Electrocardiograma
[Irene Lez]
En el pasillo de la tercera planta, ya había varias personas esperando su turno a pesar de que fuera lunes a primera hora. Entre ellas se encontraba un señor de unos setenta años que ocupaba el rato intentando rellenar con cierta dificultad un crucigrama. Escribía las palabras letra a letra, muy despacio; pero a pesar del interés que ponía en cada trazo, su escritura era prácticamente ilegible, formada por líneas curvas y sinuosas que parecían carecer de significado, aunque para él sí lo tuvieran. A su lado estaba sentada una mujer con una niña sobre sus piernas, la cual, de vez en cuando, se quedaba absorta mirando la actividad del anciano, preguntándose qué podría estar dibujando ese hombre en el papel.
Francisco estaba tan ocupado con su crucigrama que no notó que la puerta de la consulta del señor Laedo se abría. De ella salió el cirujano Hugo Laedo y fue en el momento en el que pronunció su nombre cuando el anciano levantó la mirada y comprendió que había llegado su turno. Acto seguido, tras cerrar su cuaderno y guardar la pluma dentro del bolsillo de su chaqueta; se levantó y se despidió de la niña de forma cariñosa. Tras pasar a la consulta detrás del doctor, este se dirigió directamente a él:
–Buenos días señor Francisco –dijo el doctor Laedo, ofreciéndole su mano izquierda como forma de saludo.
Tras quedarse perplejo durante un laxo de tiempo, el anciano reaccionó acercando la mano al médico. Todavía se le hacía demasiado raro tener que saludar con la izquierda.
–Y bien, ¿cómo va? –continuó Laedo mientras tomaba asiento en su escritorio.
–Pues ya se puede usted imaginar. Intento acostumbrarme, pero a veces no es fácil. No es nada fácil.
–Es normal, lo más normal del mundo, don Francisco; tras la pérdida de un miembro el cerebro necesita acostumbrarse, establecer nuevas conexiones neuronales…
–Ya. Si lo entiendo –le interrumpió el hombre con un tono de congoja en su voz–. Lo que yo digo es que ya podría haber sido la izquierda en vez de la derecha...
–Lleva usted toda la razón don Francisco; el problema es que por desgracia estas cosas no se eligen. En fin, vamos a ver su historial –continuó el doctor Laedo mientras empezaba a trastear con su ordenador–. Desde luego no hay quien entienda a estos artilugios, con lo fácil que era cuando uno tenía su archivo y simplemente se limitaba a buscar entre las carpetas la que llevaba el nombre de cada paciente; y encima ahora dice que no responde. ¡Pues vamos bien!
–Lo que a mí me extraña es que a veces los jóvenes seáis tan conservadores con respecto a estas cosas –contestó don Francisco entre risas–. Fíjese usted que yo soy el mayor de los dos, pero estas “maquinitas” son la mar de útiles; la semana pasada mismo estuve hablando con uno de mis nietos, que está estudiando en el extranjero. ¡Imagínese usted la alegría que me dio verle por la pantalla de la “tabla” esa, o como se llame, que me regaló mi hija por Reyes! En mis tiempos no había de eso…
–La verdad es que, aunque me cueste reconocerlo, está usted en lo cierto. Será que yo soy un romántico del papel o tengo demasiada poca paciencia y me ofusco cada vez que a uno de estos aparatos le da por no funcionar. A veces pienso que la aversión es mutua, ni yo les gusto a ellos, ni ellos me gustan a mí; pero nos soportamos mutuamente porque no nos queda más remedio. Lo cierto es que hoy en día las nuevas tecnologías están avanzando a un ritmo abrumador… Por ejemplo, el otro día estuve en un congreso sobre innovaciones tecnológicas en medicina, y la verdad es que me acordé bastante de usted –habló el doctor Laedo mientras levantaba la mirada de su ordenador y la dirigía hacia el señor Francisco–. La conferencia trataba sobre los avances que se están haciendo en lo que a implantes y prótesis se refiere; cada vez los hay más modernos… Además, gracias a una nueva técnica basada en el escaneado e impresión en 3D, su fabricación es más rápida y precisa; prácticamente es imposible notar diferencia entre una prótesis y un miembro de carne y hueso, parecen totalmente reales.
–¡Ay lo bien que me vendría a mí una mano de esas! ¡La de cosas que podría yo hacer! ¿Eso… eso no lo cubre la sanidad pública, verdad doctor Laedo?
