Imágenes

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[Julia Casas]

Anoche llegó nervioso, los vidrios de la fuente de fideos se le clavan en la piel, un poco no más. No lo suficiente para sangrar. Se baña y toma unos mates apurados, mientras se peina y escucha la radio. Mira los chicos del vecino que patean la pelota. Cierra las ventanas y cortinas, son las ocho.

Esperando el doscientos setenta y tres se mira las uñas. Otros chicos juegan a la pelota. ¡Cómo tarda!

La luz de los monitores vuelve palpable lo que sea que se oculte, aquello que no tiene definición ni certezas. Todo lo que rodea espacios como este, como la oficina del ingeniero, permanece con el aire sacrosanto del trabajo intelectual, el que tiene título, y promedio, ese que se llama “calificado”.

El sillón ergonómico ya no se mece, espera que alguien lo ponga en su lugar, debajo de los glúteos de algún humano, bajo el poder que esgrima el conocimiento. Corrido hacia atrás, espera. Lustrado, espera. Y en la espera las luces no se apagan pero el teclado no susurra.

Y el botón se hundió, el color emergió y el papel cayó del escritorio. Se podría ver el perfil del hombre al llegar el rayo de sol que atraviesa el vidrio muy limpio. Y la oficina de Jerónimo se quedó en silencio, permanece esperando. Y fue cuando el manojo de llaves volvió a sonar en el descanso del segundo piso del edificio de la zona céntrica.

La cartera negra de cuero de verdad en la época del que se llama ecológico, late con el celular silencioso. Porque es horario de trabajo, y la ropa quedó en la soga, pero al respecto no tendría solución, no hasta terminar el trabajo en este departamento. En cierto modo, en ese rincón inconfesable de sí misma, le gusta hacer este departamento. Es grande, sí. Pero puede tener su propio tiempo, el patrón no importuna con observaciones más que molestas.

Juana cierra la puerta tras de sí y arrastra las zapatillas dos números más grandes hasta el cuarto de servicio. Con la puerta cerrada y, la costumbre obliga, trancada con la silla, se quita la ropa de calle, unas calzas y la remera que el patrón le regaló para su cumpleaños y viste el uniforme. Ve las marcas de zapatos en el piso aún encerado. Pero el trapo de piso vuelve todo a su estado anterior. Repasa los libros y las esquinas y lámparas. Cae una pluma. Con Blem, el plasma de cincuenta pulgadas y muebles como la mesa, sillas, cuadros y adornos tallados. Dedica especial atención al portero y su pantalla, al tablero de la alarma. Después, cuando el suelo destila olor a bosques, cuando no queda araña en pie, abre las ventanas preguntándose por qué el patrón no deja entrar más luz.

Cambia las sábanas y acomoda la mesa de luz. Dos vasos, una copa, una cajita de preservativos, un DVD cuyo título está en inglés, pero debe ser “Lo que el viento se llevó”. Esa película no la vio. Se la va pedir prestada al patrón, si él ya la vio, seguro que se la presta. El mazo de cartas españolas, el acomodado en el suelo, como esas cosas que molestan y una termina sacando del medio, pero con cuidado.

Un papel escrito a mano con tinta roja asoma debajo de la cama King size. Lo deja bajo la cajita de preservativos y busca el que ha usado para descartarlo, previo nudo, como su patrón le ensañó, pero no lo encuentra.

En la cocina, limpia sobre lo limpio, mientras se pregunta a qué restaurant fue esta vez, con quién comió e imagina los manjares de tres cifras.

El patrón trabaja demasiado, Juana se lo dijo. Siempre con esas máquinas, siempre con los mismos colores, sin abrir las ventanas, sin dejar que entre la luz. Y el aire acondicionado tan bajo a menos de diez y siete!

El balcón tiene los despojos de la tormenta de viento que la ciudad vivió anteayer. Limpia el cenicero. Guarda los zapatos, que no reconoce. Limpia de la baranda las mismas marcas que limpiara del suelo. El zumbido de la impresora se escucha todo el tiempo pero debe hacer un esfuerzo para notarlo. Desde la tercera vez que vino. El patrón le dijo que estaba trabajando, que si necesitaba algo, llamara a la puerta para desaparecer, acto seguido, tras la misma puerta siempre cerrada. Esa que siempre está cerrada. Varios ruidos surgieron, monótonos, electrónicos, algunas alarmas y terminó por acostumbrarse a ellos.

Selecciona la ropa de color y la pone a lavar. El lavarropas es silencioso.

Pone la pava para hacerse un té con leche. El silbido anuncia que ya está en su punto y vierte el agua en la taza, con un poco de té en hebras. Abre la heladera pero se le antoja algo dulce. Se toca el costado derecho porque espera que algo la sorprenda. Siempre que atraviesa esa sensación, asume que lo imprevisto surgirá, así evita los sobresaltos. Es una costumbre que la tranquiliza, no el hecho de saber de antemano, sino el de evitar sobresaltos. Se ha adaptado, así, a su dudoso don. Abre la lata de galletitas cuando la impresora deja de ronronear. Adentro, junto a las de vainilla, la cabeza del patrón con una mueca de horror.

