La casa de los milagros
[Paco Bas]
Al pingüino le gustaban las naranjas y yo siempre llevaba una cuando iba a visitar a Emily. Cuando abría la puerta siempre le acompañaba aquel pájaro bobo blanquinegro que no superaba sus rodillas. Mientras ella me abrazaba y besaba, Fred graznaba reclamando su regalo. Una sonrisa se marcaba en mi rostro al ver cómo el elegante animal se marchaba con la naranja entre su pico artificial.
Mientras acompañaba a Emily por los pasillos de aquella casa de los milagros, iba contemplando los retratos que colgaban en las paredes blancas. Representaban a todos los animales que ella recuperaba o, mejor dicho, reconstruía. Fred posaba sin su pico superior. Fue rescatado de las manos de un hombre que lo exhibía clandestinamente. Una rata había atacado al pingüino en su jaula destrozándole el pico. La fotografía contigua lo mostraba radiante con un nuevo pico completo. El siguiente animal era Casiopea. Una vieja tortuga que agonizaba en la playa cuando la encontraron unos bañistas. Un lateral de su rostro estaba destrozado. Al parecer, Casiopea se cruzó con la hélice de una embarcación y salió perdiendo. A su lado, la foto del después donde aparecía con una nueva mandíbula que le permitió seguir viviendo. También estaba la comparativa de Araceli, una hembra de tucán al que unos gamberros le destrozaron su precioso pico. Perros, gatos, caballos, delfines, patos e incluso elefantes salpicaban los pasillos que iba recorriendo tras los pasos de Emily.
El contoneo hipnótico de sus caderas pronto capturó mi atención. Algo en ella había cambiado desde la última vez que vine. Parecía más segura, con un toque de descaro que contrastaba con la moderación a la que estaba acostumbrado.
Mis visitas se debían a que yo también necesitaba una reconstrucción: perdí mi brazo izquierdo en un accidente y ella llevaba meses trabajando en un implante protésico perfecto y definitivo. Después de tres versiones removibles llegaba el momento de volver a ser normal. Acomodados en su despacho hablamos de mi nuevo miembro y sobre el acabado final que se iba a conseguir, indistinguible del original. En vez de escuchar las explicaciones técnicas que Emily me daba, mi mente se ofuscaba en averiguar qué había cambiado en ella. Sus gafas parecían más atrezo que necesarias. El pelo lo recordaba más oscuro. Pero lo que me intrigaba no era nada físico sino las sensaciones que transmitía. Su autoconfianza era abrumadora, tal vez, arrogante.
Tras someterme a un chequeo general, incluyendo un escaneo en 3D, pasé a la mesa de operaciones. La propia Emily procedió a entubarme. Pero ésta era otra Emily. Ahora era amable y candorosa. Tales cambios de conducta no podían ser fruto de mi imaginación. Su caricia en mi cara fue lo último que sentí antes de caer bajo los efectos de la anestesia.
Una pesadilla eterna inundó mi sueño. Nadaba tranquilo en un extraño lago y me sentía orgulloso de mi brazo recuperado. En la orilla estaba Emily con un vestido de novia y a su lado Fred con una naranja en el pico y una sonrisa sibilina. Ambos eran igual de altos. Intentaba alcanzarlos pero un vórtice en el centro del lago hacía de sumidero y me atraía con la intención de tragarme. Nadaba con todas mis fuerzas y mi nuevo brazo iba desgastándose con cada brazada. Ya no me quedaba más que un muñón cuando me di por vencido y dejé que me arrastrase la corriente para que el remolino me hiciera desaparecer. Una caída interminable me dejó en un abrasador desierto. Volvía a tener el brazo en su sitio. En todo el horizonte había palmeras pero estaban muy lejanas. Si tenía dudas de hacia donde dirigirme se disiparon cuando a mis pies apareció Casiopea y me dijo: “Sígueme”. Y tras ella caminé, caminé y caminé. Mi brazo izquierdo se estaba derritiendo y Casiopea, incansable, me sacaba cada vez más distancia. Ya casi no la veía y tenía enfrente una duna que crecía como una ola y a mis espaldas se abría un abismo. Surfeando sobre mi espalda cabalgué la ola seca que no tenía final. Desesperado volví a caer por el agujero y otra vez estaba en el lago con Emily y Fred esperándome en la orilla. Y un nuevo ciclo de pesadilla empezó otra vez.
Los graznidos de Fred me despertaron y así salí del bucle infernal. En la habitación estaba Emily jugando con el pingüino. Utilizaba un espejito con el que proyectaba el reflejo del sol por todas las paredes mientras Fred lo seguía con la mirada. Intenté incorporarme pero mi cuerpo estaba agarrotado. El esfuerzo llamó la atención de Emily, que se acercó rauda en mi auxilio.
