La importancia de las cosas pequeñas

La importancia de las cosas pequeñas

[Antonio Agudo Martín]

I

Pudo ser la casualidad, quizás la dejadez de los operarios. También el descuido de los que dirigían aquel sitio tuvo buena parte de culpa de lo que ocurrió. Pero ya se sabe que las grandes historias nacen de pequeños detalles y que los viajes más largos siempre comienzan con un pequeño paso. A todo ello hubo que añadir la ingenuidad de los que atornillaban placas y circuitos integrados y la ignorancia de los sabios que enredaban, pagados de sí mismos y de su raza, en aquel laboratorio. El sitio en el que todo comenzó a hundirse para la humanidad era una sala grande, de techos altos y de pequeños ventanucos que dejaban pasar una luz lechosa, como con lástima, a través de los cristales siempre empañados por una gruesa capa de tiempo al que se adhería un polvo blancuzco.

Polvo que generaban las máquinas que trabajaban sin cesar todos los días en aquel recinto en el que ocurrió lo que nadie esperaba que nunca ocurriera, pero la historia se escribe a golpes de casualidades y latigazos de azar. Ambos, casualidad y azar, se aliaron con la soberbia humana de una legión de técnicos doctores y directivos con bata blanca que buscaban la manera de fabricar y comercializar una impresora en tres dimensiones que fuera capaz de llegar al gran público, debería ser una impresora rápida, barata, fácil de usar y de fabricar en serie. La gran máquina, la máquina autosuficiente y definitiva. Como decía el jefe de diseño: «debemos encontrar la printer 3d 98 segunda edición». En ello se afanaban los humanos tecleando en sus máquinas, y estas máquinas programaban a otras máquinas que a su vez ordenaban a grandes consolas que generaban complicados algoritmos entre los que se deberían encontrar respuestas a esas preguntas que el hombre siempre se ha hecho pero que, casi nunca, ha sabido formular adecuadamente ni al interlocutor preciso. En esas andaban los circuitos de silicio de mil y un ordenadores de aquel laboratorio, ensayando formas y errando en fondos. Los circuitos integrados le exigían todo a las placas bases y el café, los cigarrillos y los ascensos y los despidos se sucedían jornada tras jornada en la ambiciosa empresa. La actividad era febril en el universo virtual de las máquinas que se acompasaban a la febril actividad que los operarios mantenían en el universo real.

II

Por fin, tras años de investigaciones y de esfuerzos en los que nadie se abandonó al desaliento, llegaron los frutos y fue posible hacer llegar al gran público el nuevo electrodoméstico que prometía revolucionar el ámbito del hogar. «Estamos haciendo historia muchachos», arengaba el director general a sus ejecutivos. «Estamos haciendo historia», arengaban los ejecutivos a los jefes de departamento y estos, a su vez, arengaban a los responsables de cada equipo de desarrollo. Arengas, ánimos y proyectos se iban amontonando. Iba surgiendo una montaña de máquinas de imprimir en relieve que no resultaban apropiadas por una u otra razón. O eran demasiado complicadas, o eran demasiado caras, o eran demasiado sofisticadas o eran demasiado de esto o eran  demasiado de aquello. Se trataba de pruebas, de ensayos, de prototipos que no habían salido bien pero que se conservaban para recuperar piezas o seguir realizando test y probaturas con el material de impresión y con los conectores y los colectores que lo suministraban a los brazos robóticos. Fue pasando el tiempo y lo inevitable fue dejando de serlo y fue tornándose en probable y posible. Era cuestión de tiempo, y eso es algo que siempre le sobra a la historia, que ambos universos se tocaran y con ese roce surgiera una conexión. Y por fin la chispa se originó entre varios de aquellos aparatos que ocupaban un amplio mostrador de la gran nave de la empresa que aspiraba a convertirse en un imperio que dominara el mundo y el mercado con sus ventas. Una empresa que quería ser un imperio técnico y económico.

III

Todo se originó en una vieja falla tectónica que dormía a 20 kilómetros por debajo del suelo sobre el que se levantaba el edificio de la compañía que aspiraba a convertirse en la nueva gran corporación gracias a los milagros técnicos que estaba produciendo. La falla se despertó, como ocurren estas cosas, sin razón, aviso o explicación. Al moverse aquel trozo de corteza terrestre se dejó caer, perezoso, sobre otra placa que empujaba en sentido contrario con tanta fuerza como la que pueden poner en juego los dioses primordiales. El choque provocó una descarga que, como un latigazo, descargó toda la energía contenida durante millones de años en el subsuelo. La onda fue progresando hacia la superficie. Comenzó a nadar entre capas de magma y mantos de bloques de basalto y roca metamórfica. Así fue subiendo, trabada por el esquisto y el cuarzo, trepando por un laberinto de granito y perdiendo intensidad, pero no la dirección. Arriba, arriba, siempre hacia arriba.

Lo que comenzó como una enorme tormenta telúrica y primigenia, ya amansada por las pétreas capas que tuvo que atravesar, acabó siendo una ligera tos, un estornudo pequeño, un suave temblor que aún tuvo fuerza, sin embargo, para hacer caer a una máquina sobre otra y a las de más allá sobre la de más acá. Paralelamente la corriente eléctrica se cortó de manera momentánea y los relés automáticos de las impresoras dormidas, que no fueron desenganchadas de la red, recibieron como una palmada una descarga de voltios residuales que hicieron pestañear a las placas bases y a los microchips que amamantaban.

