Quiero verte
[Marcos Dios Almeida]
Verla... Tan solo verla...
Lucía apenas aspiraba a eso, aunque en su caso ya era demasiado pedir... La minusvalía que padecía desde su nacimiento la había aislado durante años de la sociedad, convirtiéndola en una mujer desconfiada que se había visto obligada a superar un millón de obstáculos en su tenebroso camino, pero también fortaleciéndola como persona, como mujer. Si ya las féminas lo tenían difícil en una España machista donde una trabajadora cobraba un salario considerablemente menor que el de un compañero masculino que ejerciera la misma labor, cuánto más padeciendo la incapacidad que había dictado el curso de su vida desde tan temprana edad.
Ciega, completamente ciega, o casi...
Lucía podía distinguir sombras nebulosas que se movían en un mundo obscuro y amenazante, y no obstante había logrado ir a la universidad graduándose en Trabajo Social. Pero todo ese empeño, las ganas que con el apoyo de sus padres, con voluntad de hierro y una inteligencia sobresaliente le habían permitido capear más de un temporal y no caerse por las escaleras de un mundo que solo ahora comienza a eliminar barreras (tanto arquitectónicas como humanas), no parecían tener parangón para ella con el mejor de sus logros. Era mujer, y la vida, la propia biología, parecía dictar muchas de sus prioridades. Sin duda hay algo racional, emocional e instintivo en las ansias de una mujer por ser madre. Ello significa completar un ciclo para comenzar otro, conlleva dedicar parte de las energías y sabiduría de dicha mujer a quizá lo más importante de la vida: engendrar más vida, dejar algo para la posteridad, crear a quien educará con todo lo aprendido, igual que en su día hicieron con ella sus progenitores.
Lucía por fin había conseguido quedarse embarazada después de varios intentos fallidos.
Tras siete años de noviazgo con aquel simpático vasco medio calvo, de amplia sonrisa, ojos pequeños y brillantes, cuerpo fofo y un gran corazón del cual estaba completamente enamorada, entre ambos habían logrado el milagro de la vida. El uno era profesor de gimnasia, la otra ejercía como orientadora social en una agrupación feminista del extrarradio, pero ahora sus vidas se habían centrado en el pequeño latido que sonaba en el interior de aquella heroína de melena rizada y rubia que siempre llevaba gafas de sol. Sabían que sería niña y que la llamarían Felicia, pues felicidad era la palabra que definía su vida conyugal, sobre todo en los últimos meses.
Aún así Lucía quizá nunca sabría cómo era físicamente su descendiente, de no ser por ese prodigioso tacto que había retratado en su magín el afable rostro de Manuel en aquellas inolvidables fiestas de Vitoria, una vez se lo presentó su prima carnal y después de haber bailado pegados a la luz de viejas farolas con una buena orquesta de fondo. Quizá ambos no eran los mejores bailarines del mundo, pero entre los dos habían conseguido triunfar en la vida, tanto a nivel profesional como ahora como futuribles papás. Mas esa desazón le quitaba el sueño a la leonesa... Tendría que depender de su tacto como hacía en sus viajes por media Europa, palpando de tal modo la grandeza de esculturas urbanas o de los zócalos de edificios tan suntuosos y enormes como el Duomo florentino, percibiendo con el resto de sus sentidos, afinados hasta el extremo, con un oído portentoso, una buena nariz y una imaginación sin igual la rica y colorida realidad que la rodeaba por doquier. No es que no le bastara semejante percepción, pero Felicia era su hija, y no poder verla, por primera vez en su vida, la angustiaba de verdad logrando que se sintiera impotente ante la lóbrega realidad a la cual se había acostumbrado por necesidad.
–No le des tanta importancia, Lucía... Te has adaptado a la ceguera, has sabido convivir con ella y sacarle el mayor partido a la vida. ¿Por qué te agobias tanto? Tenemos la suerte de poder traer al mundo una niña preciosa y sana –le había comentado tratando de animarla su esposo en más de una ocasión.
