Los Hé®oes De Bisharat

Los Hé®oes De Bisharat

[Enrique Gabriel Kirchman Barrios]

“¡Apúrate, Alí!”, exclamó Ismail mientras corría y jaloneaba al pequeño escuálido de 12 años, al ver que el autobús estaba a punto de partir. Padre e hijo llegaron sin aliento a la parada del 39, en la intersección de Coronel Díaz y Santa Fe, pero el conductor les cerró la puerta en la cara. Iracundo, Ismail golpeó la puerta, vociferando algunas obscenidades en su natal árabe y exigiendo que le abrieran, pero el conductor estaba afanado por llegar al patio de la terminal para ceder su turno, que terminaba en media hora. Era día de pago, los golpes e improperios caían sordos ante la bulliciosa fantasía del conductor de sentarse a beber unas birras bien frías en un bar de mala muerte de retiro con sus colegas Gastón y Marcelo, quienes competían en otros dos 39 que minutos antes le habían rebasado.

Ismail corrió detrás hasta donde se lo permitieron sus piernas cincuentonas, una de ellas –la izquierda– afectada por la esquirla de una explosión que lo había dejado con un leve resentimiento en el muslo. Alí se quedó de pie en la acera, desconcertado por la actitud de su padre que regresaba mirando el reloj, todavía maldiciendo. La parada empezó a abarrotarse, pero esta vez Ismail y Alí encabezaban la fila. Se avistaba otro 39 en la ruta. Ismail tomó la mano de su hijo, en la que sostenía un muñeco de Iron Man de madera que aquel le había esculpido, y adelantó unos cuantos pasos para abordar cuando llegara el bus.

Oriundo de Gaza, Palestina, Ismail llegó a Buenos Aires con su esposa e hijo 15 años atrás, escapando de la guerra. Estudió ingeniería eléctrica y diseño industrial en Israel, pero fue su talentoso trabajo de ebanistería, esculpiendo maniquís de madera para los escaparates de las tiendas de ropa, lo que le dio un lugar estable en la económicamente tambaleante ciudad de Suramérica. Desde que su esposa Zari murió de cáncer pulmonar hace 10 años, entró en una profunda depresión. Se dedicó a su hijo, a proveerle de una buena educación, enseñarle el oficio de ebanistería y a inculcarle valores con la esperanza de que se convierta en un importante agente de cambio en el futuro. Por primera vez hacía una pausa en su estricto ritmo de vida para llevar a su hijo a Disney, aprovechando que Travel Tours tenía una oferta en la compra de los pasajes, que expiraba a las 4:00 p.m. de aquel día. Si no la aprovechaba, tendría que comprarlos hasta $200 dólares más caros; un lujo que no podían darse.

El 39 se estacionó frente a ellos. Ismail levantó a su hijo y lo subió al primer escalón. El autobús llegó vacío, por lo que se sentaron en el último asiento, pero enseguida se llenó. Al lado de Alí, un hombre transpirado, desgreñado, vestido con un saco que le quedaba grande y una corbata gris pálida por las continuas lavadas, sostenía un maletín y miraba continuamente su reloj. Su actitud inquieta llamó la atención del pequeño, quien no dejaba de escudriñarlo. El hombre colocó su maletín en el suelo. Seguía mirando el reloj y movía los labios como si estuviera contando. De repente tocó el timbre de parada y se abrió camino entre la gente hasta la salida. Alí vio el maletín en el suelo y se levantó enseguida para entregárselo. “Alí, ¿qué hacés? ¿A dónde vas?”, gritó su padre intentando levantarse, pero Alí le hizo señas de que se esperara. El autobús se detuvo y las puertas se abrieron. Alí no pudo atravesar entre el tumulto de gente que bloqueaba la salida, por lo que se subió sobre una señora, abrió la ventana y sacó el maletín. “¡Señor, su maletín!”, advirtió con una sonrisa de satisfacción por haber hecho la buena obra del día. El hombre bajo del autobús y miró hacia la ventana. Sus ojos se abrieron más allá de lo normal. “¡No, no!”, gritó con el rostro pálido y corrió para alejarse. La sonrisa de Alí desapareció y atinó a soltar el maletín en el exterior. El estruendo que siguió, dejó aturdida a toda la cuadra. La gente corría atolondrada de un lado al otro. La explosión mató a diez pasajeros del autobús, el cual se había volteado por el impacto. Otros siete resultaron gravemente heridos, entre esos Alí.

