El pianista

El pianista

[José Arcos Ventura]

La tarde se tornaba fría y desapacible en la ciudad que lo vio nacer hace  54 años. El establecimiento donde se ganaba la vida como pianista estaba lo suficientemente lleno como para que el ambiente que se respiraba en el salón fuera agradable y acogedor. Los clientes que frecuentaban este piano-bar solían aparecer sobre las ocho de la tarde y no acostumbraban a marcharse hasta bien entrada la noche. La luz tenue y la temperatura a su justa medida. Mesas bajas frente a sillones de piel y sofás distribuidos estratégicamente, hacían que la perfecta sonoridad del establecimiento llegara a los asistentes, sin estridencias, como el fondo perfecto para propiciar conversaciones amables y el deleite de bebidas espirituosas que se servían en cristalería de alta calidad. Las paredes tapizadas en color rojo burdeos contrastaban con los óleos que se enmarcaban en barrocos trabajos de carpintería tratados con pan de oro.  Gruesas alfombras de lana hacían mudos los pasos de los camareros, que ataviados elegantemente por trajes con el logotipo del local en el bolsillo superior de la chaqueta,  atendían a los clientes con corrección exquisita sin caer en servilismos.

La barra del salón describía un semicírculo. Por expreso deseo del dueño. Esta se mandó hacer a unos marmolistas que pusieron toda su maestría en tallarla en una sola pieza de mármol rosa. La bancada que soportaba la piedra, estaba forrada en su parte exterior por unas cartelas de cedro, magistralmente labradas por tallistas de la ciudad, con escenas alusivas a monumentos de la misma. Todo el perímetro de la barra estaba rematado por un apoya-brazos forrado de piel oscura, que con grandes tachuelas hundían el acolchado formando rombos perfectos. La estantería para los licores de la pared trasera también se hizo a medida, en maderas nobles, y conteniendo en cada anaquel una sola botella por bebida. Hacían un conjunto asimétrico que realzaba en gran medida las excelencias de la carísima exposición.

Este era el ambiente donde trabajaba desde hacía algún tiempo Juan Carlos, el pianista del local. Muchos clientes acudían cada tarde por el simple placer de tomarse una copa y deleitarse siguiendo las notas que iba desgranado del piano. Probablemente este sería uno de los únicos Fazioli F278 que se podían escuchar en esta ciudad. Fue sin duda uno de los caprichos más exclusivos que el dueño del establecimiento quiso para su placer personal. Gran amante de la música y del bel-canto, consiguió hacerse con esta joya en una subasta. Los lutieres instruidos saben que este piano tiene la tabla armónica fabricada con las mismas maderas que Antonio Stradivarius utilizaba para sus famosos violines, el abeto rojo proveniente del valle del Fiemme de los Alpes orientales italianos. De ahí su magnífica e inimitable sonoridad.

Cada tarde Juan Carlos, antes de sentarse frente a las magníficas teclas del instrumento, situado en el centro del salón y ocupando el sitio principal del mismo. Como si de una liturgia bien aprendida se tratara, repetía la misma rutina. Se acercaba a la barra, pedía un vaso de agua y, lo bebía hasta el fondo sin respirar. Después, marchaba a la sala de los empleados y sacaba de su taquilla su frac perfectamente planchado y guardado en su funda que esperaba tarde tras tarde la llegada de su dueño. Se desnudaba y, colocaba su ropa "de calle" perfectamente colgada en una percha. Con la parsimonia requerida, se vestía con su traje de "trabajo", se peinaba frente al espejo, engominaba ligeramente sus incipientes canas; y rescataba del fondo de la taquilla una pequeña toalla que mojaba en agua caliente. Con ella frotaba sus manos hasta que la temperatura de sus dedos alcanzaba lo que él mismo llamaba "la elasticidad perfecta". Al momento se las secaba con otra toalla limpia y hacía unos rápidos ejercicios con los dedos.

