Chelozade
[Juanjo Montoliu Marcet]
En el comité de dirección las caras están demasiado serias. Ya no queda nada de la euforia que mostrábamos hace unos días, cuando llegaron las primeras unidades de las novedosas impresoras en tres dimensiones y comenzaron las pruebas. Todo entonces parecía sencillo.
Implantar un nuevo sistema de edición de publicaciones, tal y como está el mercado, es una operación arriesgada por sí misma, pero han surgido algunos imponderables que no nos dejan avanzar en el proyecto. Todos ellos se recogen en el dossier que nos ha preparado el director de investigación y desarrollo. Lo hemos leído con la inquietud de sabernos, en parte, responsables de los errores y temerosos de la reacción del gerente, Eduardo Sánchez, que todavía no ha llegado a la reunión y del que esperamos una puesta en escena dramática, de las que a él le gustan.
En esa tensa espera, unos repasan punto por punto los papeles, otros los pintarrajean con dibujos ininteligibles y los más nos miramos nerviosos, moviendo los pies y revisando los móviles cada dos por tres. La única que se muestra tranquila es Chelo, la secretaria, hoy vestida de lo más discreto, con un traje chaqueta, camisa blanca, el pelo recogido en una coleta y las gafas dejadas caer sobre el puente de la nariz, para observarnos con disimulo mientras ojea su carpeta.
Esa pose de Chelo, tratando de pasar inadvertida, me inquieta un poco. Sabe siempre algo más que nosotros. Hoy sospecho que no desea ser admirada, no quiere ser el centro de nuestras miradas. De ahí que no muestre su habitual escote y el pelo largo suelto. Quizá pretenda evitar que el jefe se fije demasiado en ella y le caiga algún rapapolvo de rebote. Podéis llamarme neurótico, pero no es casualidad que la mano derecha del jefe haya acudido a la reunión con intención de camuflarse con los muebles.
Absorto en estos pensamientos, no reparo en que ella me mira ahora sin ningún disimulo. Me siento descubierto en mi papel de espía lamentable y decido repasar la documentación que nos han entregado. Comienza por una breve exposición del proyecto, que consiste en imprimir textos diversos, periódicos, revistas, libros, en cuerpos humanos. El objetivo es encontrar soportes más atractivos que el papel o las pantallas planas para la lectura y no hay lienzo más bello que el cuerpo humano para ser pintado con la mejor literatura.
La técnica de impresión no puede ser la misma que se ha empleado en el tatuaje tradicional. Interesa que los textos puedan borrarse, y un mismo cuerpo sea soporte de diferentes obras, lo que podría dar lugar, incluso, al redescubrimiento de los palimpsestos.
Esta característica deleble ha originado los primeros inconvenientes. La tinta, poco ensayada, se emborrona con facilidad, a causa del sudor, o pierde brillo con el lavado diario. Es preciso añadirle componentes químicos más agresivos para lograr mejores tiempos de permanencia. Sobre los efectos perniciosos de los nuevos compuestos se ha creado una gran polémica. Se sospecha que algunas de las sustancias empleadas son irritantes y producen la aparición de granos e incluso pequeñas llagas. Las modelos están muy sensibilizadas con el problema y examinan las fichas técnicas del producto con mucho detenimiento. Lo hacen en la cola de impresión y han conseguido paralizar del todo la producción.
Mientras las chicas secundan su huelga de pieles caídas, en el laboratorio la actividad es frenética. Se ensayan mezclas de tintas de diversa procedencia, sintéticas y naturales en diferentes proporciones. Sepia, pulpo y calamar rivalizan con compuestos químicos de nombres incomprensibles. Todo ello para conseguir un negro consistente.
Entre pieles sensibles y textos borrosos, el proyecto, por lo que deduzco, camina hacia el fracaso, aunque el informe no se atreva a mencionar esa palabra, como nadie, en su pleno juicio, confesaría ante el jefe por escrito.
