El niño frágil
[Francisco Cocera Jiménez]
Víctor era un niño flacucho de ocho años al que le encantaba ir al colegio. Todos los días, incluso antes de que su madre entrase en su habitación para despertarlo, ya estaba alerta, nervioso por ir a encontrarse con sus compañeros. No era demasiado alto ni tampoco muy bajo, pero destacaba entre los demás porque no tenía ni un solo pelo en la cabeza y una cara tan pálida que hacía pensar que estaba enfermo. Siempre se le veía con su inseparable amigo Paco, un niño rellenito con la cara redondita y una bondad tan grande que los niños del colegio se aprovechaban para sacar tajada de cualquier cosa que de él pudieran conseguir. Ambos iban al colegio de San Nicolás, que estaba a las afueras de su pueblo, Nazarenos.
Nazarenos es un pueblecito de unos 500 habitantes situado en la ladera de una montaña donde todo el mundo conoce a todo el mundo y donde se respira un ambiente de cordialidad entre los vecinos envidiable para cualquiera. Sus calles tienen tal pendiente que la única parte llana del pueblo es el patio del colegio.
Víctor vivía con sus padres y sus dos hermanos mayores en una casita unifamiliar en la calle Costalillo. Su madre, una mujer rubia con cintura de avispa, le adoraba. Ejercía sobre él una protección que hacía que sus hermanos se sintieran celosos en algunas ocasiones, un recelo que olvidaban cuando recordaban la situación especial de su hermano pequeño. Su padre era un hombre alto y delgado con una personalidad un tanto autoritaria: cuando se enfadaba, hacía temblar a cualquiera que se cruzara en su camino, pero con Víctor era diferente, cuando estaba con él era un hombre paciente y cariñoso que formaba una piña con su esposa para tener a Víctor metido en una especie de burbuja en la que nada malo le pudiera ocurrir.
Con su familia, Víctor se sentía protegido y querido. Era tremendamente feliz y no podía imaginarse una vida mejor, pero no dejaba de preguntarse por qué le protegían de esa manera. Sus padres le decían constantemente que tuviera mucho cuidado, que evitara caídas y golpes porque era un niño muy frágil.
Un día, Víctor y Paco salieron a jugar por la tarde y encontraron en el patio del colegio a un grupo de niños jugando al fútbol. Víctor le pidió a su amigo unirse al partidillo, pero este rechazó su propuesta. Paco adoraba el fútbol pero era capaz de renunciar a jugar para que su gran amigo no tuviera problemas, ya que como es un deporte de contacto su camarada podía recibir muchos golpes y él no lo podía consentir. Sabía de su fragilidad y los padres de Víctor le habían encomendado la tarea de protegerle cuando ellos no estuvieran.
Un niño llamado Manuel se acercó a ellos y les preguntó si se sumaban a la pachanguita. En un principio Víctor dio un paso al frente, pero Paco salió al paso y dijo con voz alta y tajante que no.
– ¿Por qué no, Paco? – le dijo Víctor.
– Ya sabes que no debes jugar, Víctor, puede ser peligroso –replicó Paco.
– ¡Venga! Si sólo va a ser un ratito –insistió.
– ¡He dicho que no!
Víctor se enfadó y se fue de allí corriendo. Paco salió tras él, y cuando lo iba a alcanzar, se volvió.
– ¡No me sigas, me voy a casa! –le espetó.
Al llegar a su hogar, se encerró en su cuarto. Dos horas después, viendo que no salía de su enclaustramiento, su madre subió para ver qué le pasaba. Al escuchar lo que le había ocurrido, le quitó hierro al asunto y le sugirió que bajara a merendar. Le haría el sándwich de crema de chocolate con avellanas que tanto le gustaba.
Un buen rato después llamaron al timbre. Víctor abrió la puerta a su amigo que, apesadumbrado, venía a disculparse. Víctor le dijo que no se preocupara, que él tenía que haber entendido que era por su bien y que todo estaba olvidado. Después de darse un buen abrazo los dos se fueron al salón y se zamparon un delicioso sándwich cada uno. Cuando vieron que los dos tenían la comisura de la boca manchada de chocolate comenzaron a reírse tan alto que su madre podía escucharlos desde el otro extremo de la casa.
Amaneció un nuevo día y Víctor, como siempre, se levantó muy contento porque se iba al colegio. Esperó a que Paco fuera a recogerlo y, como todos los días, se fueron juntos.
La lección que tocaba estudiar ese día era el cuerpo humano. La profesora explicó que las personas estamos formadas por huesos, que están protegidos por los músculos que, a su vez, están recubiertos por la piel, suave y blandita al tacto.
Víctor comenzó a hacerse preguntas. La profesora había dicho todas esas cosas en las que nunca había reparado y ahora no entendía nada. Él no era como los demás. Se tocaba el brazo y no tenía esa sensación de que fuera blandito, suave sí, pero no blandito. Le preguntó a su inseparable amigo y no supo qué responderle; sólo le dijo que no pensara en eso, que él era un niño especial, pero Víctor no se quedó convencido, necesitaba una explicación.
Cuando llegó a casa, su madre lo notó raro, no era el Víctor alegre y dicharachero al que ella estaba acostumbrada. Se acercó al pequeño y le preguntó qué le pasaba. Él le contestó que no podía dejar de pensar en algo que le rondaba la cabeza tras la lección que había aprendido en el colegio sobre el cuerpo humano. Su madre no daba crédito a lo que estaba escuchando; muchas veces pensaba en que este día llegaría, pero nunca se había detenido a pensar en cómo podría abordar el asunto llegado el momento. Como pudo fue cambiando el tema de conversación y consiguió que su hijo pequeño pensara en otra cosa que le hiciera olvidar ese disgusto. Finalmente lo convenció para que merendara un rico vaso de leche con sus galletas favoritas. Cuando terminó de comer, y como no tenía deberes que hacer, decidió ir a buscar a su fiel amigo de cara redondita.
