Proyecto Juno

Proyecto Juno

[Tomás Blanco Claraco]

Después de siete años de viaje, lo primero que Hans pensó al ver Marte con sus propios ojos fue que le recordaba a la Tierra. Se parecía demasiado al desierto de Arizona aquel día en que llevó a Acky a conocer el Gran Cañón. La noche anterior Hans había esperado a que su mujer se quedara dormida antes de deslizarse en la habitación de su hijo. Al acariciarle el pelo para despertarle, un mechón se había desprendido y enredado entre sus dedos, pero logró esconderlo rápidamente para que su hijo no lo viera. Le dijo al chico que se vistiera en silencio.

Hans condujo su todoterreno durante toda la noche desde su casa en Los Ángeles con Acky dormido en el asiento de al lado. El amanecer les recibió bañando de un rojo intenso el desierto de Arizona. Hans nunca olvidaría el brillo en los ojos de su hijo cuando le despertó.

− Es como estar en otro planeta −había dicho.

Fue un momento mágico. Su mujer nunca le habría permitido llevar a Acky hasta allí en un viaje tan largo, y menos aún en su estado, pero había valido la pena. Pensándolo bien, aquel amanecer frente al Gran Cañón del Colorado era el último verdadero buen recuerdo que Hans conservaba de la Tierra. Después de aquello todo habían sido médicos, hospitales, el funeral… luego llegaron los reproches, los abogados, el divorcio… y más tarde, como única vía de escape de su pasado, el Proyecto Juno.

Después de que KA3000 comprobase su estado de salud y de realizar los pertinentes estiramientos musculares, Hans configuró la mesa de grafeno en modo espejo. Pelo castaño ondulado, numerosas canas en la barba, piel áspera y una mirada distante. El viaje había durado siete años, pero para Hans era como si la noche anterior se hubiera acostado en la cámara del sueño de su nave tras el exitoso despegue y aquella mañana se hubiera despertado allí, a 225 millones de kilómetros de la Tierra.

La nave espacial volaba a toda velocidad en dirección al muro de seis kilómetros de altura que se extendía a lo largo de todo el horizonte y cuya parte superior se perdía de vista en el cielo rosa salmón. Como buen geólogo, Hans sabía que allá arriba, en la cima del muro, la montaña continuaba elevándose en una suave pendiente hasta los veinticinco kilómetros. Era como una tarta gigante sobre la que hubieran construido una pirámide.

− ¿Desea algo de comer, Doctor Beckmann?

Al girarse Hans golpeó la taza de café que estaba tomando y, a pesar de la baja gravedad, acabó haciéndose añicos en el suelo.

− No, KA. Mi estómago no soportaría nada sólido. Esperaré hasta encontrarnos en Juno, con la gravedad artificial −señaló con desgana la taza rota−. Imprime otra, por favor.

KA3000 se quedó inmóvil mientras los mecanismos en el interior de su torso trabajaban. Era un modelo muy avanzado. Parecía un maniquí articulado, suave y completamente blanco. Los técnicos de la Agencia Mundial para la Colonización de Marte habían logrado dotar a su rostro de una plasticidad casi humana. Eran máquinas capaces de trabajar en el exterior, imprescindibles para el desarrollo del proyecto.

Una compuerta se abrió en el torso de KA3000. Hans tomó la nueva taza y el androide la llenó de humeante café.

− Quería ver el Monte Olimpo desde la órbita de aproximación. Tendrías que haberme despertado antes.

− Tan sólo cumplí los protocolos, Doctor Beckmann.

Hans tocó la mesa de grafeno y ojeó por encima los cientos de informes acumulados durante los años de viaje. Se detuvo en el último.

− Se aproxima una tormenta de arena, y de las grandes −advirtió.

− Llegaremos a Juno trece minutos antes de que nos alcance −respondió KA3000.

Hans le miró de soslayo y el androide le sonrió. El doctor se preguntó qué demonios habría estado haciendo durante siete años, deambulando solo por aquella nave. Se volvió hacia Marte. Al cabo de unos minutos divisó Juno.

Era un conjunto de edificios autosuficientes, de formas redondeadas y diferentes colores, apiñados en el interior de una circunferencia mucho más amplia. Por aquel entonces la cúpula que debía cubrir la colonia ya debería haberse completado, y las máquinas de terraformación que convertirían el dióxido de carbono en oxígeno tendrían que encontrarse trabajando a máxima potencia. Sin embargo, la circunferencia que formaban los cimientos de la cúpula se hallaba incompleta, los materiales de construcción se encontraban abandonados, esparcidos y semiocultos por la arena, y la maquinaria de terraformación continuaba almacenada en sus contenedores.

