Las armas son del diablo
[Algernon]
Sebastián por fin llegó a su casa después de un cansado viaje de 4 horas de vuelo y 18 horas en camión. En cuanto bajó del autobús la gélida temperatura de 2 grados bajo cero hizo sentir su cara como si estuviera llena de agujas. Sin embargo eso no le importó. Estaba feliz de volver a casa después de 10 años de estar fuera. Aunque fuera por 2 días únicamente. Tomó un taxi en donde cargó su discreto equipaje y una voluminosa caja mientras el chofer conducía, disfrutaba el recorrido en donde cada casa, cada aparador, cada árbol, le recordaba su infancia y adolescencia. En el camino se sorprendió de comparar cómo recordaba a las personas y cómo habían cambiado. Después de una media hora y a pesar de la alegría de ver por fin a lo lejos la casa familiar y el negocio de su padre, le entristeció observar cómo había cambiado para mal el vecindario. Ya se lo había platicado su padre, pero verlo de frente era impactante. Jamás pensó que fuera tan grave. Varias casas y negocios que recordaba estaban cerrados o en venta; afortunadamente el negocio de su padre, de pasteles, confites y chocolate, aún seguía en pie. Sin embargo era obvio que requería mantenimiento. Recordaba los viejos tiempos con la producción a todo lo que daba de bombones, confites, pasteles y bebidas, que incluían desde el chocolate macizo en barra hasta los rellenos con jaleas de diferentes frutas, asimismo trufas, turrones y casi cualquier presentación tanto de frutos secos, como de nueces, almendras, avellanas y castañas cubiertas con chocolate. Su papa nunca le perdonó que se decidiera por la ingeniería mecánica y no por la repostería y el negocio familiar. Ahora después, de 10 años de vivir en Estados Unidos y de haberse casado, Sebastián se hacía conjeturas con respecto a la cara que pondría su padre cuando lo viera después de todo este tiempo. Sonriendo abrazó la enorme caja envuelta que le traía de regalo y que estaba seguro que le sería de utilidad. Justo antes de tocar la puerta reparó en tres malvivientes que desde la esquina lo observaban mientras tomaban sorbos a su cerveza. Intentó ser amable y levantó su mano a forma de saludo, sin embargo ninguno le contestó. Confundido por fin tocó en la puerta del negocio. Apenas eran las 6:30 am y aún permanecía cerrado; sin embargo sabía que su padre, a más tardar a las 5, ya estaba levantado. Cuando por fin el señor Morquecho abrió la puerta Sebastián lo esperaba sonriente, abrazando la enorme caja.
–¡Hola, papa, ¿cómo estás?
El rostro de Morquecho expresó tal alegría que Sebastián sintió remordimiento de no haber venido con más frecuencia.
–¡Hijo! ¿Cómo estás? ¿Por qué no avisaste que venías?
–Te quise dar la sorpresa papa.
Padre e hijo se fundieron en un abrazo que solo se podía dar entre quienes se querían entrañablemente a pesar de sus diferencias. Elvira, la mama, había muerto hacía ya 5 años y él era hijo único, por lo que el lazo que había entre ambos era muy grande.
–Pero dime papa, ¿cómo has estado?
–¡Bien hijo! El negocio no tan bien como quisiera, pero ya está repuntando y yo estoy bien de salud. ¿Y tu esposa no la trajiste hijo? Me gustaría saludarla.
–No pudo venir papa. Asuntos de trabajo, pero en diciembre ya planeamos todo y aquí estaremos. Para entonces ya habrá nacido tu primer nieto.
Morquecho no cesaba de ver a su hijo con enorme orgullo y cariño.
–Pero mírate, cómo has cambiado. Te ves muy bien. Qué sorpresa tan agradable me llevé. ¿Cuánto tiempo te quedarás?
–El fin de semana me tengo que regresar papa, en el trabajo solo me dieron un par de días. Pero mira, !te traigo un regalo!
Morquecho observó intrigado la enorme caja.
