Presente
[Rodrigo Emmanuel Patiño]
El cuarto oscuro se conserva intacto. Cada amanecer —rutina inflexible—, Patricio abre la puerta y echa un vistazo a ese universo abandonado de pasiones. Efímeras visitas sin razón manifiesta; quizás la de sentir el aroma de los químicos, que cualquiera describiría como imperceptible, pero él inhala en un cóctel de fascinación y nostalgia. Hasta que vuelve al presente y discierne lo irremediable: el cuarto oscuro se conserva intacto pero falta la parte esencial, sentada en el taburete de tres patas y revelando el arte que enorgullecía. Hoy la felicidad duerme en la pieza contigua, así que gira la llave, guarda los recuerdos hasta el día siguiente y despierta a su hijo con el susurro de siempre.
—Nachito... Arriba que se hace tarde.
Ignacio la conoce por fotografías. Varios autorretratos aún engalanan la repisa del living y centenares de imágenes reposan en cajas puntillosamente rotuladas, acopiadas bajo la cama del pequeño junto a una cordillera de desechos electrónicos. Con sus casi diez años de edad, le cuesta comprender la vocación que narra con entusiasmo su padre. Habituado a instantáneas por doquier con múltiples dispositivos, en cualquier ocasión, sitio y formato; ¿cómo asimilar el delirio de los tiempos eternos para advertir lo capturado, la faena del "revelador, detenedor y fijador", el plegado de ojos bajo la luz roja que apenas permite hacer foco en la actividad? Pero más, mucho más, le cuesta entender que la vida —la muerte— haya imposibilitado un mínimo contacto con su madre.
El doble aniversario se acerca y Patricio, lejos de hacer promesas complacientes, sugiere al agasajado no ilusionarse con regalos de otros tiempos. Él entiende y acata la advertencia. El 3 de mayo tiene dos caras y la alegría del nuevo año se empaña con la oscuridad de la pérdida perpetua. Su padre jamás lo hizo notar, brindando festejos sinceros y procurando las procesiones internas. Pero la economía hostiga y esta vez es necesario olvidar la petición reciente y conformarse con lo alcanzable. Cabeza gacha pero el niño entiende y vuelve a su dormitorio, donde pasa horas y horas de sus tardes en proyectos dignos de su prematuro talento.
¡Notable actuación la del viejo taxista! Claramente el dinero no abunda, pero embolsa euro por euro desde hace meses para comprar la placa de video con tantas características que jamás recuerda, pero lleva anotadas en su móvil reparado.
La maldición de mayo comienza y en el ocaso del primer día del mes, tras un largo recorrido por los suburbios, un revólver sobre la cabeza de Patricio lo obliga a guardar silencio y dirigirse a la casa con el forajido de acompañante. El instinto provoca que se niegue rotundamente, pero los golpes en la nuca no cesan y la bendición del campamento en casa de la abuela sugiere aceptar la exigencia. En minutos se encuentran traspasando el umbral del hogar que pensaba invulnerable. Se hace inevitable no ceder ante el pedido de dinero —el presente que suponía comprar al día siguiente queda efectivamente en el olvido—. No satisfecho con la suma, que lejos está de ser exorbitante, recorren la casa en busca de nuevos valores. Como un juego de video, el bandido destruye todo lo que tiene cerca, entre ellos varios portarretratos de la madre ausente que se clavan en el corazón de Patricio. El dormitorio de Ignacio por fortuna pasa de largo, así que sus precoces diseños científicos parecen quedar a salvo. Pero el delincuente se detiene en la puerta bloqueada, que supone encerrar grandes riquezas que no son tal, al menos para los ajenos a la familia. Las primeras patadas sobre la entrada de madera no hacen efecto, así que aclama por la llave mientras se ilusiona con los tesoros venideros. Más allá de las súplicas y el intento de entendimiento de que "son sólo recuerdos de amores pasados", el cuarto de revelado termina accediendo a su violación. Nacen risas nerviosas ante los vetustos equipos que ya ni cotizan en el mercado negro. Destrozos de mesas, imágenes, recipientes, el taburete de tres patas y toda evocación que puede arrojarse al piso, se suceden por varios minutos. Nuevo golpe en la cabeza —esta vez causante de desmayo— y los ahorros e ilusiones también se desploman en el gélido piso.
Lágrimas de abuela, padre e hijo se multiplican en la noche, pero lo peor ha pasado. Entienden como pocos la importancia de la vida; el resto se compra si se puede, se vende si se precisa y se recuerda con el alma para seguir hacia delante. Mañana será exclusivamente para mantener las horas humanamente posibles en la calle. A pesar del brazo fracturado y las palabras sabias, Patricio cree imperioso juntar hasta el último centavo para alegrar al pequeño.
