Nudo en la garganta
[RG]
Hacía un día particularmente soleado, especialmente para un funeral. Los trajes de luto concentraban el calor que se desbordaba por las vidrieras de la iglesia, estrangulando a las docenas de personas sentadas en los bancos. Marina, con más sudor que lágrimas en el rostro, se inclinó hacia su hermano pequeño, Ángel, de veinte años.
—Me parece que el que más cómodo está en toda la sala es papá—. El susurro apenas se alzó por encima del aleteo de los abanicos, pero Ángel lo recibió con una media sonrisa burlona.
—No hay nadie más a gusto en un funeral que el difunto —convino, sin apartar la mirada del ataúd. Marina podía imaginar a su padre, en el interior, reprochándola con la mirada por aquella impertinente broma.
La primera hilera de bancos estaba reservada para los familiares, por motivos que Marina no alcanzaba a comprender. Si por ella fuese se habría sentado al fondo, como en el cine o en la universidad, y no plantada frente a la enorme caja de madera en la que habían encajado a su padre. Su nuca siseaba ocasionalmente con cada mirada que se clavaba en ella, cada inspección conmiserativa de rayos X tratando de averiguar cómo se encontraban el par de recientes huérfanos que había dejado atrás aquel respetado arquitecto.
Aparte de ser la primera fila, era también la más vacía, como en el aula de un examen para el que nadie ha estudiado. A un extremo del banco se encontraba la rechoncha tía de los hermanos, cuyos embistes con el abanico alcanzaban a refrescar a la pareja de ancianos, padres del fallecido, apostados al otro extremo del banco. Nadie más ocupaba estos asientos reservados. Ni siquiera su propia mujer, y eso que él asistió a su funeral cuando ella murió. Sin embargo, ella no había tenido la decencia de devolverle el favor.
Marina tuvo que recordarse que se encontraba en el funeral de su propio padre para contener la risa. De nuevo, la situación le recordó a una clase interminable, en la que el aburrimiento conduce a un chorro de incontenibles risas que fluyen de un grifo sin manija; salvo que en esta ocasión era aún más complicado contenerse, haciendo malabares entre las risas y las lágrimas que luchaban por desatarse del nudo en su garganta.
La última vez que habló con su padre fue por teléfono, apenas dos semanas antes de su muerte. Un periodo relativamente corto de tiempo, teniendo en cuenta que llevaban año y medio sin hablar antes de aquel momento. La voz de su padre no estaba envenenada con agresiva indiferencia, como la última vez que hablaron; sonaba más débil, más sosegada, más familiar.
—Marina, soy papá. Creo que hay mucho de lo que tenemos que hablar, desde hace demasiado tiempo. Me encantaría que te pasases por casa un día de estos. Tengo algo que enseñarte.
Así se presentó su padre después de meses y meses de incomunicación. Marina no dijo mucho más, aunque tartamudeó y balbuceó bastante. Presa del impacto del momento, solo tuvo tiempo de aceptar la oferta y despedirse. Ahora, todos esos titubeos se habían convertido en preguntas, pero ya no estaba su padre para contestarlas; murió antes de que aquella reunión tuviese lugar.
Durante aquel año y medio posterior a la pelea, Ángel había servido de mediador, visitando a ambos, informando periódicamente a Marina de cómo se encontraba su padre, contándole todas las novedades… pero para ella calaba más aquello que él no contaba. Ángel nunca le habló de un día en que su padre saliese de su estudio a pasear por el parque y respirar el aire fresco, como solía hacer cuando sus hijos eran aún niños pequeños; ni del momento en que recuperó sus antiguas amistades, abandonadas con el paso del tiempo, y dejó atrás sus días de soledad; ni de cómo superó la muerte de su esposa al conocer a otra mujer capaz de hacerle sentir joven de nuevo y de hacerle sonreír. Ángel nunca le dijo que su padre había vuelto a ser feliz. Ángel nunca le habló de nada de esto, sencillamente, porque nada de esto llegó a ocurrir jamás.
La duración del rencor tras una discusión es directamente proporcional al resentimiento previo causante de dicha discusión. Es una ley universal. Cuando uno lleva reprimiendo durante años una idea, esta crece, toma vida propia y empieza a mover los hilos que controlan la persona. En el caso de Marina, el distanciamiento con su padre se había ido agravando durante años desde que su madre murió, fruto de la insistencia de su padre de convertir a su hija en lo que él quería que fuese, y de la frustración de la hija por no poder serlo.