Don Eduardo se hace esperar más de la cuenta y noto a Chelo menos tranquila. Intenta abrochar sin éxito el último botón de la camisa, y trata de encoger el cuello, en vista de su fracaso, como adolescente que trata de ocultar un chupetón de las burlas de sus amigos. Sigue observando con disimulo a todos, pero noto esta vez que su mirada es menos segura.
Por suerte, soy de los que menos teme un rapapolvo del jefe. En mi función de contable, tengo bien anotado en qué partidas se ha invertido hasta el último céntimo del proyecto, las cifras importantes grabadas en la cabeza y unos estupendos gráficos que clasifican los gastos como porciones de queso de vistosos colores, pero con grandes dosis de colesterol, o traducido en términos contables: un déficit importante que amenaza con la viabilidad de la operación. Nada de eso es culpa mía, yo solo ordeno, fijo y doy esplendor a lo que otros, el jefe incluido, malgastan. Así que espero que los dardos vayan a izquierda o a derecha, sin rozarme.
Ahora que pienso en mis hojas de cálculo y los gráficos multicolores, recuerdo una pequeña partida que me ha llamado la atención durante el repaso: androides. ¿Para qué demonios los hemos comprado? Es un gasto insignificante comparado con otros, pero tiene que obedecer a algo. No me imagino el papel que puede desarrollar un humanoide en un trabajo que ya por sí desarrolla otra máquina, la impresora 3D.
Pasan diez minutos de la hora y se ha distendido un poco el ambiente. La tensión no se podía mantener tanto tiempo y se ha roto con un murmullo que ha ido creciendo hasta convertirse en un pequeño barullo. Lo he aprovechado para preguntar al director de I+D sobre la partida misteriosa. Se ha puesto formal y me ha pedido que le guarde el secreto: están ensayando en un androide de nueva generación la implantación de las nuevas tintas. A nadie se le escapa que, de tener éxito, podrían reemplazar a los humanos y a la dirección le preocupa que se sepa antes de tiempo, pues podría tener graves consecuencias en las reivindicaciones sindicales de la empresa.
A pesar de que me ha contado la confidencia con la voz muy baja, a punto ha estado de saberlo todo el mundo, pues en ese momento se ha abierto la puerta para dar paso al gerente, vestido con su impecable traje blanco y su maletín a juego. Es un hombre de mediana estatura tirando a bajo, con el cuerpo delgado, fibroso y el rostro moreno, arrugado, rasgo que, acompañado de su abundante pelo blanco, le hacen parecer más viejo. Nunca lleva demasiados adornos y es de ademanes bruscos, lengua mordaz e ira incontenible, aunque algunas veces se muestre tolerante y comprensivo con los suyos, como un padre exigente que se ablanda ante la sonrisa de un hijo.
Como no sabemos hacia qué lado se va a inclinar esta vez esa dualidad de su carácter, todo el mundo se muestra expectante, en un silencio espeso, mientras él saca los papeles de la cartera, se ajusta las gafas y nos saluda con una fórmula amistosa, ajena a toda formalidad.
Pronto se ve que la reunión va a ser distendida. A pesar de que el discurso de don Eduardo no evita el análisis pormenorizado de todos los problemas, y tampoco ahorra la asignación de responsabilidades, el gerente muestra una amplia sonrisa de prestidigitador. Parece como si pretendiera utilizar su verborrea para esconder un as que deberá salir de alguna de sus dos mangas. Se dirige a los presuntos culpables con reproches muy suaves, que suenan a palmaditas en la espalda.
El punto cumbre de su exposición es el problema de las tintas. Lee un informe de los técnicos del laboratorio donde se asegura que por fin se ha encontrado una combinación que asegura al mismo tiempo la inocuidad y la permanencia de las mismas en la piel humana. Además, la fácil eliminación con disolventes muy poco agresivos.