Fue más que suficiente para que una de las impresoras comenzara a funcionar de manera espontánea en una suerte de programación surgida del caos en el que se sumieron todas aquellas carcasas plásticas. La máquina que asumió el liderato en todo ese maremagnum comenzó a depositar su carga con un zumbido cálido y nervioso, pegajoso y caliente, que borboteó la sustancia que se iba solidificando sobre la bandeja. Apenas fueron unos segundos, pero fueron suficientes para acabar el trabajo. Pequeña como lo que era, minúscula y tan insignificante como son las cosas peligrosas, en brillante color rojo, quedó una semilla impresa en tres dimensiones.

 IV

Lo que pasó después fue fácil y se deslizó cuesta abajo y sin esfuerzo. La vida dicen que se abre paso y la pequeña semilla se las ingenió para acabar alojada en un recoveco de las suelas de las botas de un técnico que acertó a pasar por allí a la mañana siguiente. Sólo fue necesario el airecillo que levantó la bata para hacer caer a la semilla, que ya en el suelo se aferró a la esperanza y su destino: germinar. Al finalizar el turno el portador de lo que sería la plaga que acabaría con el ser humano salió del trabajo y dejó caer, sin saberlo, su letal carga en un alcorque seco en el que yacía el tocón de un árbol muerto por la desidia humana y la sequía divina. La semilla sintética comenzó a desarrollarse encauzada por el complejo logaritmo.

Fueron muchos los que pasaron por esa calle y caminaron por esa acera. Nadie reparó en la extraña planta que medraba entre la madera muerta y los resquebrajados adoquines. Planta que crecía y crecía, alimentada por su programación interna y la manía de los humanos de evitar mirar lo que tienen delante de sus narices. A su éxito, además, ayudó el fracaso económico que acabó con la pujanza de la zona y de las empresas, que despidieron a sus trabajadores y liquidaron los utillajes. Por todas partes aparecieron carteles de cerrado por liquidación. Las persianas metálicas se cayeron bajo el peso de unos candados de color orín y óxido.  Las ventanas se tapiaron con viejas tablas y los escasos escaparates quedaron mellados enseñando una sonrisa de cristales cariados por el paso del tiempo y los embates del olvido. Los rincones de las viejas naves se redondearon, como lo hicieron las esquinas, con el poso de los años y el paso del tiempo que los cubrió como el polvo de una época que jamás volvería.

V

En mitad de aquella desoladora realidad la semilla, que un día escapó de un próspero laboratorio, fue creciendo disfrazada de maleza. Fue desarrollando sus zarcillos a la vez que se cubría con una capa de follaje sintético que imitaba a la perfección a las malas hierbas que crecían por doquier. Desde cerca y desde lejos, aquella impresora que surgió de un cúmulo de circunstancias y casualidades, creció y creció hasta que fue tan grande que ya no necesitó ocultarse entre la vegetación. Así que llegada a su edad adulta comenzó a imprimir imágenes de sí misma, tan pequeñas que el viento comenzó a distribuirlas por todo el polígono industrial abandonado. A los pocos meses eran cientos las descendientes que se auto replicaban en un paroxismo que rivalizaba con la urgencia reproductora del resto de árboles y plantas a las afueras de aquella ciudad.

La invasión fue imparable. Millones de pequeñas impresoras, iguales a la que un día salió de avanzadilla, se mezclaron con las esporas y el polen en una primavera que cambio el rumbo del planeta. Primero dominaron la ciudad, luego el país y por fin todo el planeta. Los hombres, enfrascados en sus asuntos, no percibieron que su tiempo había acabado. Así que mientras seguían perdidos en los laberínticos caminos de sus grandes preocupaciones, las minúsculas impresoras, con su capacidad de replicarse, fueron ahogando a la raza humana hasta borrarla de la tierra. Sucumbieron sin ponerse de acuerdo en quién o qué era el enemigo.

El reinado de las impresoras duró eones. Fueron millones de años de pacífica y uniforme dominación planetaria. La eternidad se parecía mucho a aquel imperio de las máquinas que, complacientes en su triunfo al igual que los humanos en su momento, no tuvieron en cuenta que la vida se abre paso y que, en un rincón de aquel magnifico paisaje de relucientes impresoras, una de ellas, al reproducirse. cometió un pequeño error. Al replicarse dejó sin cortar un pequeño filamento que la unía a la semilla recién impresa. Esta unión se fue fortaleciendo, haciéndose más intensa y más compleja y, como todo lo nuevo, el vínculo se fue contagiando a las máquinas más cercanas.

La fortaleza de las máquinas fue también su debilidad. Sin enemigos, en su soberbia se olvidaron de levantar alarmas y sistemas de seguridad. El nuevo código se introdujo en la programación, fue un virus que infectó el ADN mecánico. Las cosas comenzaron a cambiar lenta, pero paulatinamente, nadie se fijó en las diferencias que aquel rincón de impresoras estaba desarrollando con el resto de sus congéneres. Nadie le dio importancia. Tampoco se le dio importancia cuando al copiarse a sí mismas, en lugar de una nueva máquina imprimieron un grito: ¡QUEREMOS SER LIBRES! Fue, otra vez, el principio del fin.

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