—Espera que te ayude —dijo con toda tranquilidad mientras ajustaba con el mando la posición de la cama.
—Parece que he dormido una eternidad. Me duele todo el cuerpo. ¿Cómo ha salido la operación? —dije casi sin pausa buscando mi nuevo brazo.
Lo saqué de las sábanas con un enorme esfuerzo. Parecía estar hecho de plomo. Pero no. Era un brazo normal. Incluso tenía pelos como su semejante derecho. Lloré por aquel milagro. Ella me consoló y secó las lágrimas con sus manos.
—Nos tenías preocupados. Has tardado treinta días en despertar.
—¿Treinta días? —pregunté sorprendido—. ¿Qué ha ocurrido?
—Sufriste un colapso durante la operación y entraste en coma. Así has permanecido todo este tiempo.
—¿Y el brazo?
—El implante ha sido un éxito. Sólo necesitas rehabilitación.
—Quiero ver las cicatrices.
—Ya no hay. Con nuestro sistema, las cicatrices son ínfimas y en quince días desaparecen.
Miré incrédulo hacia mi hombro mientras ella apartaba la tela que lo cubría. Era cierto. Nadie podría decir que había perdido ese brazo con anterioridad.
—¿Cuándo empezamos con la rehabilitación? —pregunté ansioso por comenzar cuanto antes mi recuperación.
—Antes debes recuperar fuerzas. En todo este tiempo te hemos alimentado artificialmente mediante sondas. ¿No te apetece masticar algo sólido?
—La verdad es que tengo mucha hambre, pero noto mi boca áspera y seca y no sé si pasará algo por mi garganta.
—No te preocupes. Empezaremos con fruta a ver cómo reaccionan tus intestinos. Pero antes de todo…
Cogió un espejo, más grande que con el que jugaba con Fred, y me lo puso frente a mí.
—¿Quieres conservar tu barba o la eliminamos? También te puedo cortar el pelo.
Miré asombrado la imagen que me devolvía el espejo. No me reconocí en ella. Jamás estuve más de una semana sin afeitarme. Aunque lo que más me sorprendió era el pelo de la cabeza. No era sólo que estuviese más largo sino que las incipientes entradas estaban totalmente cubiertas como hacía más de diez años.
—Ahora está de moda dejarse la barba muy larga. Moda hipster lo llaman. ¿Qué decides? —apremió Emily tras mi prolongado silencio.
—No, no. Me la quito. El problema es que no me reconozco. A pesar de estar más huesudo, parece que he rejuvenecido diez años. Tengo la piel más suave y las entradas han desaparecido. ¿Cómo es posible?
Emily tardó medio segundo más de lo normal en responder. Entonces, noté una sombra de duda en su respuesta.
—¡Ah! Eso. Es un efecto secundario de la medicación —mintió sonrojándose—. A veces me gustaría probar algo de lo que te damos. El tiempo nos marca a todos.
Me quitó el espejo de las manos y se fue al cuarto de baño para preparar los utensilios del afeitado. Allí se quedó Fred mirándome en silencio. Parecía sonreír igual que en la pesadilla. Sentí un escalofrío en todo mi cuerpo incluido el nuevo brazo.
Emily volvió con los utensilios necesarios para asearme y los dejó en una mesita auxiliar. Ella se sentó en la cama, me colocó una toalla a modo de babero, y con las tijeras empezó a recortar la barba. Mientras iba eliminando mechones, la observé con atención. En ella vi a la Emily de la que me había enamorado meses atrás, cuando ella se interesó por mi caso y me ofreció su ayuda. Era agradable su presencia y con solo dos visitas caí rendido. Sus ojos azules se mantenían atentos al trabajo y yo no podía dejar de mirarlos. Terminó con las tijeras, me enjabonó la cara y, con una navaja de barbero, empezó rasurarme la cara. Fue minuciosa y delicada pero el presagio de una herida mortal provocó una excitación que a ambos nos sonrojó. Fred graznó celoso y rompió la magia. Estaba empezando a odiar a aquel pajarraco. Emily recogió los afeites y me emplazó a primera hora de la tarde para iniciar la rehabilitación.
Por la tarde Emily llegó con una silla de ruedas. Sin llegar a ser brusca, me sacó sin contemplaciones de la cama y me sentó en la silla. Otra vez había cambiado. Esta no era “mi” Emily. Entramos en un gimnasio y sin grandes preparativos empezó la sesión. Habló lo justo para dar las instrucciones oportunas que debía seguir. Yo tampoco hablaba. Me limitaba a obedecer sin excusas. Sí que estudiaba su comportamiento y me estaba preguntando las razones de aquellos cambios de conducta que se producían en ella cuando, a lo lejos, en otra sala que no alcanzaba a ver, se oyó un estruendo metálico.