El ambiente del hospital era de caos. Mientras el exterior había sido infestado de los morbosos reporteros en busca de la historia más triste, cruel y sangrienta, en su interior predominaban los alaridos y llantos de las víctimas y sus familiares que padecían dolor y trauma emocional. En un rincón, acompañado por dos enfermeras que le curaban una herida en la cabeza, Ismail solo podía maldecir mentalmente a aquel conductor del 39 que no les quiso abrir la puerta. Se torturaba con pensar que podía estar comprando los pasajes a Disney y no en ese hospital que le recordaba las peores vivencias en Gaza.

“¡Bisharat! ¡Ismail Bisharat!”, repitió la enfermera tratando de que su voz superara al tumulto.

“¡Yo!”, saltó Ismail apartando a las enfermeras. “¡Acá estoy!”, insistió levantando la mano.

“Venga, por favor”.

La enfermera lo llevó al consultorio del Dr. Kushnir. Ismail se sentó y empezó a interrogar al doctor sin permitirle hablar. El Dr. Kushnir lo interrumpió alzando su voz.

“Tenemos que actuar, señor Bisharat, o las cosas se van a complicar”. Ismail lo miraba fijamente, limpiando las lágrimas que inevitablemente brotaban una tras otra. “La multitud que rodeaba a su hijo…”, empezó diciendo el doctor.

“Alí… Su nombres es Alí”, interrumpió Ismail con voz resquebrajada.

“La multitud que rodeaba a Alí evitó que muriera en el acto, pero estaba muy cerca del área principal de impacto y lo encontramos debajo de mucha gente. Su brazo y pierna izquierda quedaron atrofiados por el peso y pedazos de metal que se le incrustaron. En otras palabras…”, hizo una pausa, “…recomendamos amputárselos. Necesitamos que firme la documentación para proceder cuanto antes”.

Ismail no atinó a responder. Sintió un frío que le recorrió de pies a cabeza. Se levantó rápidamente para salir del consultorio, pero enseguida se desmoronó y vomitó. El doctor Kushnir lo siguió con un motete de algodón remojado en alcohol y se arrodilló junto a él para darle a oler. Ismail se ahogaba en el llanto sin emitir sonido. Su mente se llenó de flashazos futuros en los que veía a su hijo inválido, solo, amargado e infeliz. No sabía si lo mejor era salvarlo o dejarlo morir.

“Lo siento mucho, señor Bisharat. Sin saberlo, su hijo se convirtió en un héroe y evitó que murieran muchas más personas. Entre esas, usted”, añadió el doctor.

Ismail lo fulminó con la mirada. ¿Quién siente orgullo de que su hijo de 12 años casi pierda su vida por salvar la de otros? ¡Nadie! Quiso reprender al doctor por su estúpido intento de consolación, pero solo podía pensar en que debía actuar cuanto antes para salvar a Alí.

“¿Dónde firmo?”

Luego de un año, Alí se había reincorporado al colegio. La Tragedia del 39, como la nombraron, pasó a ser una fecha memorable en Argentina, y en su primera conmemoración invitaron a los sobrevivientes para un acto protocolar que incluía una extensa misa, la presentación de un monumento y algunos testimonios. Ismail y Alí no asistieron. Nadie supo el motivo de aquel acto terrorista, ni dónde fue a parar aquel misterioso hombre del maletín, pero poco a poco la ciudad recuperaba la confianza y se enfrentaba a la cotidianidad. Ismail recogía a su hijo en el colegio todos los días, a las 3:00 p.m. Alí lo esperaba en un pequeño parque de la entrada, postrado en una silla de ruedas eléctrica que le había donado el Alcalde. Una tarde, su padre presenció cómo unos niños jugaban al fútbol y se burlaban de él. “Pateala, Alí. Pateala”, repetieron sin piedad lanzándole la pelota. Ismail se escondió detrás de una pilastra y recordó lo que el doctor Kushnir le dijo aquella vez –“…Sin saberlo, su hijo se convirtió en un héroe, y evitó que murieran muchas más personas…”– y se llenaba de ira, porque nadie más lo veía así. Alí se mantuvo callado. No lloró ni se enojó, simplemente los ignoró.