El día que todo ese resentimiento estalló fue la última vez que Marina vio a su padre. Estaba en su estudio, iluminado únicamente por la pantalla del ordenador, que le confería un aspecto drenado, fantasmal. El escritorio se encontraba en el centro de la habitación, con varios armarios y estanterías rodeándolo. Destacaba la vitrina que se erigía a la izquierda, llena de trofeos, premios y diplomas. Ninguno era de Marina.
Con la determinación de quien quiere llevar la razón a toda costa, se plantó frente al escritorio, donde su padre, sin apenas despegar la mirada de la pantalla, daba los últimos retoques en el ordenador a unos planos arquitectónicos, que posteriormente convertiría en una maqueta a escala con su impresora en tres dimensiones, antaño un invento futurista, ahora un aparato común.
—¿Tienes algo que contarme? —inquirió su padre, a pesar de que había sido él quien la había convocado a su estudio.
—¿Para qué, si ya lo sabes? —replicó la joven, con un leve temblor en la voz. Él asintió levemente, sin mirarla. Él estaba sentado y ella de pie frente a él; sin embargo la figura de su padre era la más imponente.
—El otro día llamé al conservatorio para ver cómo estabas progresando, dado que nunca te oigo practicar en casa. Me han dicho que no has ido a ninguna clase este mes.
—No —confirmó Marina. Se produjo un silencio, en el que el padre aguardó a que su hija justificase su respuesta. No lo hizo.
—¿Por qué? —preguntó finalmente su padre con un deje de exasperación.
—Porque no quiero seguir yendo. No sirve para nada; no tengo nivel suficiente. Estamos malgastando el dinero.
—Ya veo —se puso de pie, y su mirada finalmente encontró la de Marina, quien tuvo que esforzarse por mantenerla—. Así que te dedicas a faltar a clases, no practicas nada en casa, y a los pocos meses decides tirar la toalla, ¿no es eso? Igual que con todo lo demás. Decides el primer día que no vas a conseguir hacer algo, y el resto de días consisten en reforzar esa teoría.
Se giró hacia el armario situado detrás de él, y abrió las puertas acristaladas para sacar una botella de coñac. A través del cristal, sobre el estante superior podía verse un regalo que Marina había hecho para su padre en el colegio, cuando tenía apenas diez años. Se trataba de una estatua de cerámica de Marina y su padre, uno al lado del otro, con carne de arcilla y huesos de mondadientes. Su alter ego de cerámica le dedicó una esperpéntica sonrisa que hizo que sus entrañas hirviesen con repentina rabia.
—Papá, quiero que esto te quede claro de una vez: no soy como tú. No soy como era mamá. No tengo una mente prodigiosa, y no la voy a tener por más que te empeñes. Siento no saber tocar el piano ni hacer edificios ni saber de negocios ni servir para nada, pero vas a tener que conformarte con esto por más que te pese…
—Marina, deja de hablar así—. Su padre la interrumpió con un tono tranquilo, calmado, que sólo consiguió enfurecerla más—. No simplifiques los éxitos de tu madre achacándolos a su talento, como si no tuviese detrás años y años de esfuerzo. Eso es lo importante; la disciplina, el esfuerzo que…
—¿Esfuerzo? ¿Esfuerzo? —repitió, incrédula, alzando sin percatarse el tono de voz—. ¿Qué sabes tú de esfuerzo? ¿Sabes lo que tengo que esforzarme yo para estar al nivel que me exiges? ¡Yo puedo estudiar día y noche durante dos semanas para un solo examen y sacar menos de lo que tú o mamá habríais sacado estudiando la noche antes! ¿Te crees que todo el mundo es tan privilegiado como tú? A ti nunca te ha importado lo que yo me esforzara, tú solo querías ver los resultados. Desde que murió mamá has intentado convertirme en una especie de copia de ella. Me llevas a todas esas clases y me presionas constantemente para poder estar orgulloso de mí, ¡pero cuando te muestro lo que consigo después de todo el esfuerzo, nunca, nunca te parece suficiente! ¡Nunca estabas orgulloso!—. Las palabras se atropellaban en su boca, intentando escapar tras años de aprisionamiento.