—¿Qué ha sido ese ruido? —pregunté extrañado ya que pensaba que no había nadie más en la casa—. Ese pingüino tuyo parece que se está metiendo en líos.
Me lanzó una mirada de preocupación y fue a comprobar lo que había sucedido. Me dejó solo en la silla de ruedas y con gran esfuerzo me acerqué a la puerta. En la distancia oí una conversación entre mujeres sin llegar a entender de qué hablaban. Se acabaron las palabras y unos pasos volvían al gimnasio. Retrocedí hasta la posición en que me dejó Emily. El esfuerzo fue agotador y cuando ella llegó estaba empapado en sudor.
—No deberías ejercitarte tú sólo sin supervisión —me reprochó algo molesta—. Podrías hacerte daño. Por hoy hemos terminado.
—¿Quién ha provocado el escándalo antes?
—Como bien habías dicho, Fred y sus trastadas.
Tomé en la habitación una cena frugal y me dormí pronto ya que esta Emily no daba mucha conversación.
Así fue pasando el tiempo y yo recuperando mis fuerzas. Estaba convencido de que Emily era más de una persona. Al menos tres. Físicamente eran idénticas, pero su carácter las delataba. Estaba la Amable, de la cual me había enamorado y creo que el sentimiento era recíproco. Luego estaba la Sensual. Esta fue la que me recibió a mi llegada y se contorneaba con elegancia y seguridad cuando andaba, al contrario que las otras dos. Por último, la Antipática. Ésta era la que se encargaba de mi ejercicio físico. Siempre habían aparecido por separado por lo que necesitaba disipar mis dudas. Una noche decidí hacer una incursión por la casa. La oscuridad no era absoluta y fui registrando las habitaciones una a una sin demasiados problemas. En una de ellas había una mujer entubada y conectada a un montón de máquinas que la mantenían con vida. Me acerqué con mucha cautela hasta reconocer su rostro. Era Emily la que yacía postrada en la cama. Casi grito de la impresión. Conseguí ahogar el chillido mordiéndome los nudillos. Iba a retroceder para abandonar la habitación, pero el maldito Fred estaba allí. Sus graznidos la despertaron y nuestras miradas se quedaron atrapadas. La luz se encendió y al mirar a la puerta vi a otra Emily. Cinco segundos después apareció otra seguida de otra más. Aún llegaron dos Emilys más que desbordaron mis suposiciones. Las cinco mujeres se fueron acercando lentamente reduciéndome el espacio. Agarré un par de cables conectados a la Emily de la cama y amenacé con arrancarlos. Eso las detuvo.
—¿Quiénes sois? —pregunté sin soltar los cables.
—Emily —dijeron todas robóticamente coordinadas.
—¿Y la de la cama?
—Emily A —contestó una sola.
Ésta parecía ser la Emily Sensual y creo que estaba al mando al ver como las otras permanecían en silencio.
—¿Y tú quién eres? ¿Su hermana gemela?
—Soy Emily B3, el primer clon viable de Emily.
Aquella declaración me impactó en el alma aunque me repuse para seguir interrogándolas.
—¿Quién me afeitó el día que desperté?
—Emily B6 —dijo Emily B3 señalando a una de las otras—. Las otras son B5, B8 y C1 —apuntando consecutivamente a las restantes.
Emily C1 era rubia. No me había dado cuenta hasta ese momento.
—¿Por qué C1 es rubia?
—Una nueva serie de clones mejorada.
—¿Dónde están B4 y B7?
—Desechadas.
—¿Cuántos clones hay en la casa?
—Seis contándote a ti —dijo Emily B3 mientras sonreía como Fred en la pesadilla.
—Yo no soy un clon. Recuerdo toda mi vida pasada —le dije casi gritando mientras mi hombro izquierdo empezó a irradiar dolor al resto del brazo.
—Eres Daniel C4. La implantación de recuerdos en los clones forma parte esencial del proceso.
Parecía que Emily B3 disfrutaba con sus declaraciones. Entretanto el dolor era más intenso, tanto, que solté los cables y me acurruqué en el suelo. Sólo Emily B6 se acercó a mí para intentar ayudarme.
—Si yo soy un clon, ¿dónde está el Daniel original? —dije haciendo un esfuerzo enorme por pronunciar cada palabra.
—Daniel A no superó la operación. Por eso, intentamos clonarle —dijo Emily B3 con su característica arrogancia.
—Ayudadme. No puedo respirar.
—No podemos hacer nada por ti. Eres inviable como tus predecesores. Seguiremos intentándolo.
Con el último aliento en mis pulmones, vi las lágrimas que Emily B3 derramaba por mí y sentí sus suaves manos acariciando mi cara como sólo ella sabía. Los graznidos de Fred eran la banda sonora de mi despedida