Chopin era la elección perfecta para decirle a Sofía cuánto la amaba desde el primer día en que la vi. Bailamos y me parece que estaba igual de contenta que yo pues la sentí ligera. Al final de la velada no me resistí más y le robé un beso. Un beso que duró eternamente. Sin notarlo, mis manos estaban en sus senos. Supuse que estaba bien porque no me detuvo. Lentamente la llevé arriba y la hice mía.
A la mañana siguiente estuvo fría y distante. Imaginé que era porque no le hice un corazón, así que resolví hacerle uno para que me quisiera. Estuve revisando la web en búsqueda de un modelo que me garantizara que me amara como yo a ella. Encontré una página con cientos de aplicaciones y plantillas. Una de ellas aseguraba que incluía un mecanismo que simulaba el palpitar de un corazón real. Ese tenía que ser, quería que su corazón latiera por mí, así que lo descargué.
La impresión tardó más de lo que yo hubiera querido y gasté la otra mitad de mis ahorros en materiales e insumos. Pero valdría la pena, pues mi amada Sofía me amaría. Hilo por hilo el corazón tomaba forma, primero el mecanismo y después la cubierta. Al final saqué el corazón de la impresora y comenzó a latir en mis manos. Estaba feliz, subí corriendo las escaleras y entré al cuarto. Sofía me miraba fríamente.
–Amor, mira lo que te traje –pero su rostro no cambió.
Abrí su pecho con cuidado y metí el corazón en su cavidad torácica. Cosí la abertura y besé sus labios tiernamente. Podía escuchar levemente sus latidos. Me sentí feliz, pero mi felicidad duró muy poco cuando vi sus ojos, que seguían viéndome fríamente.
–Amor, ¿qué te pasa? ¿No te gustó el regalo? –le dije, pero no conseguí respuesta alguna–. Eres una malagradecida, todo lo que he hecho por ti y así me pagas.
La golpeé en la cara lastimándome la mano. Me encolericé, su indiferencia me lastimaba aún más. Puse mis manos alrededor de su cuello y apreté lo más fuerte que pude. No pensaba en nada, sólo quería que me amara y no lo logré. Cuando reaccioné era demasiado tarde. Sofía tenía la mirada perdida y su tacto era frío. Me acerqué a su pecho y su corazón ya no latía. Me aterré.
Corrí a la cocina y tomé el cuchillo más grande que encontré. Decidida subí las escaleras, desgarré su ropa y comencé a cortar cada una de las partes de su cuerpo. Enterrar ese cuchillo me estremeció. Tomé sus manos, sus piernas y su cabeza y comencé a hacerlas pedacitos. Abrí su pecho y saqué su corazón. Luego corté su torso en partes más pequeñas. Cuando terminé, los pedazos estaban esparcidos por toda la habitación.
Fui por una escoba y comencé a barrer los pedacitos. Levanté uno de los tablones del piso y metí los trozos del cuerpo de Sofía en el agujero. Dejé el corazón arriba y coloqué nuevamente el tablón en su lugar. Bajé a la sala y tomé la alfombra vieja que mi madre me dejó como herencia. Subí al cuarto y la acomodé sobre el piso para cubrir mi delito.
Me acosté en la cama y cerré los ojos. El cansancio me dominó y me llevó al lugar de los sueños lejanos. Soñé con Sofía; la tomaba de la mano mientras caminábamos en la playa. La marea nos mojaba lentamente los pies mientras sonreía. Jamás la había visto tan contenta, tan viva. Sus brazos rodeaban mi nuca y sus dedos acariciaban mi cabello. Me besó. Jamás había sentido un beso tan profundo y amoroso.
El sonido de un timbre lejano me hizo regresar de aquella playa y desperté en la habitación. Dos hombres estaban en mi puerta alegando ser policías. Los dejé pasar con la confianza de que no encontrarían el cuerpo de Sofía. Un vecino había alertado sobre unos gritos el día anterior. Me reí de aquel supuesto y los hice pasar a la sala. Quisieron inspeccionar la habitación, así que subí con ellos mostrándoles todo el lugar. Pero algo que no había considerado sucedió. Aquél corazón de plástico comenzó a sonar y su ruido mecánico penetraba mi mente como un taladro. La culpa me venció.
Cerré la carpeta con las fotos de Sofía y comencé a trabajar en un nuevo modelo, esta vez todo sería diferente, lograría hacer que me amara pues ahora tendría un corazón de verdad. Subí corriendo por los trozos de plástico del cuerpo de Sofía y los cargué nuevamente a la impresora. Una por una saqué las piezas durante tres noches seguidas. Esta vez no me detuve a dormir, cuando por fin estuvo armada y completa traje el cuchillo de la cocina. Abrí su pecho. Extasiada, desabotoné mi camisa y abrí mi pecho también. El dolor era insoportable y la sangre brotaba por doquier, pero no importaba. Metí mi mano y saqué mi corazón aún latiendo.
Vi por última vez a Sofía, acostada sobre mi mesa de trabajo, siendo tan ella, perfecta, llenando por primera vez su pecho de plástico con un corazón de verdad: el mío.