Un hotel impreso

Un hotel impreso

[Pérez Cabello]

Hace falta decir que yo había hecho la maqueta y conocía perfectamente todo. Las ventanas, las columnas, los techos planos, el acero templado de los marcos, habían sido decisión mía. Entonces era estudiante de segundo año de arquitectura, Universidad Francisco Marroquín, de la Marro, como solíamos decirle todos. Creo que no había sido la mejor maqueta, Julián había hecho un complejo deportivo futurista con todas las facilidades posibles, además de tener (no hace falta decirlo) una estética insuperable. El profesor había felicitado a los chicos de siempre, diciendo sus apellidos en alto. Se habló de algún reconocimiento, de estar orgulloso del trabajo, de seguir así durante todo el curso. Las maquetas, finalizado el trabajo, se desecharon por cuestión de espacio (claro, tantos alumnos). La semana siguiente no había nada sobre las mesas del salón de exposiciones excepto la de Mendoza, la chica que propuso una residencia universitaria de tres torres de edificios unidos entre sí. Creo recordar que en la tercera planta quedaba suspensa un área de chill out para los estudiantes con sillones cómodos, dos mesas de billar y espacio alfombrado suficiente como para cualquier clase de evento. La posibilidad de renovar las residencias del momento (tan impersonales, tan incómodas) entusiasmó a todos, que rodearon la maqueta pensando en que una de esas ventanas minúsculas, a escala, podía ser la suya. Mendoza trajo a sus padres el día del 51 aniversario de la universidad. Pasó al frente con un vestido modesto, creo recordar negro, a la hora de recibir el premio por su trabajo. El padre insistió en que aguardaran un momento, el rector y ella, antes de bajar de la tarima. Los dispuso al lado de la maqueta y sacó dos o tres fotos con el móvil a distintas alturas, empezando a avergonzar a su hija que lo veía parado muy al frente de todos, entorpeciendo la vista de los demás presentes. El acto siguió con reconocimientos de otro tipo, se me ocurre ahora, por ejemplo, la condecoración que dieron a los de derecho (tercer año), por la obtención del primer lugar en debate intercolegial.

Mendoza no se atrevió a vernos a la cara en la cafetería, era tan tímida ella y al verse acompañada por sus padres orgullosos, brillantes de alegría, dándole toques fraternales cada seis, siete segundos, la hizo ruborizarse y cohibirse aún más. Ninguno de nosotros, creo que Julián molesto por su diseño descartado, tal vez meritorio del premio (quién sabe), la saludó o dijo “felicidades Julia”; también porque entonces nadie sabía que se llamaba Julia. Se acercó a su madre para decirle algo, seguramente que se fueran cuanto antes de la universidad, tal vez dijera que le agobiaba el vestido, los tacones o la falta de aire exterior. La madre insistió en algo (no puedo decir qué, sería inventármelo, realmente) y logró hacerla sentar en una de las mesas. El señor Mendoza pagó sonriendo quizás demasiado amablemente a la cajera y le dijo que se quedara con el cambio. Era un billete de cinco, de todas formas. Se sentaron y hablaron, ambos padres viendo a su hija, hasta agotar el capuccino, las chicas, y su expreso, el señor Mendoza. En un momento pensé en levantarme de la mesa y acercarme a ellos, felicitar a la chica de parte de la clase, era tan triste. Pero entonces Julia Mendoza insistió en que por favor se fueran, algo así como “¿Nos podemos ir ya?”. Y fue el padre quien muy atentamente recogió las bandejas, las tazas vacías, las servilletas echas bola, para facilitar el trabajo de los empleados de la cafetería. Nunca más veríamos a la familia.

Julia Mendoza no tuvo que presentarse a la convocatoria extraordinaria de Junio. Al volver de vacaciones sabríamos que había obtenido una beca completa para estudiar en Noruega. Muchos no la volverían a ver.

Siempre pensé en cómo habría sido su despedida. Imaginaba una mesa con refrescos, tres pizzas familiares y unos globos contra la pared del recibidor de la casa. Las sillas ocupadas por algunos primos (José, Diego y el Andrés no habrían podido asistir por distintas razones. Mandaban, de todas formas, un saludo y mucha suerte en Europa), y por último estarían las dos abuelas que por la edad, los refrescos y el vino, olvidarían pronto el motivo de la reunión. En un momento Julia pensaría en los amigos que nunca hizo, en que no iban jamás a ocupar esa mesa o saldrían al patio excusándose un rato para fumar un cigarro; que nunca habrían de abreviarle el nombre, cambiárselo, digamos, a Juli o a Jules. Y no sé, tal vez se dejara llevar horas pensando en Noruega como una posibilidad de hacer amigos, una posibilidad, cómo decirlo, de vengarse de su propia forma de ser hasta el día ese de su despedida.