Esta víspera tiene tintes inusuales. No sólo porque el padre confirmó que se ausenta a la cena, sino porque Ignacio pasa su tiempo entre su cuarto y el de su madre. Se mantiene firme en su proyecto desconocido, que aparenta llevar más de un año de ejecución, pero no pierde fuerzas para reacomodar lo que el delincuente quiso deshacer, sin entender que la memoria no se quiebra. Más allá de que su capacidad parece encontrarse frente a una pantalla y secuencias de códigos inentendibles para la mayoría, se las ingenia también en carpintería, pintura y hasta limpieza, porque el cuarto oscuro está quedando como nuevo, al menos así se divisa a través de la tenue luz roja. Si su padre supiera que la llave que entiende oculta siempre estuvo localizada por el chiquillo. ¡Si hasta copia tiene!
Medianoche. Ya hay cumpleaños, fiesta, sufrimiento y sentimientos que se multiplican. Patricio continúa acercando trabajadores noctámbulos a sus moradas y observa el reloj digital del automóvil, repasando en un instante estos últimos diez años. Ignacio se rehúsa a dormir por más que en unas horas tiene que estar camino a la escuela. El padre tiene su itinerario estrictamente estudiado, que incluye levantar al menos a una docena de pasajeros nuevos, esperar a que abra la primera tienda del vecindario, hacer la compra, llegar a casa, saludar al amor entre los escombros y despertar a su otra adoración con el regalo en mano.
Son las 8:30 y el día aparenta arrancar de la mejor manera; llegando a tiempo, presente en mano y subiendo las escaleras para cumplir con su rutina, que no suele incluir este cansancio excesivo, pero tampoco esta alegría de tener otro día especial de anheladas sonrisas. La fecha merece que Ignacio sea el primero en disfrutar de su padre, así que deja para más tarde visitar el cuarto que prometió ordenar, sin imaginar que el pequeño ya se encargó de hacerlo. Patricio ingresa al dormitorio de Ignacio y a punto de explayar su frase diaria, que se acompañaría de las felicidades pertinentes, se encuentra con un desorden absolutamente ajeno a lo que puede existir en todo lo que rodea al meticuloso niño. El temor y la angustia son inmediatos, el paquete colorido es arrojado al piso y el grito despierta a los vecinos que padecen de insomnio. Su primer impulso es ingresar y remover las sábanas, que por cierto es lo único que parece impoluto, casi rezando que Ignacio se encuentre entre ellas. Y en lugar de correr hacia nuevos ambientes para descubrir al hijo perdido, se detiene en los estuches desparramados, jamás vistos por el padre, ignorante del material que se atesoraba bajo la cama. Son cajas de cartón de distintas medidas, que desprenden fotografías de la bella Abril, algunas incluso nunca vistas, con detalles de su boca, su nariz, acercamientos a sus manos de pianista, a sus pies de bailarina, a sus ojos de artista que decoran el caos inentendible. Patricio revuelve entre las fotos y encuentra pequeñas piezas de un rojo traslúcido, que sospecha que pertenecen a algún juego de mesa. Y descubre que las cajas están etiquetadas al frente: "dientes", "partes del antebrazo", "dedos del pie izquierdo", "músculos abdominales". Nuevas piezas rojas caen de las cajas que Patricio alza con estupor.
—¡Nachooo! —grita Patricio tras instantes de aturdimiento y silencio.
Sale del dormitorio a los tumbos, tomándose de las paredes y en postura de próximo desmayo, entre el cansancio, el resquemor y la incertidumbre de los acontecimientos. A la distancia observa la puerta del cuarto oscuro entreabierta. Sabe que simboliza un pasado perfecto, pero un presente de violencia y crueldad que revive en cada paso hacia la entrada. Se asoma con sigilo. La luz roja resplandece como nunca y su mente reprocha a sus ojos, entendiendo que no es real lo que están contemplando. Ante la incredulidad de una primera lágrima, desde adentro del cuarto Ignacio aparece con una sonrisa inocente.
—¿Así era mamá? —murmura el pequeño, parado junto al taburete, que por primera vez en una década vuelve a sentar sobre sí a la mujer de los sueños, a la madre desconocida pero jamás olvidada.
Ignacio modeló en su computador todas las partes que puedan componer lo más fielmente a su madre. En más de un millar de piezas, reconstruidas en su impresora "3d", fue armando en base a las fotografías el modelo de esta doncella que sigue presente en sus vidas. Cada trozo de un diáfano rojo, que se acentúa aún más con la luz del cuarto de revelado, fue meticulosamente acoplado uno tras otro, recreando la posición en que Patricio la observaba día a día y que aún sigue admirando en sus visitas de cada amanecer. El cuarto oscuro vuelve a llenarse de luz, de besos y abrazos, de orgullo y admiración, de un futuro feliz y prominente para este geniecillo que hoy cumple 10 años.