La nave comenzó a perder velocidad, preparándose para el amartizaje.

− Ninguna noticia de la primera expedición, supongo −dijo Hans, cruzando sus pies sobre la mesa y acariciando la taza caliente.

– No, Doctor Beckmann. Lo ocurrido en Juno hace ocho años sigue siendo un misterio.

– Bueno –dijo Hans, soplando sobre su café–, pronto dejará de serlo.

Todos los sistemas de la colonia habían sido desactivados, incluida la esclusa del hangar, por lo que la nave aterrizó junto al grupo de edificios.

– KA, necesito que vayas al taller y actives la alimentación de emergencia manualmente –el androide obedeció de inmediato–. Y activa tu cámara, te seguiré desde aquí.

El taller de impresión era tan espacioso como una nave industrial. KA3000 avanzaba en la oscuridad cuando tropezó con algo. Se trataba de uno de los tres androides enviados en la primera expedición, un modelo más antiguo que KA3000, más metálico y con menos aspecto humano.

– Doctor Beckmann, ¿puede ver esto?

– Sí, lo veo. Intenta reiniciarlo.

KA3000 conectó uno de sus dedos al cuello del androide, pero este tan solo emitió un zumbido parecido al de una mosca. Se hallaba completamente inerte. KA3000 avanzó hasta la consola de mandos y activó la energía. La sala se iluminó, haciendo retroceder a las sombras. El taller de impresión era el módulo más grande de toda la colonia. Todo estaba lleno de grúas y brazos robóticos automatizados, y las paredes estaban ocupadas hasta el techo por enormes depósitos que contenían todo tipo de sustancias y materiales, desde acero líquido a pilas atómicas. Junto con los motores solares, aquella sala era el punto clave que había hecho viable el proyecto Juno. Casi cualquier cosa que no hubieran podido transportar desde la Tierra podían imprimirla en aquel taller.

– Doctor Beckmann, los paneles solares no estarán funcionales mientras dure la tormenta. Las reservas de energía son escasas –explicó el androide tras conectarse a la red de la colonia.

– Activa sólo el centro de mando, hazlo habitable, por ahora puedo prescindir del resto de módulos.

– Estará listo en seis minutos.

– Estupendo, voy para allá. Tú comprueba el taller.

Hans se enfundó el traje espacial y salió de la nave. No tuvo tiempo de emocionarse al pisar el suelo de Marte. La tormenta de arena lo golpeó con fuerza. La baja gravedad le daba la sensación de que el viento le arrancaría del suelo en cualquier momento, pero finalmente, luchando cada paso, logró llegar a la esclusa de despresurización del centro de mando. La sala estaba llena de paneles de control y pantallas de grafeno. Comprobó en el indicador del antebrazo de su traje que la concentración de oxígeno era la adecuada y se quitó el casco. Le invadió un enorme alivio al sentir la gravedad artificial. Tirado en el suelo encontró otro modelo KA de la primera expedición, totalmente inerte. Conectó los ordenadores y se puso a investigar de inmediato. Al cabo de un par de horas ya había encontrado toda la información necesaria para hacerse una idea de lo sucedido el día en que los primeros colonos habían desaparecido.

– El taller de impresión se encuentra plenamente operativo, Doctor Beckmann –comunicó KA3000 entrando en el centro de mando.

Hans se encontraba recostado en una silla, reflexionando.

– Ven aquí, mira lo que he encontrado.

Le mostró los datos que indicaban que a primera hora del día de la desaparición se había recibido una señal procedente desde un punto concreto de la estructura basal del Monte Olimpo. Un infrasonido de origen desconocido. Le mostró también un vídeo grabado poco después por las cámaras de seguridad del módulo del comedor. En él se veía al Doctor Chang visiblemente alterado discutiendo con la Doctora Van Hoorn, que deambulaba nerviosa de un lado a otro del comedor haciendo aspavientos. La Doctora Zhukovski, en cambio, permanecía encogida en su asiento con la mirada clavada en la bandeja de comida intacta que tenía frente a ella sobre la mesa. Hans lamentó que aquellas grabaciones no tuvieran audio. La discusión había durado toda la mañana, y después, según el registro del taller, habían impreso un todoterreno de exploración modelo Rover, partiendo en dirección al muro pasado el mediodía marciano. Ninguno de los tres, ni el modelo KA que llevaron con ellos, había regresado.