—Esto es absurdo. ¿De eso se trata, crees que no estoy orgulloso de mi propia hija?
—¿Lo estás?
—En momentos como éste es sinceramente difícil—. Marina asintió, haciendo una mueca amarga. Su mirada se alzó hasta el armario entreabierto.
—¿Qué me dices de eso? ¡Me costó horrores hacer esa porquería de cerámica, y la tienes escondida en ese armario para que nadie la vea!
Su padre sacó la figura del armario con brusquedad y la colocó sobre el escritorio, al lado de la impresora tridimensional.
—Ya está, a plena vista. ¿Estás contenta ahora? ¿Te crees que me importa que las visitas vean esto, o lo que piensen de mí o de ti? Es un maldito pedazo de arcilla, ¿qué más da dónde la ponga?
—¡Podrías ponerlo en la vitrina, con la foto enmarcada que te regaló Ángel, o todos tus diplomas, o tus regalos de empresa! Dices que te da igual lo que piense la gente, pero exhibes todos esos regalos y escondes el mío.
—Por favor —resopló su padre, con una media sonrisa burlona—. Cuando hagas algo que merezca estar en esa vitrina estaré encantado de ponerlo.
La mano de Marina tomó la decisión antes que su cerebro. Con un solo movimiento preciso, proyectó la figura de arcilla contra la pared, se dio media vuelta y salió con el mismo ímpetu con el que había entrado, sin siquiera dedicar una última mirada a su padre, que miraba atónito los cientos de pedazos en los que se había desintegrado el regalo de su hija.
Eran casi las once de la noche, y las dos únicas personas que no habían vuelto a sus respectivos hogares tras el funeral eran los dos hermanos, que habían comprado una botella de champán y estaban honrando la memoria de su padre de la forma en que sólo un par de veinteañeros saben honrar algo: bebiendo alcohol al aire libre, acariciados por la brisa de la noche estival. Estaban sentados en el jardín del hogar en el que crecieron, un hermoso chalet de dos pisos, desván y piscina. Una casa cuya amplitud se hacía más innecesaria a medida que iban desapareciendo personas de ella, y que parecía más grande que nunca ahora que sólo albergaba historias y fantasmas.
—¿Seguro que no le notaste enfermo los últimos días? —la pregunta rompió el silencio que había arropado el jardín en los últimos minutos.
—Si hubiese notado algo, te habría avisado. Estaba perfectamente, mejor que de costumbre, de hecho. Supongo que le afectó el calor de estos últimos días —sentenció, dando un trago a morro de la botella y pasándosela a Marina.
—Probablemente se murió de calor otra vez dentro del ataúd. Debimos meterle un ventilador dentro para que pudiese refrescarse —una sonrisa se dibujó entre las sombras que tiznaban el rostro de Ángel.
—Creo que no estamos tomándonos esto como deberíamos. Quiero decir, nunca pensé demasiado en este momento, pero… no sé. No imaginé que estaría haciendo bromas sobre el tema después del funeral.
Marina se encogió de hombros mientras separaba la botella de sus labios.
—No podemos estar tristes todo el tiempo. No funciona así. Yo lo he pasado fatal estos días, he tenido momentos muy malos, pero luego hay otros momentos como éste en los que mi cerebro se… se distrae de todo el drama, supongo. Será por el champán, o por estar hablando contigo, pero me noto esperanzada, optimista. Veo la botella medio llena —tamborileó con los dedos en la botella, con una risita estúpida—. Me noto optimista. Incluso si no debería.
—¿Cómo que no deberías? —preguntó Ángel, arrebatándole discretamente la botella para dar cuenta de ella.
—Papá me llamó hace más de una semana, diciendo que teníamos que hablar y que quería enseñarme algo. No supe qué decir, como me pasa siempre que hablo con él, así que nos despedimos sin más. Me pasé todos esos días pensando en qué decirle, cómo decírselo, en qué me iba a decir y enseñar… y ya nunca lo sabré. Por mi maldito orgullo. Eso es algo que sí heredé de él, fíjate. Tú sacaste la inteligencia, y yo el orgullo. Y a él nunca le gustó ese orgullo suyo.