Ese día no estaba siendo ni mucho menos el mejor en la vida de Víctor, o quizás era el destino que había decidido que era el momento de descubrir la verdad. Cuando iban a salir de casa de Paco, Víctor tropezó con el escalón de la entrada y cayó de bruces. Al apoyar los brazos en el suelo su muñeca izquierda se fracturó. Cuando escuchó el crujido, Paco se quedó pálido, temiendo lo que eso iba a suponer. Víctor miró su muñeca, pero no sintió dolor. Vio una grieta en ella de un centímetro de grosor, pero era extraño, de la herida no manaba sangre y por dentro de su piel rígida no había nada, sólo un hueco. Asustado, salió corriendo perseguido por su inseparable amigo.
Llegó a su casa cuando el sol apenas asomaba unos milímetros sobre los tejados, y las farolas de Nazarenos ya alumbraban sus empinadas calles. Cuando su madre y su padre, que ya había regresado del trabajo, abrieron la puerta supieron que había llegado el momento, no podían seguir ocultando a Víctor la verdad y se fueron los cuatro a la salita. Allí, sentados en los cómodos sillones en los que tantos buenos ratos habían pasado, su madre le contó toda la historia:
– Verás, Víctor, a ver cómo empiezo –titubeó–. Hace ocho años y medio tuvimos a nuestro tercer hijo. Era un niño rubio con ojos azules y piel sonrosada que desde el momento que cruzó su mirada con la mía supe que era especial. Siempre fue un niño maravilloso con una sonrisa en la boca que dejaba en los demás la sensación de que no había nadie que fuera más feliz que él. En resumen, era un hijo inmejorable y un niño ejemplar. Siempre iba acompañado del niño que tienes sentado a tu derecha. Jugaban juntos, iban al colegio juntos… todo lo hacían juntos. Cuando tenía seis años comenzó a sentirse mal, cada día un poco peor. Preocupados por su progresivo malestar lo llevamos al médico y, tras varias visitas y lo que nos parecieron un millón de pruebas, le encontraron algo que supimos que no era nada bueno solo con ver la cara del doctor.
Tras varios comentarios de ánimo que nos hacían ver que la noticia iba a ser demoledora nos lo soltó: Víctor tenía leucemia. Nos dijo que la enfermedad estaba muy avanzada y que no se podía hacer nada por él, sólo esperar el fatal desenlace, que llegó casi dos años después. Hace dos meses que nuestro querido hijito murió. Estábamos destrozados, pero pocos días antes de que falleciera se abrió un pequeño rayo de esperanza para nosotros: en las noticias escuchamos algo que nos hizo pensar. Una empresa había desarrollado unas máquinas capaces de escanear e imprimir cualquier objeto o persona en tres dimensiones, haciendo que pareciera real hasta el más mínimo detalle, así que decidimos investigar para ver si podíamos hacer una réplica a tamaño real de nuestro pequeño. Cuando averiguamos lo que se podía hacer, no nos lo pensamos dos veces. Para mucha gente puede parecer algo macabro, pero a nosotros nos reconfortaba la idea de que podíamos entrar a casa y ver a nuestro Víctor como si siguiera allí realmente. En nuestra búsqueda de información también nos topamos con estudios sobre autómatas y robots, y la fusión de esta tecnología con las 3D nos devolvió en parte a Víctor. Por eso estás tú aquí. Puede que no seas un niño real, pero nosotros te queremos de la misma manera que queríamos a nuestro hijo de carne y hueso.
Víctor comenzó a entender muchas cosas. Entendía por qué siempre le decían que no podía hacer muchas cosas que los demás niños sí hacían, como jugar al fútbol o montar en monopatín; entendía por qué notaba algo raro en la mirada del resto de niños. Hace aproximadamente dos meses llegó al colegio y vio cómo todos los alumnos lo miraban con cara de sorpresa. Esa sorpresa era fruto de la admiración en unos y del miedo en otros: asombro en los que pensaban que había resucitado, y que ese milagro sólo estaba al alcance del altísimo y de nadie más; y miedo en los que no entendían cómo podían estar viendo allí con vida al niño que pocos días antes habían visto dentro de un ataúd.
Su amigo Paco, que no se separaba de él y que era el único de sus amigos que era consciente de todo desde el principio porque los padres de su amigo se lo contaron y le encomendaron la tarea de protegerlo, tenía miedo de que al conocer la noticia su camarada reaccionara con desánimo y dejara de ser el niño feliz de siempre o, lo que aún era peor, que la persona que compartía cada momento de su vida perdiera las ganas de vivir o dejara de encontrarle sentido a la vida de esa manera.
Cuando terminaron de contarle la historia a Víctor, sus padres comenzaron a llorar temerosos de volver a perder a su hijo de nuevo, y le pidieron que les diera un fuerte abrazo. Tímido, tembloroso, el pequeño se acercó a sus padres, a aquellas personas que no eran como él, pero a los que debía su existencia. Tanta emoción y amor hubo en aquel abrazo que algo mágico pareció ocurrir; el tiempo pareció retroceder hasta un momento indefinido, años atrás, en aquella misma sala, donde Víctor y sus padres solían intercambiar caricias y abrazos cotidianos. Paco sonrió. Su amigo había vuelto definitivamente, aunque seguramente no volverían a jugar al fútbol.