De camino hacia el salón, saludaba a los compañeros, que hacia un par de horas ya estaban trabajando. Se acercaba a la barra. Como siempre Tomás, desde detrás del mostrador, al verlo llegar minutos antes, ya le tenía preparada una copa con su brandi de costumbre. Juan Carlos se lo agradecía y daba un cortísimo sorbo al licor, apenas mojarse los labios. Con la copa en su mano derecha, atemperando la bebida, y un posavasos en la izquierda, se dirigía parsimonioso hacia el piano.

Colocaba el posavasos y el ambarino licor, que le duraría toda la jornada, sobre una pequeña mesita supletoria que tenía situada a su izquierda, lo suficientemente alejada para que no interfiriera en sus movimientos. Se quedaba en pie unos instantes, los suficientes para que los asistentes repararan en su presencia, casi siempre alguien iniciaba un temeroso aplauso. Ese era el momento justo para echar hacia atrás los faldones del frac y sentarse frente al piano. Indefectiblemente, como llevaba haciendo durante años, atacaba como primera pieza "El bolero de Ravel". Se hacia el silencio entre los asistentes hasta que acababa con su primera entrega y, tras el aplauso de rigor, él se levantaba, tomaba su copa con la mano derecha y la levantaba en señal de brindis hacia los presentes, un leve sorbo, y se volvía a sentar para seguir tocando, pasados unos instantes. Los clientes ya se relajaban y continuaban con sus conversaciones mientras Juan Carlos continuaba tocando temas más suaves, creando un ambiente más relajado y acorde con el espacio decimonónico que encerraba el establecimiento.

Esta era la rutina que gustaba de llevar a cabo nuestro protagonista durante su horario laboral. No distaba mucho de la de su vida cotidiana, minuciosamente regulada por horarios inflexibles en todos sus quehaceres. Era precisamente esta forma de vida la que le daba un cierto aire de respetuosa elegancia, más parecida a la que se daba en la Inglaterra de finales del XIX, que de la bulliciosa, cosmopolita y moderna Málaga del XXI.

La previsibilidad de su día a día había llegado a hacer su vida un tanto aburrida, monótona y a la vez solitaria, sin embargo aún dejaba una puerta abierta al amor que, por alguna razón, siempre se le había negado. No era fácil el acercamiento a una persona de aspecto tan severo y reservado. Aun mas lo hacía parecer su figura alta y enjuta, que junto a su bigote, ya encanecido, que desde no se sabe cuando tapa su labio superior. Las primeras y únicas gafas que utilizaba por su presbicia, se las mandó hacer hace algunos años. Eran redondas con la montura muy fina imitando al carey, de modo que acrecentaba su aspecto inaccesible cuando se las ponía para ver de cerca.

Como el lector podrá imaginar llegados a este punto, su fondo de armario era acorde con su carácter, de modo que no encontraríamos en él ninguna prenda con colores llamativos y ni tan siguiera ninguna camisa de manga corta, tan socorrida en los tórridos veranos de esta ciudad.

A veces ocurre, que tras una personalidad de estas características, se suele ocultar algún hecho o circunstancia que no se quiere exponer a los demás. Juan Carlos no era una excepción. La ausencia de titulación académica como pianista era precisamente lo que le hacía llevar una vida tan rígida. Lo que no le incapacitaba para ejecutar las obras más difíciles de tocar con la belleza, sentido del ritmo, armonía y sentimiento comparables con el más excelso concertista de piano. De ahí que tuviera un elegido número de seguidores que veían en él al mejor pianista jamás conocido. Y es que Juan Carlos tenía un don especial para el piano, que en él, por ser este innato, le hacía elevarse por encima de las sensaciones cuando acariciaba u oprimía con furia las teclas del exclusivo instrumento que tenía por compañero en sus tardes-noches de trabajo.