Pero todo eso a Lucía no le llegaba. Quería agotar las posibilidades que le ofreciera la vida para poder gozar de su hija después de los avatares de la preñez. Estaba a punto de alumbrar, parecía un globo aerostático inflado con aire caliente, la carcomían los antojos, los dolores, tenía los pies hinchados y sudaba una barbaridad. Estaba a punto de comenzar el verano y las temperaturas no ayudaban a enfriar su mal genio. ¡Quería verla! ¡Por Dios que quería verla! Pero no se le ocurría el cómo... Y justo en esos primaverales días vio un reportaje en la tele y se le encendió la bombilla, se le abrieron los ojos. Para algo vivía y sufría la “Era de la tecnología”, de las masas de transeúntes hipnotizados ante sus teléfonos móviles de última generación, conectados más a las redes sociales que a la hermosa realidad que los rodeaba; a esa vida que no solo es un milagro, sino un regalo que no debemos desperdiciar.
Existían tales avances en la medicina que hasta había soñado con poder ver gracias a dispositivos prodigiosos que conectados a través de chips en la cabeza permitían a algunos invidentes percibir formas difusas pero algo más definidas que las que ella era capaz de vislumbrar. Pero tal cosa se le figuraba un proceso complicado que usaba artificios que nunca estarían a su alcance. Pero aquel otro invento, aquel otro ingenio de la informática sí que la entusiasmaba, sí que la llenaba de ilusión. ¡¡Una impresora 3D!! Solo la idea parecía más que ciencia ficción pura fantasía. ¿A quién vas a contarle que donde antes un ordenador a través de una impresora era capaz de reproducir textos, gráficos e incluso fotografías, ahora otra máquina que se basaba en la misma idea era capaz de ir creando, capa a capa y línea a línea, cualquier objeto tridimensional con el cual pudieras soñar con partículas de resina? ¡Pero era cierto!
En un episodio de CSI alguien había diseñado una máquina capaz de generar una pistola tridimensional que por desgracia había funcionado correctamente. Esta novísima tecnología, al igual que pasa con los drones –que ya son vendidos incluso en las grandes superficies–, tiene muy diferentes aplicaciones profesionales. De hecho, la medicina está usando dichas impresoras para crear órganos artificiales que puedan ayudar a pacientes afectados de diversas dolencias. Con todo, en aquel reportaje comentaban que la tecnología daba un paso adelante convirtiendo una ecografía en la escultura de un bebé... Eran aparatos costosos, pero solo tenía que acudir a la unidad de obstetricia del centro hospitalario que contara con dicho artefacto para poder VER a su bebé, para poder palpar la figura de su futura hija. Y por ello no tardó en comentar el tema a su esposo, a quien tal idea le sonaba a cuento chino.
–No creo que sea posible tal cosa, Lucía... Además, ¿cuánto nos costará el asunto? ¡Seguro que es carísimo!–. Manuel no quería que la invidente se llevara un chasco. Pensaba que quizá tal prodigio no estaría al alcance de sus modestos bolsillos.
–He estado buscando en Internet y hay una clínica en Barcelona que ofrece ese servicio... Me haría mucha ilusión poder ver a mi bebé, Manu, cuando todavía está en mi vientre... Tú ya has visto las ecografías, pero no es lo mismo que me describas una foto borrosa de un bulto con sombras y luces que ver a Felicia al menos con mis manos. Si para ti los detalles son difusos, ¡imagínate para mí! ¿Qué me vas a contar, que ves las manitas, los piececitos, que intuyes una nariz y una boca? ¡No es lo mismo!
Finalmente el vitoriano no había podido negarse. La clínica privada que se anunciaba en la red cobraba quinientos euros por dicha operación, pero sería un dinero bien invertido y además podrían conservar la escultura para siempre.
Un par de jornadas después Lucía se levantó muy temprano.