Tras comentar estas buenas noticias, hace una pausa y llama a Chelo. Le pide que acerque un paquete muy voluminoso que estaba escondido dentro de un armario. La secretaria lo desenvuelve y muestra ante nuestros ojos un androide que parece a simple vista una bella mujer, calcada a ella como un clon. Va vestida, incluso, con la misma ropa. Permanece tumbada sobre la mesa, inmóvil, hasta que el jefe, presionando dos dedos sobre el cuello, la pone en marcha. Abre los ojos y se incorpora con movimientos suaves. Saluda a los presentes con una voz que conserva un deje metálico.
En ese momento, el jefe le pide que se quite la ropa y se tumbe sobre la mesa. El androide obedece a las órdenes con movimientos precisos. A cada paso, va mostrando un trozo más de piel, impreso en letras góticas. Cuando termina de quitarse la última prenda, se extiende sobre la mesa y todo el texto se muestra legible. Se trata de la reproducción de un códice medieval, con letras capitulares decoradas en vivos colores, que recuerda el Libro de Kells.
El hombre de pelo blanco nos invita a que nos acerquemos y toquemos, sin ningún reparo, el texto, que no se desprende aunque frotemos con insistencia sobre las letras. El resultado es magnífico.
Terminada la inspección, vueltos todos nosotros a nuestros asientos, don Eduardo prosigue con sus explicaciones. Los androides permiten una gran calidad de impresión y favorecen la producción a gran escala, afirma, aunque sean fríos. Los vamos a emplear en grandes tiradas de ejemplares, a precios asequibles, con lo que conseguiremos llegar a una parte importante del mercado. Las primeras presentaciones las haremos aquí, en nuestra sala de juntas. Este androide, Cloe, será nuestro conejillo de indias. Ha pensado en sesiones tipo Nyotaimori, que consisten, como sabemos, en comer sashimi o sushi sobre mujeres desnudas. Espera que sea un gran éxito, aunque nada comparado con el producto estrella, que Chelo nos mostrará a continuación.
La secretaria se dirige a la mesa, desconecta al androide y lo deja sentado sobre una silla libre. Acto seguido, se sitúa frente a todos, se quita la chaqueta y comienza a desabotonar la blusa. Se ruboriza, por un momento, pero consigue controlar sus emociones y prosigue despacio, mostrando su cuerpo esbelto camuflado detrás de grabados y letras, que todavía no tienen ningún significado para nosotros. Sus movimientos son bien diferentes a los de Cloe. La sensualidad brota a cada paso, cuando cae una manga o se desliza la falda. Se desborda cuando se desprende del sujetador y las bragas, aunque su anatomía apenas sea distinguible bajo la tinta. Toda ella está cubierta de texto e imágenes salvo la cara y el cuello, las únicas partes que mostraba cuando estaba vestida.
Una vez tumbada sobre la mesa, el jefe vuelve a sugerir que nos acerquemos. Esta vez, se mira y no se toca, advierte. Es una situación muy embarazosa. Chelo permanece con los ojos abiertos, mirando al techo, como si todo lo que pasa a su alrededor le resultara ajeno. Una vez superado mi rubor inicial, me acerco, esforzándome en olvidar el cuerpo que tengo delante y concentrándome en lo que está grafiado sobre él. Es un texto árabe, decorado con abundantes grabados en los que una princesa yacente se dirige a un joven príncipe. No tardo en adivinar que se trata de fragmentos de Las Mil y Una Noches. A la altura del vientre, sorteando con habilidad el ombligo de la mujer, leo los siguientes versos:
“Quien compara tu talle con la rama fresca, mala y falaz comparación hacía:
la rama más hermosa es aquella que se encuentra revestida por las flores;
tú, en cambio, eres más hermosa cuanto más desnuda.”
Sonrío al ver lo adecuado del contenido y la posición de las estrofas. Me pregunto cuánto sería capaz alguien de pagar para leer este texto en estas condiciones. Barrunto para mis adentros que este proyecto lleva camino de ser un éxito completo. Mientras tanto, Chelo contrae un poco su vientre, acariciado, sin duda, por las miradas de una docena de admiradores.