S.O.S. para 3D

S.O.S. para 3D

[Sandra Burmeister García]

Es medianoche y se esconde detrás de la pantalla. Respira, agitadamente, mientras intenta escribir alguna palabra seductora que levante los ánimos nocturnos y eróticos.  Es ella; la eléctrica. Le faltan cables para conquistarla, y sin embargo es parte de su teclado. La podría duplicar, triplicar, y hacer miles de copias, pero no es lo que quiere. La quiere a ella. Ella podría solucionar su situación, atenuante, al desamparo, constante que lo empuja a umbrales tridimensionales, por no decir, multidimensional.

Camina. Intenta fumar un cigarrillo. Lo toma con la mano temblorosa. Luego lo mira, lo lanza al suelo, lo pisa y lo desecha. No quiere fumar. Nunca ha fumado. Esta era la cajetilla de su compañero de trabajo que fuma todo el día.  Se pregunta, cómo es posible que un ser como ella, sea la reproducción perfecta de su mente. Se pregunta tantas cosas. Busca entre los cajones de su escritorio algún indicio que lo lleve a descubrirla, a través de la pantalla. Nada. No hay nada que pueda hacer. Todo está hecho de esta manera. A distancia la imagina, la siente, la saborea, la toca, la devora. Sus manos están arrugadas por el vaho demencial que lo tiene en la más pura incertidumbre.

Abandona el laboratorio y sale a caminar un rato. El aire está pesado. El clima se ha vuelto húmedo en un holograma casi borroso de las reminiscencias del pasado bestial, que tanto lo angustia. Los zapatos suenan cada vez que pisa las hojas secas que se han caído, debido al sol incandescente que golpea la ciudad durante el día.  La lluvia de verano, transforma el ambiente sudoroso, en la seducción festiva de los pantalones y de las polleras que se reúnen en el café de la esquina. La multitud, que tampoco es tanta, se codea entre risas y borracheras sin sentido. Observa a un pareja que se coquetea, mutuamente, ella le toma la mano y él le besa la boca. Las piernas se enrollan bajo la mesa y el galanteo es parte del olor a vino con naranjas. Las fresas del plato se disuelven en el helado derretido. Todavía no se han comido el plato fuerte. Eso piensa él, mientras los observa. La fascinación lo lleva a fantasear con la incitación de la entelequia que lo somete a este estado de necedad. Se siente estúpido. Se siente como un voyerista barato, por la soledad y la fantasía. ¿Estará ella allí? Es la pregunta que se hace cada vez que sale en busca de respuestas.

Entra al café, pide uno cortado con dos galletas para levantarse el ánimo. La noche es larga y más tarde seguirá trabajando entre papeles. Se queda horas en su lugar de trabajo, porque en su casa no puede dormir. De todas maneras es su casa. El laboratorio está en el garaje. Es una casita de madera, calurosa en verano y fría en invierno. Esta noche el aire acondicionado se echó a perder y eso perjudica a los ordenadores y máquinas.

El café se pega en la taza. Respira su aroma. Lo envuelve. Observa los agasajos de la feliz pareja que está sentada en la mesa de enfrente. Con sus manos forma un marco virtual de la pareja que mira, ya no, tan disimuladamente. Siente un dolor en el estómago, tan propio de la desolación. La imagina. Cree que entre tantas copias tridimensionales, tal vez, ella podría surgir desde ahí. ¡Tontería! No es tontería, es versatilidad. Se bebe el café rápido, coge las dos galletas y las envuelve en una servilleta. Tal como le enseñó, alguna vez, su abuela.  Como sabe que para verla tendría que cruzar el océano, por ahora se conforma con experimentar con la tecnología. Paga el café y se va.

Camina devuelta, con más ánimo que nunca. Se interna en el laboratorio. Debería hacer una escultura hueca.  Debe tener una fotografía de ella. Entra en los buscadores de la red. Hace calor. El polvo blanco es suficiente para hacer varias copias en tres dimensiones, pero con una le basta. Los gránulos se le pegan en los dedos húmedos de los puros nervios. Está excitado. Su cuerpo febril lo incita a realizar su escultura. Entra en las redes sociales y la encuentra. Su nombre le resuena en el oído, desde el primer día en que se la presentaron. Encuentra una fotografía de cuerpo entero. Guarda el archivo. Entra al programa computacional y accede a escanear el modelo en 3D. Luego llega a obtener el archivo en formato 3D para impresión. En tercera opción accede a la realización de una escultura hueca, para dar después con la escultura sólida. Durante el proceso de impresión 3D, se da cuenta que le falta tinta. Revuelve los cajones. Tira todo al suelo. Entre lágrimas de tormento y gritos, encuentra lo que tanto necesita. Se sienta frente a su computador. Accede a la opción de tecnología e inyección de tinta. ¡Bien! Se dice a sí mismo. Comienza a trabajar sobre el polvo blanco como si fuera tierra de su propia costilla. Es ateo. Jamás ha creído en esas cosas de Adán y Eva, sin embargo, con ella tendría a Caín y a Abel si ella, así, lo quisiera. Es minucioso en los movimientos. Obtiene la pieza desde la fotografía. Es perfecta. La toma con cuidado y comienza a limpiarla y pulirla a mano. Ella aparece desde los gránulos suaves, que empolvan la habitación.

