La teoría y la práctica

La teoría y la práctica

[Pilar Saborit Tel]

Como profesional y experta en Psicoestética femenina puedo afirmar sin temor a equivocarme que ser guapa es genial. Sentirse atractiva provoca envidia y deleite en el prójimo, y eso da mucha seguridad para andar por la vida. Como persona, lo ratifico.

Lo peor de este tema de las guapuras empieza cuando se entra en la edad del pavo. Un día le da a una por mirarse al espejo con calma y descubre que algo falla, mejor dicho, que toda entera se es un cúmulo de desperfectos y entonces lo que no falla es que le eche la culpa a sus pobres padres, que pusieron muy buena voluntad mientras la hacían pero que luego se conformaron con lo que les salió. Pero como se es casi una niña y todavía no se han estudiado las leyes de Mendel, es casi preceptivo descargar la frustración contra ellos. Está comprobado que se trata de algo inevitable que va incluido en el mismo pack del instinto de supervivencia y el de echar la culpa de todo lo malo al resto de la humanidad.

Por ejemplo, imaginemos que el problema son unos kilos de más: se hace urgente buscar un gimnasio y ponerse a dieta. Seguramente esa barriguita siempre estuvo ahí, pero de repente se ha convertido en una contrariedad que quita el sueño a la perjudicada, la pone de malhumor y acaba afectando a la convivencia familiar. Pero claro, eso del deporte resulta insufrible y no digamos suprimir del menú los donuts de chocolate y las hamburguesas del McDonald´s, que con salsa barbacoa son lo más de lo más. Así que la niña deja el aeróbic mientras busca con ahínco otra solución menos penosa y aprovecha para ampliar el círculo de culpables de su desgracia a otros miembros de su árbol genealógico.

Por otra parte, lo habitual es que no se trate de un único problema sino que la barriguita vaya unida a una radiografía dental poco grata, a erupciones en la cara y a un vello pertinaz que ha invadido su cuerpo y que la tiene más pendiente que el WhatsApp. Depende de la combinación de factores, la solución va a provocar mayor o menor trastorno en la economía familiar, pudiendo también hacer estragos en la seguridad social.

Es cierto también que con el paso del tiempo esa niña se dará cuenta de que no es rápido ni fácil modificar las hechuras que se han paseado por el barrio durante tantos años, y sin saber cómo, poco a poco acabará aceptando sus defectos, dejarán de molestarla e incluso algunos acabarán enorgulleciéndola. Parece irracional, pero está demostrado. Como técnico lo sostengo y al respecto expreso una doble conclusión: primera, si una se cuida un poco está más mona que si no lo hace; y segunda, al final lo mejor es afiliarse un novio poco atractivo, así se le mira cada día, se le compara con una y la autoestima se mantiene en niveles óptimos.

Eso sí, estudios científicos aparte, puedo decir a nivel personal que esta tolerancia que acompaña a la madurez tiene un límite: que tus hijos no hereden aquello que más odiaste de ti misma. Si fuera posible, los diseñarías pieza por pieza calculando al milímetro tamaños, texturas y colores para que nunca pasaran por la angustia por la que tú pasaste. Defiendo la idea de que ese poder de creación es algo con lo que todo el mundo ha fantaseado en algún momento. Lo que pocos saben es que eso, en mi caso, no fue solo una quimera sino una realidad.

Mis padres, investigadores revolucionarios adelantados a su época, me imprimieron con unos rasgos impecables. Aunque la comunidad científica lo mantiene oculto, las impresoras de órganos existieron hace ya muchos años. Quien lo niegue que me lo pregunte a mí, que fui el primer ejemplar fabricado con una de ellas y que durante años he sufrido las consecuencias.

El problema no está en perseguir lo exquisito, sino que reside en que no existe un criterio universal de perfección, ya que lo que para unos es el ideal de belleza para otros ni se le acerca. En la época de Rubens, sin ir más allá, unas caderas desmesuradas y celulíticas hacían babear al más pintado. Sissí la emperatriz, por el contrario, con su anorexia extrema, no podía salir a la calle sin que la persiguieran cientos de retratistas suspirando por inmortalizarla en sus lienzos. Lo que yo digo, para gustos, observadores.

Es cierto que hubiera sido peor que mis progenitores admiraran especialmente la pintura flamenca porque me hubiera costado un mundo renunciar a la bollería. Muy al contrario, diseñaron mi aparato digestivo con tal esmero que nunca tuve un gramo de sobrepeso. También agradezco que no fueran apasionados de los documentales, porque en aquella época triunfaba Dian Fossey y quién sabe qué aspecto hubieran podido darme en un arranque de ternura gorilesca.

Ahora bien, no puedo perdonarles que con su coeficiente intelectual se dejaran embaucar por la caja tonta, porque la culpa de lo mío la tuvo el televisor, que vino a extenderse al mismo tiempo en que se inventó la bioimpresión. Este artefacto tan nocivo que todavía nos come el coco y nos priva del raciocinio, vino a enganchar a dos científicos superdotados hasta tal punto que incorporaron a las facciones de mi rostro unas enormes y redondas gafas, de montura negra para colmo, como un guiño al programa que batía récords de audiencia los viernes por la noche. Así pues, desde que nací, parezco una azafata del Un dos tres. Vaya broma, ¿no? Seguro que se encontraban bajo los efectos de alguna droga psicodélica el día que tomaron tan simpática decisión y seguro también que sus eruditos amigos les rieron la gracia. Se molestaron en calcular al milímetro las dimensiones de la nariz de Grace Kelly y ¿para qué? Para que esta servidora tuviera un buen soporte que aguantara esas enormes antiparras. Al menos tuvieron el detalle de no ponerles cristales. También es verdad que unas piernas largas bien formadas y una piel de porcelana son dignas de agradecer, y que no puede negarse que acertaron con el pantone exacto del iris de Elisabeth Taylor, pero sinceramente, todo eso no me ha compensado por la putada.