—Lo de la inteligencia no sé, pero lo del orgullo es cierto. Os pasasteis más de un año sin hablaros por una simple discusión. Eso sí, siempre me preguntabais todo el uno del otro cuando iba a visitar —la botella volvió a manos de Marina—. Si te sirve de consuelo, a él se le pasó el enfado mucho antes que a ti el tuyo. Quería disculparse y hacer las paces. Si no te llamó antes sería porque no se atrevía a ver cómo ibas a reaccionar.
Marina trazaba círculos en el aire con la botella, meciendo el champán en su interior, cavilando. Su fugaz optimismo se estaba resquebrajando, y entre las grietas volvía a supurar el miedo, la duda y la rabia de no llegar a saber jamás cómo habría sido aquella reunión. No importaba lo que dijese su hermano; ella nunca lo sabría de verdad.
—El champán se está acabando —fue lo único que dijo.
—¿Vamos a comprar más?
—No. Sigamos bebiendo. Bebamos hasta que la botella vuelva a estar medio llena —decretó, alzando el champán. Ángel miró la hora en su teléfono móvil.
—De hecho, creo que ya casi debería estar acabado. Sígueme —se incorporó de un salto demasiado ágil para su estado de ebriedad, y puso rumbo hacia la puerta de entrada al chalet.
—¿A dónde vas? —Marina dejó la botella en el suelo y se incorporó.
—Al estudio de papá.
Su padre había tenido la impresora 3D en su escritorio desde que ella era pequeña, allá por el año 2015 o 2016, cuando aquellos aparatos parecían ciencia ficción. Sin embargo, Marina nunca le había prestado demasiada atención. Sólo hubo dos ocasiones en las que la chica se interesó genuinamente por el aparato. La primera vez fue cuando su padre la sentó en su regazo y le mostró cómo el dibujo de una viga dentro del ordenador se transformaba en un objeto real ante sus ojos, una pequeña viga de plástico dentro de la impresora.
La segunda vez fue en aquel momento, cuando su hermano encendió la luz del estudio. Marina apenas reparó en que la habitación estaba prácticamente igual a como ella la vio por última vez. Toda su atención se centró en la impresora, que trabajaba concienzuda y ruidosamente.
—Supongo que esto es lo que te dijo por teléfono que quería enseñarte. Estaba esperando a que estuvieses con él para hacerlo. El proceso tarda bastante, así que decidí poner en marcha la impresora nada más acabar el funeral para que no tuvieses que esperar.
La impresión aún no estaba finalizada, pero Marina lo reconoció de inmediato. Lo había visto todos los días que pasó en aquella casa, presidiendo el estudio desde el armario, asomándose a través del cristal. La figura ya no era de cerámica si no de plástico, pero era idéntica a la que le había regalado a su padre trece años atrás.
—No puede ser —murmuró, acercándose a la impresora —se rompió… la rompí en pedazos. ¿De dónde sacó la imagen?—. Al rodear el escritorio, el ordenador le dio la respuesta. La impresora estaba usando de referencia cientos de imágenes distintas, una por cada pedazo de cerámica, organizadas con precisión clínica como piezas de un puzzle digital.
—Se esforzó bastante en reconstruirlo —escuchó decir a Ángel en una etérea lejanía, como si estuviese a kilómetros de distancia—. Debió llevarle mucho tiempo.
—Todo por un pedazo de arcilla —murmuró Marina. La admiración hizo que le temblase la voz. Se imaginó a su padre recogiendo los pedazos, escaneándolos uno a uno, uniéndolos digitalmente. Le imaginó a su lado, rodeándola con un brazo. Se imaginó a ambos observando la figura volver a tomar forma después de tanto tiempo, volver a cobrar vida, volver a su lugar en el armario acristalado.
Jamás llegaría a tener esa conversación con su padre, ni a decirle todo lo que había planeado. Jamás se pedirían disculpas, ni harían las paces, ni volverían a estar juntos. Pero algo había cambiado. Una parte de su padre había escapado, había engañado a la muerte y había dicho con aquella figura de plástico lo que no pudo decirle en años.
Las lágrimas llegaron sin avisar, nublándole la vista. El nudo en su garganta apretó más fuerte que nunca y, sin embargo, por primera vez en años, Marina se sentía verdaderamente en paz.