Una mañana de primavera, en la que se encontraba dando un paseo con Ernesto, amigo suyo y dueño del local,  se encontraron con la inauguración, a pie de acera,  de una nueva tienda de informática. Entre las personas que acudieron a la apertura se encontró, por pura casualidad, con uno de sus seguidores y cliente habitual del piano-bar, que a su vez era conocido del nuevo empresario, que iniciaba su recorrido comercial en esta ciudad. Se vieron invitados a la inauguración, sin pretenderlo. Mientras avanzaba la mañana, los también nuevos dependientes de la tienda iban mostrando las bondades de los productos informáticos que había expuestos en las distintas mesas. Cuando llegaron a las nuevas impresoras en tres dimensiones, Ernesto quedó muy impresionado por la rapidez con que reproducía cualquier objeto escaneado previamente. Muchos de los presentes hacían pruebas con los diferentes ordenadores y demás material preparado para su posterior venta. Sin embargo, el conocido de Juan Carlos que estaba junto a ellos dos preguntó si sería posible reproducir a tamaño real una parte del cuerpo humano. El dueño de la tienda, que estaba junto a ellos, contestó que no habría ningún problema en hacerlo. De modo que solicitó que se escanearan las manos de su admirado pianista para reproducirlas instantes después. La idea le pareció genial al empresario, y dispuso lo necesario para su ejecución.

En pocos minutos, y a través de las cámaras y dispositivos previstos para el escaneo de grandes piezas, los ficheros necesarios para la impresión estaban haciendo trabajar la impresora, cargada para este caso, con una resina especial, que daría un acabado extremadamente similar a las manos utilizadas como modelo. Los presentes quedaron entusiasmados con el resultado obtenido, si bien las diferencias con las originales eran obvias, aparte de ser estas totalmente blancas. El experimento le resultó divertido a Juan Carlos y máxime cuando el propietario decidió regalarle sus propias manos realizadas por la impresora mencionada. Hubo de llevarlas en una bolsa de plástico, con el logotipo de la tienda, porque no sabía cómo llevárselas, al ser estas de tamaño real.

La amistad que unía Ernesto a Juan Carlos hizo que unos días más tarde fueran llevadas, las esculturas, a un taller amigo del primero, para darles la policromía necesaria y dotarlas de una naturalidad tal, que una vez terminado el trabajo parecían las manos del pianista. Una semana después, estaban enmarcadas en un expositor, protegidas por un cristal, junto a las otras obras que colgaban en las paredes del salón del establecimiento que regentaba. Allí quedaron como una más de la valiosa colección del mecenas, si bien había tenido la idea de colocar una pequeña plaquita metálica con el nombre grabado del que sirvió de modelo para la obra.

Quiera la casualidad que unos meses más tarde, en una de las veladas nocturnas, ya bien entrado el verano, un cliente que había estado tomando copas toda la tarde se viera afectado un tanto por los vapores del alcohol ingerido. Cuando este se apartó de la barra, con la idea de ir a pedirle una canción de su gusto al pianista, la mala fortuna hizo que diera un traspiés y fuese a apoyarse con la mano libre justamente en el piano, mientras Juan Carlos tocaba una pieza; en la otra mano llevaba una copa de coñac, que al golpearse con la tapa abierta del instrumento, vino a romperse por la base. El finísimo cristal se convirtió en un escalpelo, que asido por la mano torpe de quien lo sostenía aún, mientras caía, se fue a clavar,  entre la primera y segunda falange del dedo anular de la mano derecha de Juan Carlos. En decimas de segundo, el dedo quedó seccionado, convirtiendo el teclado en una mancha de sangre que no paraba de manar de la mano del pianista. A la vez, el cliente se daba de bruces contra el suelo. En un acto reflejo Juan Carlos intentó en vano ayudarlo, pero cuando el agudo dolor de su mano se hizo presente segundos después de la rápida amputación, se vio él mismo colapsado cuando además observó el hueso de su dedo a la vista.

Tomás, que desde la barra había observado la caída del cliente, "voló", más que corrió, con una servilleta en la mano para tapar la herida de su amigo. Este envolvió el dedo sangrante en la servilleta a modo de compresa hemostática. El ebrio se recompuso como pudo, recuperando la sobriedad en cuestión de segundos cuando vio su camisa con  unos enormes goterones de sangre. A Juan Carlos lo sentaron entre Tomás y otro cliente en la banqueta del piano. La palidez cerúlea de su cara reflejaba la situación, que una vez pasados los primeros minutos, y a la espera de la ambulancia que alguien ya había pedido, comenzó a pasarle por la cabeza la pérdida de parte de su dedo.