–¿Y esto que es hijo?
–¡Es una impresora en 3D!
–¿Y yo para qué necesito una impresora? Ya tengo una y es de buena calidad.
–No papa. No es una impresora de papel. Esta impresora está adaptada para que en vez de tinta trabaje con chocolate y te permita hacer toda clase de esculturas.
–Pero tengo moldes para eso hijo. Además, a mí me gusta hacer las cosas manualmente. Siempre ha sido así. Ya me conoces. No me gusta ese asunto de la tecnología.
Sebastián recordó de golpe cómo era precisamente esa inflexibilidad de su padre, esa terquedad por vivir atado a la tradición, lo que había influido en que se retirara de él. Para Morquecho solo había una manera correcta de actuar y de hacer las cosas y era precisamente como él pensaba. Intentó obedecerlo durante toda su infancia y toda su adolescencia, sin embargo la primera decepción de su padre fue cuando no quiso estudiar para chef o repostero, como él quería. Tampoco se interesó en quedarse con el negocio familiar que en aquel entonces era muy productivo. Luego no quiso que le enviaran dinero para estudiar. Prefirió con su esfuerzo y su habilidad para la escuela ganarse una beca en una de las mejores universidades de los Estados Unidos. Fue tan bueno en su generación que aún no terminaba cuando la propia universidad le ofreció el hacerlo ciudadano norteamericano y una maestría a cambio de que se hiciera cargo del departamento de postgrados y que viajara por todo el mundo promocionándolos. La segunda decepción fue cuando eligió para casarse una mexicana cristiana que conoció en la universidad, y no una judía igual que él, como su padre quería. Por último, el hecho de que abrazara el cristianismo y no el judaísmo fue el evento que terminó de separarlos. Ahora, mientras escuchaba las negativas de su padre con respecto a su regalo, recordó todo eso. Durante los últimos 3 años cada vez que había intentado enviarle dinero, su padre se negaba sistemáticamente a aceptarlo. Ahora que veía lo precario de su situación y observaba el deterioro del negocio, se daba cuenta que era su terquedad el motor que lo impulsaba y al mismo tiempo lo frenaba. Desafortunadamente eran iguales y eso los había separado.
–No papa, con esta impresora puedes esculpir prácticamente todo. Cosas que no puedes hacer a mano. Al menos no con tanta perfección. La he adaptado para usarla con chocolate de manera que puedes esculpir con ella lo que desees. Desde una flor hasta un rostro…
Morquecho fingió interés que Sebastián prefirió creer. Resignado pasó toda la tarde instalándola y comprando la computadora y el software necesario para echarla andar y hacerle una demostración. Mientras lo hacía disfrutaba de los olores y de todos los recuerdos de su infancia y adolescencia. Morquecho fingía indiferencia y cuando creía que su hijo no lo miraba, volteaba y lo observaba; su hijo lo llenaba de orgullo, aunque no se atrevía a decírselo. Cuando por fin la máquina estuvo lista ya era bastante avanzada la noche. Los empleados ya se habían retirado y Sebastián cargaba los datos para hacer una primera prueba. Para eso había decidido gastarle una pequeña broma a su padre. Él, mientras tanto, contaba las ganancias del día cuando de repente tres malvivientes mal encarados entraron a la tienda. Uno de de ellos se acercó hacia él inmediatamente, sin darle tiempo de reaccionar, mientras colocaba un enorme cuchillo en su cuello. Morquecho reaccionó con sorpresa. Ya eran las 11 de la noche, pero se le había olvidado cerrar la puerta.
–¡Dame todo el dinero de la caja si no quieres morir, maldito viejo!
Mientras el líder hacía eso los otros dos volteaban a su alrededor y vigilaban la puerta.
Como en un sueño, Morquecho recordó la ola de asaltos que últimamente asolaban el vecindario. De forma inconsciente, más que sentir miedo por él, temió por la vida de su hijo.