Revisó la bandeja de entrada de su correo en aquel ordenador adaptado a su discapacidad y llamó a la directora del centro donde estaba empleada para confirmarle que pasaría el día fuera, como previamente ya le había advertido. Las verídicas razones que había esgrimido para ausentarse del trabajo habrían ablandado el corazón de cualquiera, pero además era tan responsable que cualquiera le reprochaba algo. Se lo tenía más que merecido. De hecho su jefa sabía que Lucía no trabajaba por necesidad, pues con el sueldo del marido podrían haber sobrevivido perfectamente, sino más bien por propia autoestima. La leonesa siempre había querido sentirse útil, ser útil para la sociedad; siempre se había obstinado en superar las barreras que le imponía su ceguera para ayudar a gente que tenía la vida incluso más difícil que ella.
–Bueno... ¡Ya está todo, cariño! ¿Quieres conducir tú hasta Barcelona? –le preguntó Manu socarrón. Siempre le soltaba la misma broma. Sabía que Lucía se habría empeñado en conducir aquel amplio y plateado coche de haber hallado la forma de hacerlo con cierta seguridad.
–Hum... Estoy aburrida de ganarte en todo... Te dejo que al menos puedas hacer algo que yo todavía no he logrado llevar a cabo; todavía, amorcito, porque el día que me permitan conducir sacaré el carnet con cuatro prácticas y te daré una lección.
Y hacia la Ciudad Condal se encaminaron llenos de ilusión.
Cuatro horas después llegaron al centro, Manu aparcó correctamente aquel enorme coche pensado para un posible familia numerosa, y de tal modo entraron en la clínica mordiéndose las uñas.
¡Y al final fue todo tan mágico...! El doctor, que disponía del típico ecógrafo, hizo varias ecografías y usando varias las escaneó y luego pulsó el botón “Enter” del ordenador.
A su lado una máquina que parecía salida de alguna extraña peli del Doctor Who, similar a una vitrina con puerta de plástico transparente (algo así como un enorme microondas puesto en vertical), comenzó a depositar líneas de resina en el centro del habitáculo. Poco a poco fue esculpiendo una figura en un material plástico del tono de un café manchado, crema claro. A Manu los ojos le hacían chiribitas, y Lucía apretaba su mano con la misma fuerza con la cual se la estrujaría en el paritorio semanas después.
Poco a poco la escultura fue tomando forma en el interior de la urna: un niño casi recién nacido hecho un ovillo parecía sonreír.
–¡Bueno, ya está! Tarda un poco pero el resultado es bastante satisfactorio, Lucía. Ahora voy a eliminar las esquirlas de plástico y te la voy a entregar para que veas a tu hija por primera vez. Es solo un trozo de fotopolímeros, pero creo que vale cada euro.
Y así, de las manos del moderno pediatra, la figura de la Felicia que flotaba en el saco uterino pasó a las de su invidente mamá. Manuel jamás había visto aquella expresión en su mujer, y eso que la conocía bien, y eso que estaba atento a cada gesto de su cara día tras día. Lucía abrió los ojos y la boca asombrada, como una niña a la cual le descubren el mundo entero. Palpó cada curva, cada hueco de aquella figura ovalada donde destacaba la cabecita de un bebé, las nalgas y esa espalda curvada... “Vio” y sintió su sonrisa, la misma que denotaba la placidez y felicidad en la cual aquel futuro ser humano vivía. Y rió sin poder contenerse, y lloró de pura alegría, tal era su felicidad.
–Se la ve feliz... ¡La “veo” feliz! –exclamó Lucía asombrada por poder sentir algo tan suyo, algo que era parte de su ser: su propia hija, parte indivisible de su misma alma.
¿Quién le habría dicho a tan ilusionada treintañera que, gracias a un donante desconocido que organizó una colecta a través de una página web, pronto aquellos avances que permitían vislumbrar las cosas a ciertos invidentes estarían al alcance de su mano, que transportando un pequeño ordenador en una mochila podría valerse mejor que con el bastón o su fiel perra Lis? ¿Quién le iba a decir que podría distinguir la silueta e incluso la dulce sonrisa de su hija semanas antes de ésta nacer? Pero es que la ciencia casi todo lo puede, y a veces la magia está a nuestro alcance gracias a los nuevos ingenios formulados por increíbles tecnologías.