– La señal del vehículo se perdió al llegar a la base de la montaña, debieron entrar en alguna cueva –explicó Hans–. Al cabo de unas horas un pulso electromagnético muy potente alcanzó Juno apagando todos los sistemas, incluidos los sistemas de emergencia, y friendo el cerebro de los modelos KA –aclaró, señalando al androide caído en el suelo.

– Hasta que pase la tormenta no podremos comunicar estos hallazgos a la Tierra –dijo KA3000.

– La tormenta podría durar días, y yo no tengo paciencia. He estado pensando en ello… Y creo que en la Tierra ya saben todo esto.

– No encuentro ninguna razón lógica para que la AMCM ocultara esa información, Doctor Beckmann.

Hans dudó tan sólo unos segundos.

– Ellos me conocen bien. Sabían lo que yo haría cuando descubriese toda esta información –explicó. El rostro indolente del androide le invitó a seguir–. Imprime un Rover, KA, y cárgalo con seis Libélulas, las necesitaré. Mientras, voy a comer algo. Llevo siete años sin probar bocado.

La visibilidad era nula y las piedras arrastradas por el viento golpeaban con violencia el vidrio reforzado, pero el Rover logró cubrir los sesenta kilómetros que separaban Juno del muro. La pared de roca se extendía en todas direcciones y no parecía tener fin. Hans no pudo dejar de imaginarse el rostro de su hijo si hubiera visto aquella maravilla. En el lugar donde se había perdido la señal de la primera expedición, Hans descubrió una angosta grieta en el muro. Ordenó al Rover adentrarse en el vientre de la montaña. La oscuridad era total. Hans activó los escáneres exteriores del vehículo y una imagen tridimensional del túnel por el que avanzaban apareció en las pantallas de grafeno. Avanzó hasta que el bramido de la tormenta quedó reducido a un leve susurro. Al cabo de unos minutos llegó a una sala altísima en la que varias columnas naturales de enorme grosor, como gigantes que sostuvieran la montaña, se elevaban hasta el techo. Los sensores del vehículo detectaron al menos ocho diversificaciones en el camino.

– Hasta aquí hemos llegado –dijo Hans, echando de menos a KA3000, al que había ordenado permanecer en Juno y continuar la construcción de la cúpula si él no regresaba.

Encendió las luces periféricas y se bajó del vehículo. Cogió una caja de la parte trasera y la depositó en el suelo. Accionó los mandos adecuados en su antebrazo y los seis drones de la caja se elevaron en el aire con un ligero zumbido.

– Bien, chicas ¡A explorar!

Las Libélulas se dispersaron y fueron engullidas por la espesa oscuridad de los túneles. Hans activó el proyector holográfico del Rover. Frente al vehículo fue formándose un mapa tridimensional a medida que los drones escaneaban las grutas. Su especialidad era la geología, y le bastaron unos segundos para reconocer el esquema de la vasta red que formaban aquellas cuevas. Eran túneles de ascenso de lava, con sus frentes horizontales y sus columnas de presión transversales. Todas ellas huecas. Todas. El material blando de aquella montaña había sido excavado.

Al cabo de un rato Libélula III encontró el Rover de la primera expedición. Un modelo KA se encontraba en su interior, completamente inoperativo. Varios kilómetros más adelante el dron encontró un cadáver dentro de un traje espacial. La oscuridad era muy densa incluso para los focos de la Libélula, así que Hans ordenó al dron un escaneo exhaustivo e imprimió un modelo en miniatura del cadáver en la impresora de la parte trasera del Rover. El muñeco resultante tenía el casco destrozado y el rostro en su interior era irreconocible después de tantos años. Hans examinó la placa de su brazo derecho. Era la Doctora Van Hoorn. Por la posición del cuerpo parecía que huía de algo cuando cayó al suelo. Hans ordenó a todos los drones converger en aquel túnel y seguir explorando. Más adelante encontraron el cadáver de la Doctora Zhukovski y del Doctor Chang.

– Seguid adelante –ordenó Hans.

Aquella gruta se adentraba muchos kilómetros en el interior del planeta, hasta lo más profundo del Monte Olimpo. Inesperadamente, la cueva se abrió a un espacio tan abierto y enorme que era difícil de imaginar que se encontrara bajo más de veinticinco kilómetros de roca. Las Libélulas se dispersaron, sus sensores no alcanzaban a detectar los límites de aquella inmensa sala, pero sí revelaron algo asombroso. Una infinidad de columnas de roca de cientos de metros de longitud se entrelazaban unas con otras en todas direcciones formando una vasta e intrincada red. Los contornos redondeados de todas las estructuras le recordaron a Hans la compleja distribución de un sistema de raíces.