La taza con el té se estrella en un suelo diáfano, disca el novecientos once y habla. Dice su nombre completo, la dirección y que encontró la cabeza del patrón.

Las sirenas demoran unos nueve minutos tan largos... Abre la puerta y entran los uniformados que asumen en un primer momento la llamada de asistencia como una confesión.

Vengo a limpiar y me preparé un té con leche, mientras esperaba que terminara el lavarropas. ¿Por qué esta cerrada la puerta? Es la oficina del patrón. No entro ahí. Es su espacio y lo respeto. Además, es una habitación menos que limpiar. Que no sabe qué hace allí el patrón. Nunca le preguntó, no es de su incumbencia.

Fuerzan la puerta, el olor a encierro mezclado con el de unas flores de hace dos días irrumpen en las preguntas de los oficiales, volviendo más reflexivas las preguntas, lo que por algún extraño motivo los fuerza a escuchar las respuestas. Juana no sabía que el patrón tenía flores sobre el escritorio. Él se encarga de la limpieza, ella sólo se limitó a decirle cómo se quitan las manchas del suelo. Sólo una vez, hace tres meses, cuando el patrón se acercó a ella con la cara desencajada y una expresión de dolor sin nombre y le dijo “¿cómo saco esto?”, una mancha de tinta en la pared. Pero no volvió a entrar, ni siquiera ante la curiosidad. No, nunca. Sólo esa vez.

La impresora funcionó hasta que se terminó el papel, aún parpadea la luz que anuncia que se debe reponer.

El policía más rubio agarra una hoja, el dibujo es muy real, y muestra dos hombres de pie, uno sujetando al otro. Juana supone que uno de ellos es el dueño de los zapatos. Doscientos treinta hojas con la misma imagen. Son doscientos treinta y dos impresiones. Dos quedan en el suelo, despreciadas por los uniformados. Juana reconoce la letra de la nota escrita en tinta roja que recogiera del suelo. Sabe fehacientemente de quién es la letra.

La cabeza fue embolsada y el contenido de la lata también, la lata misma tiene una etiqueta con un número.

Durante tres horas reconstruyó sus movimientos y los interrogadores siguen siendo tres uniformados, dos hombres y una mujer que casi no habla. La joven con ojos negros y cabello lacio, tratado con productos caros pues el peinado que demanda el uniforme exige un rodete, y el cabello es forzado a permanecer en su sitio tirante y agarrado. Los zapatos pesados dejan marcas como fantasmas en el suelo demasiado limpio.

Juana se quita el uniforme y vuelve a su ropa de calle para ser trasportada en el patrullero. Repite todo lo que ya dijo y otro policía, este con título universitario, escribe. Que el patrón era un buen hombre, no lo duda. Que la trataba muy bien y le regaló esta remera que es de marca, de las caras. Que trabajaba en su casa. No sabe en qué, pero seguramente eran cosas importantes y extremadamente difíciles. Firma su declaración. Ve pasar las pruebas de vaya una a saber qué, que son guardadas en otra oficina, una con un cartel que no lee, en color blanco y letras negras.

Las hojas impresas también son guardadas como pruebas. Juana sigue pensando en esas dos que quedaron en el suelo. Su celular vibra pero ella no contesta. Imagina el mensaje que tampoco lee.

Cuando se retira, en vez de ir a su casa, vuelve al departamento del patroncito. Las llaves abren la puerta blindada. Juana no sabía que era blindada, pero lo asocia con los camiones que trasportan dinero y muy a su pesar, sonríe.

Agarra las dos hojas del suelo. La impresora sigue reclamando papel. La primera imagen que ve muestra a don Jerónimo gritando, con el rostro descompuesto, y la otra imagen es del otro hombre. Ese que calza cuarenta y dos. Los zapatos que encontró en el balcón, las huellas en el suelo y en la baranda son demasiado reales. Tan real que los pelitos de los brazos y de la nuca se le erizan. El pañuelo de papel seca su sudor y enjuaga una lágrima furiosa.

En uno de los monitores las personas hablan en otro idioma. Uno de los hombres se arrodilla y el otro recibe sexo oral. Ruborizada, se aparta de la imagen que no deja de fascinarla.

Después, Juana aprovecha y pone música mientras se toma el té con leche.

Vuelve a sonar su celular, es un mensaje. “Venite a casa! No hables con nadie!... que te vengas, te digo”.

Mira la otra hoja impresa, reconoce la cara del hombre del calzado. Ya lo había identificado por su calzado, aunque tratara de menospreciar la impresión. No se había dado cuenta porque esos zapatos siempre están debajo de su cama.

***

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