Fueron tres años más para poder graduarme. Puedo decir que me alegré, aunque, creo, antes todos habríamos creído alegrarnos más cuando la graduación llegara. El primer año no trabajé, la cosa estaba muy mal, la construcción estancada. Puedo decir que colaboré en un solo proyecto con un profesor auxiliar de la facultad y luego viajé poco, vuelos y hospedaje low cost, destinos al alcance de la mano. Todo eso (por el gusto de decir “todo eso”, que no es mucho lejos de tiempo), hasta leer la publicación semanal de la revista Buen Viaje en mi regreso definitivo a Guatemala.

Facultad de Arquitectura, UFM.

–Le estoy diciendo que eso lo diseñé yo –dije después de extenderle el documento y señalarle la foto.

La otra persona (…)

–No lo sé. Las maquetas se desechaban una vez finalizado el trabajo. Cosa de espacio, supongo.

La otra persona (…)

–A ver, se lo explico. Teníamos acceso a una impresora 3D. ¿Sí? Había que anotarse en la oficina aunque a veces, si estaba el profesor, no hacía falta, él se hacía responsable de monitorear el proceso. Lo importante es que…

La otra persona interrumpe.

–Pues por eso estoy acá ¿se da cuenta? Debíamos enviar al profesor una copia digital.

(…)

–Claro, la impresión de las partes era lo último. Antes debíamos, usted sabe, hacerlo todo en una plataforma virtual. El trabajo físico, la maqueta, ya le dije antes, era desechada. Él era el profesor.

La persona ve la revista sobre la mesa y asegura no creerme, dice que esas cosas no pasan.

–Le estoy diciendo que el hotel de esa fotografía lo diseñé yo en segundo año de carrera. Déjeme por favor entrar al despacho del profesor o llámelo si quiere, él sabrá quién soy.

La otra persona dice que no se va a jugar el empleo. Tiene instrucciones de no interrumpir al equipo docente con la única excepción de la cita previa.

–Pues claro que no tengo cita. Le estoy diciendo todo esto para saltar el protocolo, es necesario que hable con él.

La otra persona niega con la cabeza.

Me fui de allí sin poder verlo, no había vuelto a pisar la universidad desde la entrega del diploma. Me llevé, sin embargo, el número de teléfono fijo en una tarjeta de presentación y esperé a que el profesor estuviera en casa para poder llamarlo. “¿Cardoso?”, preguntó tras saludarlo y decirle mi nombre completo. “Sí,”, respondí y me anticipé a decirle “promoción de 2010”. “Sí, sí”, dijo él sin acordarse todavía de quién era. “Dígame, ¿cuál es el motivo de su llamada”. Le conté todo. Le describí además un poco la maqueta (qué importaba, él había visto tantas ya) y esperé a que respondiera algo con relación a las copias digitales. “A ver, a ver, a ver”, dijo. “¿Usted está diciendo que una ex compañera suya se robó el diseño, que entró en mi base de datos y extrajo el trabajo con su nombre?”. “O simplemente se llevó la maqueta al final de clase, sabiendo que nadie la reclamaría”, interrumpí yo. “Pero… ¿usted sabe lo que está diciendo, Carballo” (se equivocó). “¿Usted sabe de qué ex compañera está hablando? ¿Acaso sabe a quién está poniendo en el papel de ladrona?”, preguntó burlón. “Lo sé perfectamente”, respondí. El profesor resopló en el teléfono y dijo “oiga, estoy muy cansado. De todas formas, si sirve para combatir su inquietud, puedo asegurarle que no guardo copia en mi computador personal ni en el sistema de la universidad por cuestión de almacenamiento masivo, del funcionamiento adecuado de las máquinas y esas cosas. ¿Entiende? Tenemos instrucciones de borrar los documentos/datos una vez acabado el semestre. Lo siento por usted si tenía esperanza, y tenga cuidado con lo que dice y a quién se lo dice, no todos se lo van a tomar a broma, hay penalizaciones, ¿sabe?”. Y dijimos buenas noches a ambos lados del teléfono.

