La perfección
[Rafael Velis Ferre]
Un alto muro blanco rodeaba el elegante edificio de dos plantas, el cual destacaba sobre la inmensa masa verde que suponía el bosque de alrededor. La construcción había sido diseñada para albergar la gran impresora que debía cambiar el mundo. O al menos eso pensaba su dueño.
Precisamente del interior de la misma resonó la clara y límpida voz de Miki.
–Llámale, la impresora ha vuelto a estropearse.
Rafa, que estaba fuera, resopló, pero no contradijo al encargado, sabía que si debía llamar al Jefe era porque se trataba de algo grave. Subió los blancos peldaños que conducían a la planta de arriba con paso cansado. La piedra tallada y la madera trabajada se entremezclaban sin trauma alguno en las magníficas escaleras, aunque para los que llevaban allí tanto tiempo como él, hacía mucho que dejó de reparar en ellas. Rafa llegó al rellano y llamó a la puerta del despacho. Dos golpes, suaves y rápidos, como siempre hacía.
–¡Adelante! –resonó una recia voz al otro lado de la puerta.
Rafa entrecerró los ojos incluso antes de abrir. La fuerza de la costumbre le hacía tomar esa pequeña medida de defensa. Aún así el resplandor de luz blanca le cegó cuando abrió la puerta.
–Venga, no exageres, ya estás acostumbrado. ¿Qué pasa?
El Jefe nunca perdía el tiempo, siempre estaba ocupado, y sus preguntas eran directas y concisas.
–Señor, la impresora se ha estropeado…
–¿Y para eso me llamas?
Rafa se encogió de hombros y se rascó el mentón imberbe.
–Me lo ha dicho Miki.
El Jefe se levantó con aire contrariado. Le sacaba más de una cabeza a Rafa, y su porte elegante y serio despertaba en los tres empleados una mezcla de temor y reverencia.
–Miki últimamente ya no toma decisiones por él mismo…
Rafa miró al Jefe mientras pasaba por delante de él y pudo notar ese olor a justicia y esperanza que desprendía y que sólo se podía oler si se estaba lo suficiente cerca. Y como siempre que captaba ese olor, le siguió casi embelesado.
El elegante traje blanco del Jefe casi refulgía. Parecía que ninguna arruga podría afectarle nunca, y a ello contribuía la particular decoración, unas finas líneas verticales negras, que ayudaba a esa imagen almidonada.
–¿Qué ocurre ahora? –preguntó el Jefe al llegar junto a la gigantesca impresora, como si inquiriese a la propia máquina.
Aunque tardó unos segundos en aparecer, Miki surgió por la boca de un estrecho agujero que apenas era visible en la gran impresora. El encargado estaba cubierto de pies a cabeza de un líquido rojo pegajoso. Miki colocó los brazos a los lados de la trampilla, y se apoyó en sus codos para mantener medio cuerpo fuera.
–Señor, esto no es normal. Gabo ha identificado dos cartuchos que nunca habíamos visto. Son muy extraños…
–¿Dos cartuchos que nunca habíais visto? Eso es imposible.
–Señor, con todos mis respetos, sé identificarlos.
El Jefe miró al encargado con severidad. Dos ojos grisáceos se posaron en los de Miki, y este sintió un pequeño estremecimiento, pues no era fácil soportar el peso de esa mirada cargada de sabiduría cuando se tornaba seria, casi irascible, casi… El Jefe dejó soltar un resoplido y se mesó su larga barba blanca.
–Bien, ¿y cómo es posible que dos cartuchos desconocidos estén ahí?
–No tengo respuesta para esa pregunta señor –Miki tuvo que soplar para que el líquido que le chorreaba de la frente no le entrara en la boca.
El Jefe le apremió a una respuesta con un movimiento de manos que dejaba de manera patente su exasperación.
–Puede que… puede que Lucy los colocara ahí antes de que fuese despedido.
La respuesta del encargado dejó consternado al Jefe.
–Pero, eso supondría que esos cartuchos son defectuosos. Fue expulsado por eso.
–Mucho me temo que sí, son defectuosos, son… malvados.
Tanto el Jefe como Rafa contemplaron a Miki con evidente estupor en la mirada.
Si había dos cartuchos defectuosos, eso podía suponer que todo lo que se había impreso hasta ahora fuese defectuoso. Podía suponer que la perfección buscada en la creación no se había alcanzado. Podía suponer que habían fracasado de manera estrepitosa, y eso era algo que el Jefe sentía como una vergüenza propia. De repente ya no se veía a sí mismo como esa mano todopoderosa, capaz, inalterable y resolutiva en la que su pequeño, pero eficaz equipo, se apoyaba en todo momento. Por unos instantes, que se le hicieron eternos, se sintió desfallecer y se le pasó por la cabeza abandonar todo. Pero entonces se percató que no podía huir, porque entonces Lucy habría ganado… y él no perdía, él era el Jefe.
