El Cuadro 3D
[Pepe Argento]
Sumergido en el sillón del living su vida transcurría monótona y opaca de cara al televisor, donde los videos de cacería pasaban una y otra vez frente a sus ojos como los dibujos animados del Disney Junior que se repiten hasta el hartazgo sin que la platea menuda se dé cuenta de esto.
Sus padres se habían cansado de pedirle que hiciera algo más productivo que estampar el culo en el mastodonte de cuero negro, ubicado como platea preferencial, que lo enfrentaba al mundo virgen y salvaje que jamás alcanzaría, sobre todo debido al deplorable estado físico en el que se encontraba, producto de horas y horas frente al plasma, sumando a esto la ingesta de galletitas dulces y gaseosas con las que amenizaba la velada hasta que su padre, al regresar del trabajo, intentando poner algo de orden en su aplastada vida desenchufaba la video programadora que volvería a encender después de la cena.
A decir verdad tampoco era mucho lo que podían prohibirle. Si bien no era un alumno brillante se destacaba en Geografía, llegando un día a desasnar al mismísimo Director de la escuela secundaria a la que concurría quien había confundido al Río Correntoso, de escasos doscientos metros, con el lago Nahuel Huapi en el que desemboca, pensando -quizás- que éste era alimentado por la Gracia Divina y no por un afluente como realmente ocurre.
No tenía amigos, sólo a Raúl -un primo hermano por parte de madre- al que solía visitar de vez en cuando.
Los compañeros de estudio lo fastidiaban y dejó de hablarse con Miguel -el único con quien había alcanzado a construir algún lazo- al enterarse que fue él quien lo bautizó con el sobrenombre de “Tarzán” por el que era reconocido entre sus pares.
A pesar de su comportamiento ermitaño, sus padres podían asegurar que nunca les había causado problemas.
Alejado de las computadoras para cualquier otro uso que no fueran los videos de caza o de bestias que no conocían el cautiverio, lejos estaban ellos de padecer lo que nosotros, expuestos a las agresiones de las redes sociales plagadas de pedófilos y mensajes inadecuados sin sentirnos totalmente seguros de evitarlos.
La selva y sus misterios. No había otra cosa en el mundo capaz de entretenerlo.
Peluches y juguetes plásticos representando la más variada fauna, se esparcían por su cuarto ocupando la biblioteca, el escritorio, la mesa de la cómoda y cuanta repisa estuviera libre.
A los pies de la cama -vencido y apelmazado- yacía el descomunal tigre de la Esso, que su padrino le había regalado cinco años atrás para el Día del Niño.
Algunos números de la revista Safari dormían bajo el resguardo de un candado en el viejo baúl de madera que había pertenecido a su abuelo y eran rescatados del encierro solamente los días de lluvia cuando cortaban el suministro eléctrico y así, bajo la oscilante luz de la vela, veía pasar manadas de animales salvajes infundiendo temor y respeto.
Pero lo que más lo atraía y subyugaba era ese cuadro impreso por suma de innumerables y delgadas capas en el que el autor había aplastado, deliberadamente, una mariposa negra con lunares amarillos y cola exageradamente larga.
Representaba un fragmento de la Selva Misionera en la Mesopotamia Argentina.
La obra, realizada con una impresora tridimensional, le había sido obsequiada a su padre por un ejecutivo de Tr3sDland al finalizar la Exposición Sudamericana de Tecnología Digital en 3D, donde se exhibían productos fabricados con equipos de última generación.
El mundo plano de las impresoras convencionales cedía ante el avance del conocimiento. Ahora se imprimían cubos y esferas en lugar de cuadrados y círculos sombreados en escala de grises.
El cuadro era un intento de representar la realidad. Los dibujos procesados con filamentos de la más diversa composición y textura se desparramaban en las cinco placas que constituían la obra.
Si la movías levemente, los animales, hasta la mariposa, parecían cobrar vida: el pico del tucán se abría y una serpiente yarará, de considerable volumen, se deslizaba sobre un tronco.