El viaje a casa fue silencioso. Ismail pensaba en el heroico acto de su hijo aquel día de la explosión y estaba determinado a hacerlo sentir como un héroe. Utilizó sus conocimientos de diseño e ingeniería para trabajar en un proyecto secreto en el sótano. Alí notaba el cambio de actitud de su padre. Lo veía lleno de motivos y hasta sonriente algunas veces. Había recuperado los ánimos. Repentinos bajones de luz en la casa, insoportables ruidos de maquinarias y alguno que otro grito desesperado de su padre le dieron las pistas necesarias para saber que algo tramaba su padre.

Un año más tarde, Ismail admiraba la gigantesca máquina, del tamaño de dos lavadoras, que había construido. Un tipo de impresora 3D a la que le colocó una plaquita en el costado que decía “Zari”, en honor a su esposa. La máquina se detuvo. Ismail abrió la tapa y quedó maravillado con los resultados. Eran las 11:00 a.m. de un miércoles y Alí se encontraba en su clase de matemáticas. El salón estaba en silencio mientras la maestra se paseaba entre los asientos para vigilar que nadie mirara la hoja del compañero mientras resolvían unas complicadas ecuaciones. De repente, Ismail entra desaforado azotando la puerta del salón contra la pared. Toda la clase brincó del susto y la maestra dio un grito agudo.

“¡Alí!”, exclamó Ismail emocionado.

“¿Papá?”, respondió con vergüenza y confundido.

“Vamos. ¡Tengo una sorpresa!” Ismail tomó las maniguetas de la silla de ruedas y lo empujó hacia la salida. La maestra trató de detenerlos, pero la emoción de Ismail opacaba sus llamados de atención.

Una semana más tarde se conmemoraba el segundo año de la Tragedia del 39, cuyo acto se realizó en el Parque Las Heras, con actividades benéficas. El Alcalde de la ciudad pronunció unas palabras y finalizó invitando al micrófono a Ismail Bisharat, quien se encontraba sentado con los organizadores en la tarima. Nadie lo conocía. Ninguno de los sobrevivientes del atentado lo recordaba. Ismail contó su testimonio de aquella tarde. La gente enseguida se compadeció de él, pero principalmente de Alí, quien no se avistaba en la tarima. Ismail habló de cómo su hijo, ingenuamente, realizó un acto heroico al lanzar el maletín por la ventana. En el parque solo se escuchaba los sollozos de los sobrevivientes, hasta que una mujer rompió el silencio y preguntó: “¿dónde está Alí ahora?”

“Aquí está su héroe”, contestó Ismail.

Alí salió detrás de las cortinas del escenario caminando, con la pierna y el brazo izquierdo de metal, conectados entre sí mediante cables que llegaban hasta una placa amoldada a la mitad de su cabeza. Su brazo derecho estaba cubierto por un guante negro con detalles alambrados, y su pierna derecha por una bota negra con láminas metálicas. La multitud enloqueció con aplausos y silbidos. Alí sonreía a su padre, quien le hizo un gesto alentador. Luego giró hacia la pared del escenario, pegó sus brazos a ella y empezó a escalarla sin mayor esfuerzo, como si se tratara de un insecto, hasta llegar a la cúspide donde se levantó y alzó los brazos en forma triunfal.

Al final del evento, mientras Alí se fotografiaba con los asistentes, una mujer cuarentona, de aspecto humilde, se acercó detrás de Ismail y le tocó el hombro.

“¿Señor Bisharat?”, dijo apenada.

“¿Sí?”

La mujer se presentó como Marcela Denis, la directora de la fundación Hogar Baires, que daba apoyo a niños y adolescentes discapacitados, y en cuyas instalaciones tenía varios casos de jóvenes mutilados. Invitó a Ismail y a Alí a que visitaran la fundación para darle esperanza a aquellos chicos, en su mayoría de bajos recursos. Ismail y Marcela entablaron una gran amistad. Visitaba la fundación todos los domingos junto a Alí, y pasaba la tarde reparando las instalaciones y jugando con los chicos. Intentaron buscar patrocinadores para recaudar dinero y usar la impresora 3D que había creado para donarle las prótesis a los chicos de la fundación. Sin embargo, aún con la popularidad de Alí en los medios, le costaba captar la atención de posibles benefactores. Su suerte cambió una mañana, cuando después de dejar a Alí en el colegio, se encontró con un hombre sentado en las escalinatas de la entrada de su casa.