No me olvidé nunca de la maqueta porque alguna vez había visualizado el lugar sin estar construido. Me había visto en el lobby, en las piscinas exteriores o en los ranchos de paja que rodeaban la construcción. A pesar del plagio, de nunca haber discutido las ideas con alguien más, habían sabido dónde ponerlo, como si alguien hubiese robado, no la maqueta o el archivo digital sino la imagen mental que tenía del complejo. Una playa a 300 metros, suficiente como para que los huéspedes lleguen cansados al agua, con la temperatura corporal idónea, decía el artículo. Unas semanas después se sabría que errores en ciertas instalaciones de la construcción harían de la apertura del hotel algo no tan próximo como ya adelantaban los primeros números de Buen Viaje. Se hablaba de imprecisiones, de errores en el método de cavidad zonal, en la instalación eléctrica, en el sistema de drenaje o en la disposición de los ascensores. Algunos artículos iban acompañados de una breve opinión por parte de un experto de turno y hubo quien criticara la incompetencia del equipo de construcción, de la poca o nula experiencia de los obreros isleños (traídos de Isla de Margarita) o las condiciones del terreno (dificultosas, según lo leído). Para llegar hasta donde estaba el hotel había que tomar un barco en Carrupano o Playa del Dique, más al este, de acuerdo con la temporada del año. El barco hacía una parada obligatoria en Pampatar para cargar provisiones y más gente, antes de tirar recto hacia Isla Grande, ya en el archipiélago Los Testigos. Una isla que hasta el momento de la construcción del hotel, de la instalación del primer campamento obrero, se consideraba un trozo de tierra deshabitada, por qué no decir, desierta.

Aterricé en Caracas, desde cuyo aeropuerto realicé unas llamadas con vistas a contactar con Banana Suites, que así se llamaba el hotel, o algún responsable de su gestión. Acabé por hablar con una persona de la empresa constructora, dije ser corresponsal de la revista Buen Viaje y dije necesitar información acerca de cómo llegar a la isla. Me dejó esperando un rato en la línea, luego preguntó si tenía donde anotar. Además del lugar donde tomar el barco y esas cosas me dio un número de teléfono diciendo “es muy importante que se comunique con este número antes de partir a la isla; usted sabe, las entrevistas no son bien recibidas cuando caen por sorpresa. Feliz tarde”.

Telefoneé desde un hotel barato en Puerto Santo, llovía exageradamente. El noticiero adelantaba un mal temporal para el resto de la semana y allí estaba yo al filo del mar, sosteniendo el teléfono bajo el techo de zinc picoteado por el agua. “¿Hola?”, dijo algún venezolano en voz alta, muy grave. Pude oír la lluvia también de su lado del teléfono. “¿Hola?” volvió a repetir. “¿Quién es? ¿Me escucha?”. Iba a hablar pero entonces pensé que pospondrían la supuesta entrevista con la excusa inequívoca del mal tiempo, de las lluvias tan recias. Colgué el aparato. A la mañana siguiente dejé el hotel, el suelo afuera estaba encharcado, chocolatoso. Esperé para el barco de las dos de la tarde, que llegó sobre las 2 cuarenta. El capitán se disculpó al salir a fumar y verme de pie contra el muelle. “El temporal”, me dijo. “La mitad de las embarcaciones de este lado no llegarían ni a Playa Loero, imagínese, perderían el rumbo en medio del oleaje y la lluvia cayendo a manotazos”. Mientras hablaba veía perdido el final del agua como sábanas inmensas, interminables, las islas detrás de la distancia. “¿Va a hospedarse en el hotel?”, preguntó volviendo a chupar del cigarrillo, volviendo a mi rostro. Dije que no sabía que estuviera abierto, al menos no hasta el verano siguiente, según las publicaciones. “Los ingenieros, tengo entendido (dijo), pasan largas temporadas en el hotel. En días como estos nadie puede darse el lujo de ir y venir como si nada, ¿se da cuenta? Sería peligroso”. Después preguntó la razón de mi visita a la isla (siempre desde la amabilidad y el respeto). Volví a mentir con eso de ser corresponsal y no dio tiempo para más, pisó el cigarro contra la madera mojada del muelle y tras el grito de un compañero a bordo me avisó que partíamos.

Llegamos de noche. Tuvimos que aguardar más de lo normal (medidas de precaución) en las costas de Margarita. Ya habían cargado algunas cosas básicas, encargos de los obreros en Los Testigos cuando empezó a llover a cántaros. El capitán me explicó mientras aflojaba un poco la lluvia que básicamente llevaban agua, baterías de litio, velas, tabaco, revistas, zapatos, latas de sardinas, fósforos, papel de baño, loción anti mosquitos, ropa nueva y otras cosas que no recuerdo y que los empleados suelen necesitar. Los de Banana Hotel tenían sus propios barcos de transporte, me explicó, para mover materiales y equipos pesados, por lo que no dependían de las embarcaciones locales. De todas formas, lo importante es que bajé y el capitán se despidió de mí personalmente en la cubierta antes de volver al interior y sacar las cosas. Ese día fui yo el único visitante de la isla.