Puestos a defender que no hay criterios correctos ni erróneos, creo justo prohibir los niños a la carta según capricho temporal de los papás, que luego el pobre infante se puede pasar la vida escuchando que es clavadito a Juanito Valderrama o mucho peor, a Justin Bieber. Seguro que sus padres argumentan muy bien su decisión, como la mía que sostenía que mis gafas me daban mucha personalidad, pero es muy triste saber que la naturaleza no tuvo nada que ver y que en estos casos sí que existen dos culpables bien identificados.

Idéntico a este fue el argumento judicial por el que les fue requisado a mis padres en su día el artilugio gracias al cual he cargado con estas pseudolentes todos los días de mi vida.

He de mencionar, siendo honesta, que mientras aquel aparato se mantuvo en funcionamiento y gracias al laboratorio clandestino que teníamos en el garaje, pudimos disfrutar de una posición acomodada. Muchos amigos y conocidos pasaron por allí en algún momento para ponerse, quitarse o mejorar alguno de sus atributos. Un amigo de mi abuelo de ideas “un poco extremistas” (según conversación pescada por casualidad), se fue transformando paulatinamente hasta lucir la estampa del mismísimo Franco. Eso sí, veinte centímetros más alto porque cuando llegó el momento de acortarle la estatura para que fuera idéntico dijo que ni pensarlo, que una cosa es ser patriota y otra “estar loco de la cabeza”.

Con tanta gente dispuesta a sacrificar comodidades por lucir una buena presencia, a nosotros nunca nos faltó de nada. Bueno, a mí sí, me faltaron amigos en el cole porque como se metían conmigo a las profesoras les daba pena y me tenían un poco mimada. Por una cosa y la otra los niños me tenían manía y me llamaban “ocho ojos”. Entonces yo lloraba para que se les regañara y sentirme vengada.

Un poco más crecidita mi actitud cambió. Cuando alguien me insultaba, me limitaba a señalar alguno de sus defectos físicos. Era normal que con tantas revistas de modelos por casa me convirtiese ya desde joven en una experta en detectar cualquier detalle imperfecto en la fisonomía de mis semejantes. Así que me convertí en un monstruo creador de complejos y traumas para ser la niña más odiada del pueblo. También el psicólogo del cole me cogió manía, pidió el traslado a otro centro donde le dieran menos trabajo. De esta forma jamás fui invitada a ningún cumpleaños ni tuve ninguna amiga del alma, de hecho siempre disfruté de un pupitre para mí sola.

Cuando a los quince años mis padres decidieron que no tenía personalidad suficiente para hacer frente a aquella situación y que con toda probabilidad habían cometido un error sometiéndome a tan ingrata prueba, claudicaron en fabricarme otro rostro sin gafas. Decididos a suprimir aquel infame complemento que estaba destrozando mi vida, sucedió que alguien nos denunció y nos lo quitaron todo. Mejor dicho, a mí no me quitaron lo que me sobraba, pero el patrimonio de mi familia se esfumó por completo.

La tarde antes de mi operación la guardia civil se presentó en nuestro garaje para desmantelar aquel consultorio ilegal que era nuestro pan de cada día y lo único que hubiera podido salvar mi adolescencia. Tuvimos que vender la casa y el Citroën “tiburón” para que mis padres pagasen al abogado que les libró de la cárcel. Y así fue como desaparecimos del mapa. Nos fuimos en tren, con lo puesto: yo, lo mío y ellos con una maleta en cada mano y sus brillantes cabecitas sobre los hombros.

En nuestro país adoptivo empezamos una nueva vida más ordinaria. Abrimos una clínica legal de las de incrustar prótesis mamarias y sorber grasa de los muslos, y estuvo bien, porque eso nos permitió sobrevivir, con su frustración pero con dignidad.

Ahora que ya soy adulta tengo asumido mi aspecto. Por fin han legalizado las bioimpresoras 3D, pero ya es un poco tarde para mí. Que te impriman una oreja o una glándula suprarrenal te cuesta un ojo de los de verdad, así que no solo voy a dejarme las gafas puestas sino que ya hace tiempo que les puse cristales, para la presbicia que es un asco porque te recuerda la edad que tienes. Además, la vida me ha demostrado que lo más importante no es tu fachada sino lo que va por dentro. Acabé enamorándome de un hombre feo y hoy puedo decir que soy una mujer feliz. Mucho más que feliz ahora que estoy embarazada. ¡Qué ilusión!, ya había perdido la esperanza de llevar en mis entrañas un niño que transportase nuestros genes a las siguientes generaciones.

¿Alguien ha visto “El caso Slevin”? Cualquiera que haya podido admirar a Josh Harnett en esta película no me culpará por desear que mi hijo se le parezca. Está muy claro que en nuestro caso no podemos arriesgarnos a que herede las facciones de su padre y de las mías, qué puedo decir, nadie sabe cómo soy en realidad. Por eso, para evitar sorpresas desagradables, hemos decidido que sea idéntico a él.

Estamos ahorrando para darle lo mejor. Espero que entienda, cuando sea mayor, que en este caso la intervención estaba del todo justificada.

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