–¡Tranquilos, haré lo que ustedes digan, solo mantengan la calma!
Intentando parecer tranquilo comenzó a recoger el dinero de la caja que había estado contando mientras las manos le temblaban compulsivamente. En realidad estaba aterrado pues en varios de los asaltos había habido heridos y muertos.
–¡Baja tu arma o te mueres!
Los tres delincuentes y Morquecho dirigieron sus miradas al origen del ruido. Sebastián apuntaba directamente al que lo tenía amagado con el cuchillo en el cuello con un enorme revolver Beretta de 9 mm. Inmediatamente los reconoció pues eran los malvivientes que en la mañana había intentado saludar mientras bebían. La reluciente y obscura arma apuntaba directamente a la cabeza del delincuente que tartamudeando intentó amenazar.
–¡Arroja el arma que no dudaré en matar al viejo!
–No lo creo. Antes que haga eso te matare a ti y tus dos compañeros. Arroja el cuchillo o te mueres.
Sebastián hablaba tranquilo y seguro de sí mismo. Los 2 delincuentes miraban desesperados a su líder sin saber qué hacer, hasta que este arrojó el cuchillo al suelo.
–¡Habla a la policía papa!
Morquecho aun nervioso marcó a la policía. Mientras llegaban Sebastián no dejaba de mantener apuntados a los tres malvivientes, que lo miraban furiosos. Cuando llegó la patrulla los policías los felicitaron pues los tres resultaron ser pájaros de cuenta a los que se les atribuían prácticamente todos los robos y muertes del vecindario. Sebastián había guardado el revólver por precaución. Una vez que la policía se marchó su padre lo encaró.
–Hijo, ¿de dónde sacaste esa arma? Sabes muy bien que siempre he dicho que…
–¡Las armas son del diablo! –fue su hijo quien terminó la frase mientras sacaba la reluciente pistola de un cajón y le arrancaba de una mordida el cañón.
–¡Es de chocolate!
–¡Sí papa, te quería dar la sorpresa! ¡Fue la primera prueba que saqué de la impresora!
Morquecho no podía creer lo que veía. Asombrado una y otra vez revisaba el revólver de chocolate realizado con exquisita maestría y que reproducía hasta el más mínimo detalle.
–Estaba a punto de mostrártelo cuando entraron los delincuentes y entonces decidí arriesgarme.
–¡No lo puedo creer! ¡Es igual que uno real, pero de chocolate!
–Si papa. Y con la impresora puedes crear prácticamente lo que te dé la gana. Rostros, animales, flores… Todo lo que yo quiero es que ofrezcas en tu negocio cosas nuevas.
Morquecho abrazó a su hijo con mucho cariño mientras lloraba.
–Me salvaste la vida hijo. Estoy muy orgulloso de ti aunque me empeñe en demostrar lo contrario. Me alegra que hayas elegido tu propio camino y no mis caprichos. Me alegra que lleves una vida feliz lejos de aquí. Perdóname…
Sebastián también comenzó a llorar mientras lo abrazaba. Cuánto tiempo había deseado escuchar esas palabras por boca de su padre. Si supiera cuánto lo admiraba y lo importante que era para él.
–Papa, en realidad todo lo que he hecho ha sido para que tú y mi madre estuvieran orgullosos de mí.
–¡Y lo estoy hijo, y tu mamá también lo estaba! No sabes cómo se expresaba de ti y me recriminaba mi estúpido orgullo.
–¡Perdóname tú papa, por haber estado tan lejos tanto tiempo y no visitarte más seguido.
Ambos permanecieron abrazados un buen rato. Las cosas iban a ser diferentes a partir de ese momento. Ambos habían reconocido sus errores y se habían perdonado.
De repente, los ojos del señor Morquecho se llenaron con una chispa de renovados bríos.
–¡A ver hijo, enséñame todo lo que puede hacer esa máquina y cómo se usa. Traigo en mente ideas muy interesantes! Hay una vecina muy guapa que tal vez si…