–Me temo que no don Francisco. La verdad es que esta nueva variante en la producción que proporciona la impresión 3D está permitiendo su acceso a un mayor público. Parece que nos vamos acercando a que se conviertan en un bien común…, pero resulta algo difícil, al menos de momento; en especial estos diseños tan innovadores de los que le hablo. Para nuestra desgracia en un país en el que cada vez se recorta más en la sanidad pública, solo algunos bolsillos pueden permitirse ciertos lujos. Pero se andará, don Francisco, todo se andará…
El doctor Laedo interrumpió sus palabras debido a la súbita aparición en su consulta de la doctora Laura Mínguez, especialista en cardiología. Hugo Laedo no pudo evitar que su corazón se acelerase frenéticamente, tal y como le sucedía siempre que se encontraba en la misma sala que la doctora Mínguez; aunque había aprendido a controlar el efecto que ella producía sobre él. Habían sido muchos años de prácticas desde la facultad…
–¡Hola Hugo! –exclamó Laura nada más abrir la puerta, aunque su voz se quebró al darse cuenta de que el doctor no estaba solo–. Perdón, doctor Laedo. Lo siento, no sabía que estaba con un paciente. Solo venía porque tengo un hueco libre y bueno… –vaciló buscando las palabras adecuadas mientras trataba de reprimir la vergüenza por encontrarse también ante un desconocido–. Era por si quería un café, pero nos vemos más tarde. Hasta luego señor –dijo Laura despidiéndose del anciano, tras lo que cerró la puerta de la consulta sin ni siquiera esperar a que su compañero de profesión pudiera contestar.
El doctor Laedo trató de recomponerse tras la presencia de Laura; no podía dejar de preguntarse a qué venía esa invitación y por qué parecía tan nerviosa. Sacudió la cabeza como intentando apartar la infinitud de ideas que se pasaban a la velocidad de la luz por su mente. Al menos por un rato. No –se dijo a sí mismo–. Ya habrá momento de pensar en ello más tarde.
–¿Es muy guapa, no cree doctor Laedo? –preguntó Francisco con las cejas algo arqueadas, mientras miraba fijamente a su interlocutor.
–Lo siento, señor Francisco, no le he oído bien –respondió el doctor Laedo, que por un momento había olvidado la presencia del anciano en su consulta–. Bueno, ya he encontrado su historial, ahora déjeme ver cómo está su cicatriz –añadió el doctor Laedo levantándose del escritorio y acercándose al brazo de don Francisco.
– Eh… Pues yo cada día estoy más fascinado con lo que se puede hacer con las nuevas tecnologías, doctor Laedo –el anciano, dándose cuenta de que quizá su comentario podría haber molestado al doctor Laedo, intentó retomar la conversación en el punto en el que la habían dejado–. Especialmente, lo fácil que es comunicarse hoy en día… ¡La de cartas que le mandé a mi Elvira cuando me fui a trabajar a Galicia antes de que nos casáramos! Y ahora casi que es posible que los ordenadores escriban las cartas de amor por ti. Al final hasta acabarán componiendo poesía…
–Eso sí lo discuto don Francisco –contestó el doctor Laedo, interrumpiéndolo–. Esos ingenieros e informáticos tan inteligentes podrán hacer maravillas, pero conseguir que una máquina escriba poesía… ¡eso me parece ya demasiado! Claro que seguramente se puedan crear programas informáticos que combinen a la perfección palabras y sean capaces de componer poemas con un esquema métrico perfecto, en el que todos los versos tengan el mismo número de sílabas y rimen entre ellos. Pero para escribir poesía… para escribir poesía hace falta más que rimar palabras; es necesario sentir lo que se dice. No creo que lo que usted ha dicho sea posible. Las emociones no se pueden reducir a códigos binarios, afortunadamente.
Don Francisco asintió con la cabeza mientras escrudiñaba al doctor Laedo tratando de encontrar alguna verdad oculta tras sus palabras.
–Bueno, pues su cicatriz está perfecta –añadió Hugo Laedo–. Recuerde que tiene que pasarse periódicamente para que se la revise y si tiene cualquier problema, llame y le intentaré ver lo antes posible.
–De acuerdo doctor, gracias por todo. No sé qué habría hecho sin usted. Bueno… ¡Y sin mi Elvira! Lo peor de todo es que ahora, con una sola mano, no puedo ayudarla tanto como me gustaría. Pero bueno, no fue decisión propia al fin y al cabo –contestó el anciano, mientras andaba hacia la puerta–. Usted debería aplicarse el cuento, todo hombre necesita una buena mujer a su lado; y esa Laura Míngez parece un encanto –añadió el anciano guiñándole un ojo antes de salir por la puerta.
Hugo Laedo se quedó mudo ante el comentario de su paciente e inconscientemente miró hacia su mano derecha, vacía. Después levantó la cabeza y contestó: ¡Que pase un buen día don Francisco!