Aún así no se atrevía a formular esa pregunta que le estaba haciendo tener todos aquellos pensamientos alejados de su forma de ser.
–¿Toda la producción ha sido defectuosa? –preguntó Rafa por él.
Miki miró al operario con tranquilidad, aunque en su mirada se podía distinguir su desazón. Finalmente contestó a Rafa de manera afirmativa con un leve movimiento de cabeza. Luego miró al Jefe esperando una posible solución, una posible salida al mayor apuro al que se habían enfrentado en toda la creación.
En ese momento Gabo salió por otro pequeño conducto de la gran máquina.
–Oh, estáis todos aquí… ¿ya os ha contado Miki?
Nadie pareció escucharlo. El Jefe siguió pensando mirando al suelo, y Miki y Rafa tenían su mirada posada precisamente en el Jefe, esperando una solución milagrosa.
–Detecto por el silencio que sí estáis al corriente –susurró Gabo.
–Debí haber expulsado a Lucy mucho antes, en cuanto mostró interés por querer dejar su sello en la humanidad –se lamentó el Jefe sin levantar la mirada–. ¿Has identificado de qué tipo son los cartuchos? –preguntó en voz alta y dirigiéndose a Gabo.
–Mucho me temo que sí, se encuentran rellenos de los siete problemas que tuvimos desde el principio…
–Y que se solucionaron cuando expulsamos a Lucy… –terminó por él Rafa.
–¡Premio! –dijo sonriendo Gabo, que al momento borró la sonrisa al recordar la tensión patente.
–Creo que al final lo ha conseguido, puede que los dos cartuchos hayan impreso en los seres humanos la lujuria, la pereza, la gula, la ira, la envidia, la avaricia y la soberbia. Los siete problemas que, como bien dice Gabo, localizó desde el comienzo en toda la producción de la máquina –dijo Miki.
El Jefe movió la cabeza desesperado. No podía creer que toda la humanidad que había confeccionado con tanto mimo, con tanto esmero, se hubiera ido al traste por aquello.
Había puesto todo su empeño en esta producción. Recordó entonces cómo primero había contado con cuatro arcángeles: Rafael, Lucifer, Miguel y Gabriel. El trabajo cotidiano y el paso del tiempo les había hecho llamarse de manera más coloquial entre ellos, y aquella camaradería dio sus frutos desde el principio.
Sin embargo Lucifer no había resultado ser como esperaba. Al poco tiempo de comenzar la producción de la Humanidad, dejó claro que no se conformaba con el puesto de encargado, y llegó a desafiar en varias ocasiones sus decisiones. Tras una fuerte discusión, en la que faltó poco para que llegaran a las manos, Lucy pareció vplver al redil. Pero aquello no fue más que un pequeño receso en su actitud, pues al poco quiso que la máquina funcionara como él mismo deseaba, no como le decía su Jefe.
Según Lucy los humanos debían poseer todos los sentimientos posibles, no sólo aquellos que Dios quería, es decir, los más perfectos y puros. Para él, la creación debía ser imperfecta, pues ellos mismos, sus creadores, eran imperfectos. Tras una pelea en la que sí que esta vez llegaron a las manos, Dios expulsó del Paraíso a Lucy, y lo mandó al Infierno, donde con terrible y macabra ironía, reinaría sobre el reino donde iba a parar todo lo imperfecto que Dios y los suyos habían creado.
Desde entonces se había apoyado en Rafa, Miki y Gabo para proseguir con una creación, que ahora sí, o eso creía, sería perfecta. Y esa palabra resonó como un eco martilleante en la cabeza de Dios.
–La máquina era perfecta, era perfecta… –dijo en tono lastimero y casi inaudible.
–Señor, no se martirice, la máquina sí ha sido perfecta, hemos sido nosotros los que no lo hemos sido por confiar en Lucifer –dijo Miki intentando levantar el ánimo a Dios.
Era cierto. La máquina no tenía nada que ver, habían sido ellos, mejor dicho, había sido él quien había fallado…
–Señor, ¿no podemos remediarlo? –preguntó el arcángel Rafael.
–No, la humanidad deberá vivir con ello, sobrevivir a sus propios males… ya forma parte de ellos, al fin y al cabo si yo, que soy su padre no soy perfecto, ¿cómo iban a serlo ellos?
Los tres arcángeles se miraron entre ellos con una mezcla de nostalgia, rabia y confusión. La gran tarea de la creación había fallado, al menos en parte, pues los seres humanos tendrían que vivir con las virtudes dadas por ellos y su extraordinaria máquina que los había producido, pero también con la maldad que Lucy, Lucifer, había conseguido introducir en ellos.
–La máquina era perfecta, era perfecta –fue todo lo que Dios añadió mientras se dirigía de nuevo a su despacho.