Quiso raspar con la uña una cagadita de mosca que se mostraba insolente sobre un ángulo del cuadro, cuando para su asombro el dedo traspasó la superficie transparente.
El calor y la humedad penetraron su mano y después el cuerpo. La obra, diseñada e impresa por un Máster en Animación y Artes Plásticas lo había atrapado.
El olor a tierra húmeda le inflamó los pulmones y sin saber cómo, sintió por primera vez correr por sus venas la sangre del cazador.
La comodidad opaca de su mundo adolescente se enfrentaba con esta nueva realidad donde solo los fuertes sobrevivirían.
Cortó unas lianas y las trenzó. Prendió fuego y apoyó sobre él la punta de una rama dura y recta de urunday. Ni bien se empezó a poner roja la trabajó frotándola contra una piedra. Repitió la operación varias veces hasta que el extremo desbastado adquirió cierto filo: un lazo y una lanza era todo lo que necesitaba.
Avanzó unos metros bordeando la selva, una gallineta modelada con células vivas pió y buscó esconderse. Certero la traspasó de un golpe.
La cena estaba asegurada. Regresó, avivó las brasas que aún crepitaban bajo la ceniza y agregó leña. Le arrancó las plumas y la vació, después acercó el ave al fuego y contra el viento procuró que el calor la envolviera. Ya cocida notó para su satisfacción que la carne se desprendía del hueso con suma facilidad.
-Como un pollo al spiedo, se dijo
Sintió la falta de sal pero un auténtico cazador podía privarse de los placeres mundanos. El murmullo de un arroyo cercano lo invitó a calmar la sed. Una nube de mosquitos de polímero se movía más adelante sin poder atacarlo. Atardecía y la noche lo iba a sorprender sin abrigo.
Con las delgadas ramas de un sauce tejió la hamaca que le permitiría dormir elevado evitando los peligros del suelo. Las hojas anchas y planas de una palmera serían el techo del precario refugio.
La luna se filtró entre los árboles llevando claridad al monte. Se recostó en la red y satisfecho cerró los ojos.
Cuando despertó recién comenzaba a amanecer. El enjambre de mosquitos había desaparecido, el zumbido, tenue, se perdía a lo lejos.
Tenía frío. Partió una calabaza al medio, le quitó la pulpa, las semillas y en el cuenco vacio cargó agua.
Molió las hojas secas que le ofrecía una planta de yerba mate caída al costado del camino y las echó dentro del improvisado jarro. Levantó sobre el colchón aún tibio de cenizas una pirámide de pequeñas ramas, se tiró al suelo y acercando la boca a las ya casi extinguidas brasas sopló hasta que desarrollaron y el poliedro comenzó a arder.
Agregó más leña y apoyó la calabaza sobre la fogarata. Cuando el agua se pobló de burbujas explotando caóticas, se la llevó a los labios y acabó en breves tragos la infusión verde y amarga que le volvió el alma al cuerpo.
Decidió bordear la selva pero enseguida regresó.
Recogió las armas y se internó en el monte dejando atrás la primera placa.
Un olor nauseabundo lo descompuso al traspasarla: la mariposa aplastada se pudría lentamente. Sus dimensiones sobrepasaban la norma de estos insectos y las tripas colgando llamaban a un enjambre de moscas fértiles a depositar los huevos.
El mosquerío lo empezó a rodear buscando chupar el vómito caliente que caía por su camisa. Aceleró el paso intentando alejarse pero los repulsivos insectos lo envolvían más y más.
A los manotazos se sumergió en el espeso pastizal que las alejó de su propósito. Partió la lanza y usando el extremo punzante como machete fue abriendo camino hasta alcanzar la tercera placa.
La vegetación exuberante desafiaba a la luz. Fue necesario frenar la marcha hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.
El tucán posaba inmóvil sobre la rama desnuda de un lapacho. Solo la víbora un poco más adelante parecía moverse sobre el tronco.
El sol se hacía sentir. Ya debía ser el mediodía.
Del suelo la humedad se elevaba en forma de vapor impregnándole los pantalones que se le pegaban a las piernas. Cada vez se le hacía más difícil caminar. La tierra mojada mezclada con residuos vegetales y pequeñas piedras se le metía en las zapatillas y los contrafuertes empezaban a lastimarle los talones.