Con mucho cuidado la siente entre sus manos y la imagina. Parece un brujo. Hechizado por la mujer; sus manos la crean como un mago. Piensa que el único que lo comprendería en esta sutileza amorosa sería don Quijote. El sensual pincel la dibuja. Su cabello ondulado cae sobre los hombros. Los pelos de la brocha tocan sus senos y poco a poco recorre el torso hasta el  ombligo. Avanza y se detiene en las caderas y mientras las pule, suavemente, casi sin tocarlas, se humedece la punta de la lengua, la que posa sobre las cerdas del pincel. La saliva la pinta. La desea. La sueña. La ama. No la puede tener en carne propia, entonces la crea. Cuando el pincel, que se desliza en su mano izquierda –porque es zurdo– llega hasta las caderas de la escultura, se escucha un gato que maúlla en el árbol que azota las ramas encima de la ventana, entre abierta, del laboratorio. Se asusta. Esto podría ser un conjuro. No. No lo es. Es el gato de la vecina, que sale de noche a cazar ratas de la acequia del barrio.

Continúa el proceso de sellado. Ya está casi lista. Llega al producto final: persona escaneda e impresa en 3D.  Deja su muestra sobre el escritorio.  Se queda horas observándola. De pie junto a él. La gira y observa su perfil. Besa los labios, de la figurilla, con ternura. Es de él. Nadie se la puede quitar. Recuerda a la pareja de enamorados que se tocaban la piel. Él no puede hacerlo, físicamente, pero sí puede evocarlo. Recuerda el sonido de su voz, cuando enunció su nombre por primera vez. Fue en el congreso de tecnología virtual, donde se conocieron.

Se queda dormido con la cabeza sobre la mesa, mientras su mano alcanza la estatuilla. El gato solitario se desliza por la ventana. Camina en puntillas y juega con el resto del polvo blanco que cayó en el suelo. Al parecer cree que es azúcar flor de la cocina de su dueña. Este salta sobre el escritorio y observa la escultura de la mujer. La huele. Con la pata intenta tocarla. El hombre, pacífico, no despierta. El gato se echa de lado y comienza a jugar con las patas, intentando tumbar la escultura. Lo hace. En segundos la hermosa mujer esculpida cae en cámara lenta, desde la mesa, donde el hombre duerme profundamente. Es inevitable pensar lo peor, en cuanto al destino de este felino. Al caer la escultura al suelo, esta se parte en mil partículas, las que se elevan por toda la habitación.

Ella siente el vértigo en el estómago al momento de caer. Da un grito de impotencia. Jamás tuvo una experiencia semejante. Siente la espalda pegada al camisón. Se toca el pecho. Jadea desconsoladamente. Apoya los pies en el suelo y se afirma con sus manos en la orilla de la cama. Respira para calmarse. Se levanta. Se quita el camisón pegajoso. Desnuda, camina por el corredor en busca de una camisola seca. En la pieza del planchado encuentra una y se viste automáticamente. Va a la cocina, y bebe agua fresca. Se marea. Se confunde. Todavía sus manos están sudorosas. Entre náuseas y dolor en la matriz se queda de pie, frente a su computador. Es posible que la mezcla del vino con naranjas y las fresas con helado, de la noche anterior, le hayan caído mal. Cree que se rieron mucho durante la noche. Estuvo rico, piensa.

Enciende el aparato. Se sienta y espera. Abre el correo electrónico recibido. Lee el mensaje del congresista. Se toca la cara. Le cuesta leer. Saca unos lentes ópticos y se los pone. Con sus ojos cansados  responde: sí; ahí estaré. Al día siguiente, el barco la llevará por un viaje. Se le abren puertas de trabajo, con nuevas tecnologías. Será la primera vez que cruza el océano de esta manera. Se confía al periplo y al destino desconocido del auxilio virtual, y sin embargo, el hombre que la espera, ya la ha tocado. //

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