─Que alguien coloque el trozo en un vaso con hielo ─consiguió decir, a duras penas.

Enterado Ernesto de lo acontecido, no tardó más de medio minuto en aparecer en la sala, pues se encontraba en su despacho. Presa del pánico comenzó a buscar la falange perdida del anular de Juan Carlos. No la veía por ningún sitio. Mandó encender la iluminación de servicio para dar más luz al salón, pero tampoco conseguía encontrar nada. Una duda le asaltó, y confirmando sus sospechas se asomó al interior del piano para comprobar que allí estaba el resto del dedo de su amigo, aprisionado entre las cuerdas del instrumento. Lo tomó con cuidado con sus propios dedos, y al observarlo, pudo comprobar el feo y astillado corte del hueso. Inmediatamente lo metió en el vaso con hielo que alguien había traído.

Un médico que estaba aquella noche entre los asistentes, se hizo cargo de la situación de inmediato, intentando calmar a Juan Carlos y rehaciendo un vendaje de urgencias evitando la pérdida de más sangre hasta que apareció la ambulancia.

En una primera intervención del médico de urgencias, limpió y cerró la herida. Una vez estabilizada la situación preguntó si alguien se había hecho cargo del resto de la amputación. Ernesto le entregó el vaso con hielo. No pasaron más de cinco minutos cuando iban camino del hospital.

Avisados por radio de la urgencia de la reimplantación del dedo amputado, ya lo esperaban en un quirófano un cirujano experto en microcirugía y el anestesista. Cuando Juan Carlos ya estaba sedado y todo a punto para la reimplantación de la falange amputada, el cirujano dio el temido veredicto. Las dos partes del hueso estaban en tan mal estado que la operación podría causar males mayores, de modo que la única posibilidad era suturar la herida y dejar el anular sin la falange distal.

El tiempo, sabio consejero, fue calmando a Juan Carlos, pero pasados unos meses, y viendo que no recuperaba la movilidad suficiente como para interpretar al piano con la misma soltura y velocidad que antes, emprendió una aventura que estuvo gestando mientras se recuperaba en casa.

Las réplicas de sus manos, que más por curiosidad que otra cosa le hicieron hacía tiempo en la presentación de la empresa de informática a la que asistió, casi por casualidad, se habían convertido en salvaguardia perfecta de la falange que ahora le faltaba.

Contactó, junto con la ayuda de su amigo Ernesto, con una clínica de cirugía plástica y les propusieron la idea de fabricar la falange distal que le faltaba, para posteriormente reimplantársela en su anular. La oportunidad de tener una réplica exacta de la pieza a reproducir le causó honda satisfacción al cirujano jefe y director de la clínica. La posibilidad de poder realizar tal proeza, que dicho sea de paso también le proporcionaría justa fama si la operación se llevaba a cabo con éxito, justificaba la necesidad de intentarlo, al menos.

En pocos días se hizo la réplica de la falange con un material inerte para que no se produjera rechazo en la implantación. Tras varias radiografías del resto del dedo anular de Juan Carlos, se ajustó a la décima de milímetro para que encajara a la perfección en el pequeño trozo de falange que aún conservaba el dedo del paciente. Una empresa mejicana proporcionó la "funda" de silicona con la uña incluida y pliegues y color exactos al resto de los dedos para recubrir el nuevo hueso prefabricado. Tras una ardua operación, en la que se utilizaron materiales de última generación y algunos aún en fase experimental, la nueva falange distal lucia perfectamente funcional en la mano diestra de un Juan Carlos que, con orgullo satisfecho, estrechaba a los doctores de la intervención. Todo salió a la perfección y dos semanas más tarde, Juan Carlos se sentaba al piano a probar su nueva falange.

Tras haber concluido su liturgia inicial, no sin curiosidad, atacó como era su costumbre "El bolero de Ravel". Una vez concluido, tras los aplausos de rigor y el brindis al público, una sonrisa más amplia de lo habitual fue dirigida sin remisión a Tomás y a Ernesto, que tras la barra se mantuvieron con los dedos cruzados disimuladamente tras la espalda hasta que concluyera la pieza.

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