–Lo mismo le digo doctor Laedo.
El día continuó con una infinitud de pacientes que el doctor Laedo trató de la mejor forma posible; aunque la mayoría pasaron de largo, sin dejar la huella que esa misma mañana a primera hora había dejado el señor Francisco.
En su hora de descanso, el doctor Laedo bajó a la cafetería y preguntó a un par de compañeros por la doctora Mínguez; pero al no dar con ella se sentó solo en una de las mesas de la cafetería. Comió solo y en silencio. La soledad y el silencio no le disgustaban, al contario. Aunque siempre era mejor una buena compañía, tampoco lo negaba.
Al final del día, el doctor Laedo colgó su bata y abandonó su consulta; convirtiéndose de nuevo en Hugo Laedo. Entonces no pudo sofocar de ninguna manera la avalancha de pensamientos que había tratado de reprimir durante todo el día en lo más profundo de su inconsciente. Se dirigió al ascensor de la tercera planta. Iba vacío. Mejor, pensó Hugo mientras entraba en él, y cuando la puerta se cerró, empezó a escudriñar su cara en el espejo. Prácticamente nada había cambiado en él, seguía siendo el mismo muchacho que con “veintipocosaños” había soñado con hacer grandes cosas. Quizás su rostro estaba algo más cansado, y las marcas del tiempo sobre su piel le daban un aspecto algo más envejecido; pero había veces en que no podía evitar sentirse el mismo joven que había sido, aunque todo lo demás a su alrededor hubiera cambiado.
Ya en la planta baja, Hugo salió y sus ojos se cruzaron con los de Laura Mínguez que, acto seguido, tal y como tenía costumbre, le dirigió inconsciente una media sonrisa. Hugo acercándose, sintió que hasta ella podría escuchar el frenético tamborilear de su corazón. Sin pensar demasiado le espetó:
–Laura, ¿has terminado ya tu turno? ¿Quieres que tomemos algo?
–Lo siento Hugo, me va a recoger José Luis, esta noche vamos a cenar a ese nuevo restaurante tan famoso que han abierto. Últimamente está muy raro, no se lo digas a nadie, pero… ¡creo que va a pedirme que me case con él! Era lo que quería contarte en el descanso de esta mañana –contestó Laura esbozando una enorme sonrisa.
– Ah, bueno… No lo sabía. ¡Enhorabuena Laura! –le contestó titubeando e intentando parecer al mismo tiempo lo más despreocupado y entusiasmado posible–. Espero que se dé bien la noche, mañana me cuentas –añadió mientras se despedía dándole un ligero apretón en el brazo izquierdo.
Mientras se alejaba, Hugo sentía la mirada de Laura clavada en su espalda. Le recordó a otro momento que ambos habían vivido muchos años atrás, quizás demasiados; pero en esta ocasión se prometió que no giraría la cabeza. Ya fuera del hospital, con los ojos algo brillantes, caminó con la cabeza gacha hasta su coche. Una vez dentro, se reclinó en su asiento y miró al frente con la mirada perdida. Unas cuantas gotas de lluvia se estrellaron contra el parabrisas. El cielo de aquella tarde de octubre no era el único en sentirse cansado por soportar demasiado tiempo sobre los hombros el peso de unas nubes cargadas de agua. Hugo sacó un anillo de su bolsillo y se lo puso en la mano derecha. Después introdujo la llave en el contacto y encendió la radio, sonaba “Cadillac Solitario”. Bajó la visera y del sobre interior sobresalía una foto tamaño mediano en la que aparecían una mujer y dos niños. La cerró de golpe con su mano derecha, mientras miraba el anillo ubicado en su dedo anular. En ese momento un torrente de emociones se desbordó en su interior y entre las imágenes que recorrían su mente, volvió a aparecer la cara de Laura. Le hubiera gustado poder odiarla. Extirpar, operar, amputar ese sentimiento. Dejar aunque fuera por un segundo de quererla, pero la había amado en secreto durante tanto tiempo que ya se había convertido en una costumbre demasiado difícil de desaprender. No podía parar de preguntarse por qué era todo tan complicado; por qué no podía amarla u odiarla. Así de fácil, así de sencillo. Por qué en su cabeza, o quizá en su corazón, había tantos sentimientos encontrados. Tantas cosas sin resolver… Por qué en la vida no era todo o blanco o negro. Sin más. Por qué entre ellos existía una amplia gama de colores, de matices, de significados… Por qué. Entonces, giró la llave dentro del contacto, y mientras el ruido del motor silenciaba los anuncios de la emisora, cayó en la cuenta. El corazón no entiende de códigos binarios.