Era domingo, los ruidos de construcción eran nulos y se oía como cosa única el sonido de las olas contra las rocas. Atravesé la playa con una linterna de mano hasta ver el sendero que, supuse, llevaba al hotel. A medio camino, al filo de una quebrada, vi el campamento obrero, tal vez las luces de sus linternas dentro y fuera de las champas de nylon. Seguí hacia arriba hasta toparme con la limpieza del terreno que rompía con la espesa vegetación del sendero. Jardines extensos, bien cuidados, que ondulaban hasta el edificio. Noté sin sorpresa que algunas de las luces del bloque principal estaban encendidas, la del lobby y las de dos habitaciones de la tercera planta, ya el capitán me había dicho que una parte del equipo dormía en el hotel. No pude contener la sensación de rabia, no sé si de éxtasis a la vez al verme sobre mi propia maqueta. Veía a mi alrededor atónito, otra vez sintiendo los 19 años de un estudiante de arquitectura. El agua caía incesantemente sobre las piscinas vacías, sobre los ranchos aún en obras y regaba el concreto de las fachadas hasta opacarlo, hasta salpicar los marcos plateados de las ventanas, hasta nublarme la vista. Yo lo había pensado todo.

Entré por la puerta de cristal. El mostrador del lobby tenía unas luces apagadas colgando por encima. Fui hasta donde estaba el ascensor, las puertas cubiertas por un plástico de prohibida la entrada. No tardé en escuchar las risas que venían de los sillones del bar, (yo había dispuesto cada parte, no hace falta decirlo), sabía dónde estarían. Irrumpí en medio del salón bien alfombrado y encaré un grupo de gente desconocida bien dispuesta en torno a una mesa. Dejaron de hablar, de reírse, y en cambio me vieron, los hombres desde sus whiskeys, las chicas desde sus martinis. Por un rato la busqué entre el humo de los cigarros, pero no estaba allí. Uno de los que ocupaban la mesa me vio finalmente con asco y se atrevió a decir algo que no entendí, algo recio. Después de un rato, de darse cuenta que no hablaba su lengua (ruso, polaco, qué se yo), resopló y dijo “Who the hell are you?” (¿Quién coño eres?), a lo que yo devolví en castellano “El arquitecto de esta mierda”. Me alejé del bar y corrí buscando las escaleras, llegué a la tercera planta jadeando de cansancio, del peso de los pantalones mojados. El pasillo estaba apenas iluminado y no tuve que pasar muchas puertas para dar con la primera habitación que vi con luz por debajo, regando la alfombra. Toqué dos, tres veces. Nadie respondió. Probé la manija, rígida, cerrada por dentro. Recordé la otra ventana iluminada y seguí andando pasillo arriba hasta dar con la otra habitación, también con luz en la separación de la puerta. No quise tocar y en cambio fui directamente a la manija. Abrió suave, silenciosa. Me encontré de pronto con el olor estancado de algún perfume, tal vez desodorante en aerosol. La televisión encendida en alguna película del viejo oeste, tengo la imagen de Jennifer O’Neill. No tiene importancia. El mando estaba sobre la cama desarreglada y eso lo redujo todo al baño en suite. El sonido de la T.V golpeaba contra los muebles nuevos, impecables de la habitación. Fui hasta el ropero que cubría la entrada del baño y advertí que no estaba cerrada la puerta, estaba como sobrepuesta, tal vez para oír la película desde allí. Extendí el brazo, sentí la madera y empujé hasta la imagen completa de Mendoza sentada en el wáter, calzones en los tobillos. “Usted nunca estaría allá abajo en el bar, ¿no es cierto Mendoza?”, le dije, “Usted no aguantaría a tanta gente, el humo de los cigarrillos o los chistes que la obliguen a imitar la risa”. Me miró a los ojos sin decir nada, no parecía asustada. “¿Sabe?, (le dije), el día de la cafetería, del reconocimiento, de sus padres en la mesa, quise acercarme y felicitarla”. Mendoza se limitó a sonreír. Entonces pensé que estábamos, después de tanto, ampliados en mi maqueta y que ella no se había subido las bragas.

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