No sentía hambre, solo sed. Más adelante se escuchaba correr lo que debía ser el arroyo desbocado.
El plano inclinado parecía arrastrarlo a lo profundo de la selva. Las raíces de los árboles serpenteaban el suelo y lo hacían tropezar. Debía aferrarse a las lianas para no caer rodando. La marcha se volvió lenta. Estaba agotado. Ahora el camino se hacía cuesta arriba. Le faltaba el aire. Necesitaba descansar. Una piedra plana le sirvió de catre, se ovilló como los perros y se durmió.
Apenas repuesto trepó hasta la cumbre. No muy lejos un claro de luz filtraba lo que debía ser la cuarta placa. Con esfuerzo la alcanzó.
Se sentó a un costado del tronco. La yarará impresa con resina fluorescente ya no era una amenaza, inmóvil brillaba tímida bajo el haz de luz. Una nube de mosquitos lo rodeó.
Después de la segunda placa el cuadro se había vuelto hostil, agresivo. La selva le mostraba su lado más oscuro. La sed de aventuras se extinguía en sus venas.
Le dolían las manos, la espalda, el pié llagado le empezaba a sangrar. Pensó en sus padres, en lo preocupados que debían estar.
Si bien solía escaparse un par de cuadras para jugar con su primo, nunca se había ausentado de la casa por más de cuatro o cinco horas.
¿Lo estarían buscando?
La sed le cortaba la garganta. La lengua, tiesa, se le clavaba en el paladar. No podía gritar. Un sonido gutural opaco, intentaba traspasar sus labios pidiendo auxilio. Quería regresar pero el acrílico no se lo permitía.
Solo le quedaba avanzar.
Lo que debía ser la quinta placa lo llamaba blanca, resplandeciente. Debía alcanzarla. La salida estaba delante de él, cruzando el túnel puro, brillante que se ofrecía aumentando el desafío. Un túnel parecido a ese del que hablan los que volvieron de la muerte. El túnel que lo regresaría a la casa, al regazo materno, al humo y al perfume del tabaco flotando en el comedor cuando su padre, después cenar, encendía la pipa.
¿Lo extrañarían?
Estaba extremadamente cansado. El bluyín empapado le había, literalmente, lijado los muslos durante la travesía. Tenía las piernas en carne viva, los talones llagados. Quería dormir por días, recuperar fuerzas.
Se quitó las zapatillas, los pantalones. Necesitaba dar con el arroyo. No debía estar lejos. El murmullo del agua saltando las piedras se dejaba sentir detrás de los árboles. Empezó a caminar muy despacio.
Descalzo resbalaba y caía en el suelo empapado. No podía con su cuerpo. Comenzó a arrastrarse agarrándose de las raíces, de las lianas que trepaban y caían hasta casi meterse en el lodo.
El arroyo lo llamaba. Lo estimulaba. Era una boca inmensa que gritaba su nombre. Una boca de piedra y agua que debía encontrar.
Culebreando, totalmente cubierto de barro cruzó la última línea de árboles hasta alcanzar la pendiente. Se dejó llevar. La fuerza de gravedad lo arrastró cuesta abajo hasta el torrente.
Lastimado dejó que la corriente lo lavara, el agua helada se le metía en la boca. Le dolía el pecho, el estómago.
Con un esfuerzo sobrenatural se reincorporó y estoico buscó el túnel de luz.
Alcanzó el quinto nivel, una lámina dura, impermeable, de polímero blanco le impidió continuar el camino.
Desesperado giró, aplastó la nariz contra la última placa plástica y quedó pegado a ella, aterrado, inmóvil.
Cuando la mucama mueve el cuadro para repasarlo él logra desentumecerse pero enseguida vuelve a la posición inicial, esa que le permitió un día (el más negro de su vida) descubrir sobre la mesa del comedor su fotografía impresa, junto a la de otros chicos perdidos, al pié de la boleta de suministros eléctricos.