Los drones maniobraron entre la densa telaraña de piedra, avanzando hacia lo más profundo de aquel extraño lugar. En un momento dado, Libélula IV se detuvo junto a uno de los pilares, había encontrado algo. Hans observó en la proyección holográfica cómo una figura de tamaño algo inferior al de un ser humano salía del interior de la roca a través de una abertura. Estaba en movimiento, lo que hacía difícil identificar su forma concreta. Algo parecido a una cabeza se giró hacia el dron, y un instante después se perdió su señal. De repente, las otras Libélulas comenzaron a detectar cientos de sombras que salían de unos pequeños orificios distribuidos por todas las estructuras. Libélula VI dejó de funcionar pocos segundos después.

– Regresad ¡Regresad ahora mismo! ¡Ya! –gritó Hans.

El resto de drones dieron media vuelta y aceleraron hasta la máxima potencia. Era como si hubieran pisado un termitero. Había miles, decenas de miles de sombras moviéndose por todas partes. Los drones alcanzaron el túnel de salida perseguidos por las figuras.

Hans entró en pánico. Examinó la lista de armas disponibles en la impresora del Rover. La ausencia de oxígeno descartaba las armas de fuego, sin embargo disponía de un amplio elenco de armas eléctricas y arpones neumáticos. En el holograma la señal de Libélula II desapareció. Una alarma comenzó a sonar en su traje espacial. Hans trató de controlar sus nervios. Respiró profundamente, concentrándose en cada inspiración. Había sido entrenado para manejar situaciones de emergencia, no podía perder el control. Poco a poco su pulso recuperó los valores normales y la alarma se desactivó. Trató de pensar con claridad. Aquello era ridículo, ningún arma podría detener lo que parecía ser un ejército. Habían utilizado un PEM para silenciar a Juno, eso demostraba que disponían de algún tipo de tecnología avanzada. Tenía que hallar una solución rápidamente. En aquel instante comprendió lo realmente crítica que era su situación. Alcanzar a tiempo el exterior en el Rover era imposible, y aquellos seres desconocidos se dirigían irremediablemente hacia él. Tomó la decisión con rapidez. Sólo había una manera correcta de hacerlo. Ordenó al Rover que imprimiera una docena de minas de vacío. Estuvieron listas en un par de minutos. La señal de Libélula III y V desaparecieron del holograma. Los drones eran endiabladamente veloces con aquella gravedad, sin embargo aquellos seres los estaban cazando fácilmente. Libélula I parecía sacarles cierta ventaja. Hans pensó en desviarla para tratar de despistarles, pero supo que era inútil, todos los túneles convergían en aquella sala.

– Rover 367, carga en Libélula I todos los datos obtenidos y la ruta para salir al exterior –ordenó. Sabía que el dron no lograría alcanzar Juno bajo la tormenta, pero estaba seguro de que si la Libélula caía, KA3000 podría rastrear su baliza de emergencia y rescatar la información.

Hans se puso en marcha. Colocó las minas de vacío en las enormes columnas de la sala y en la entrada de la caverna. Cuando hubo terminado desconectó el Rover, se dirigió al centro de la sala y apagó las luces de su traje. Esperaba que derrumbar la caverna aislara a aquellos seres durante algunos meses. Al menos el tiempo necesario para que KA3000 completara la cúpula y para que los miembros de la próxima expedición, que debían llegar dentro de un año, se preparasen para luchar.

Al cabo de unos segundos Libélula I pasó silbando por encima de su cabeza en dirección a la gruta que la llevaría al exterior. Ya podía oír a los seres, se acercaban velozmente. Tras el pánico inicial, Hans se sentía extrañamente calmado. Cuando aceptó formar parte del Proyecto Juno sabía que era un viaje sin retorno, aunque no hubiera podido imaginar aquel final. Y entonces, como una llama en mitad de un páramo nocturno, lo comprendió. Se había exiliado en Marte para olvidar, para dejar atrás el sufrimiento y el dolor de la Tierra, pero eso era imposible. Como aquellos seres, los recuerdos más oscuros y dolorosos siempre esperan dormidos en las profundidades más recónditas, esperando el momento de regresar para asestar su puñalada eterna. Y siempre regresarían, una y otra vez, no importaba lo lejos que Hans huyera.

Aquel era tan buen lugar para morir como otro cualquiera.

Aplastado por la densa negrura de la montaña, Hans se sentó en el suelo y preparó los mandos de su antebrazo. Cerró los ojos. Pensó en su exmujer. Pensó en Acky mirando el Gran Cañón. Y esperó.

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