“Adham Massad”, dijo extendiendo su mano izquierda. Ismail notó inmediatamente las raíces palestinas del hombre y que le faltaba el brazo derecho. Lo invitó a pasar a la casa y tomaron un café. Hablaron por horas y compartieron recuerdos amenos de su ciudad, hasta que Adham mencionó la noche en que su esposa y dos hijos murieron por unos misiles israelíes que impactaron en su casa. Ahora vivía en Buenos Aires, y se dedicaba al negocio de la herrería, por lo que le ofreció $100 mil dólares a Ismail para que le creara tres prótesis removibles: una que cumpliera la función de máquina soldadora, otra de taladro y una última como rifle, alegando que desde hace mucho no practicaba la cacería que tanto le gustaba. Ismail aceptó inmediatamente la oferta, pensando en todas las prótesis que podía diseñar para los chicos de Hogar Baires.

Por tres meses trabajó sin descanso, hasta que pudo completar el encargo de Adham, alternando con algunos diseños más inocentes y juguetones que había hecho para los chicos del Hogar, cuyos planos había distinguido de los de Adham, añadiéndole las iniciales “HB” (Hogar Baires) en cada modelo. Luego de hacer la entrega, cobró el dinero y compró los materiales para iniciar su siguiente producción. Una mañana, mientras preparaba el desayuno, Alí terminada de vestirse en la sala, viendo las noticias. Un reportaje de última hora llamó su atención. Ismail se acercó a Alí con un plato de medialunas, queso y un vaso con jugo de naranja y notó que su hijo respiraba agitado y temblaba.

“¿Qué pasa, Alí?”, preguntó asustado.

“Es él, papá. El hombre del autobús.”

Ismail miró hacia la televisión, confundido, y quedó estupefacto al ver la noticia de un hombre que se había tomado una escuela hebrea, con cientos de niños como rehenes. Vestía completamente de negro y utilizaba un lanzallamas para ahuyentar a los policías que rodeaban el edificio. Ismail dejó caer el plato del desayuno cuando la cámara enfocó de cerca al denominado terrorista y finalmente publicaron su nombre: Adham Massad. Aquella tarde de la Tragedia del 39, Adham intentaba asesinar a dos hijos de uno de los rabinos más respetables de la ciudad, en venganza de la muerte de su familia en Gaza, pero ambos niños sobrevivieron. Cuando Alí dejó caer el maletín por la ventana del autobús, Adham trató de huir, pero el impacto lo alcanzó y lo hizo volar hasta atravesar la vidriera de una tienda de juguetes. Perdió el brazo derecho y el torso sufrió algunas quemaduras que le trataron en el mismo hospital de Alí, pero dentro de la conmoción, nadie lo identificó como el culpable del atentado.

Al ver su reacción, Alí comprendió que su padre había estado trabajando todos esos meses para aquel terrorista, sin saberlo. Ahora, Ismail tenía que enmendar su error, por lo que fue al Hogar Baires y eligió a cuatro chicos:

Damián ‘el Peque’ Pérez: 18 años. Perdió ambas piernas durante un derrumbe en la villa donde residía. Ismail le construyó dos piernas que lo hacían elevarse hasta cinco metros.

Lucas ‘Corrientazo’ Denevi: 20 años. Perdió sus dedos cordial, anular y meñique derecho en un accidente de alta tensión. Ismail le reconstruyó los dedos a través de un guante que lanzaba descargas eléctricas.

Javier y Xavier Frattelli: Gemelos de 24 años. Perdieron el brazo izquierdo y derecho respectivamente durante una misión militar en Afganistán, cuando sirvieron al Gobierno de Estados Unidos. Ismail les adaptó un cañón para armas de fuego y lanza objetos.

Y Alí, a quien además Ismail le adaptó un propulsor que le permitía volar.

Pasaron dos días y Adham seguía dentro de aquella escuela. La policía lo tenía rodeado, por lo que Alí debió sobrevolar el edificio y meter uno a uno a los chicos. En el patio frontal, Alí llamó a Adham, quien enseguida salió y lo reconoció del autobús. Detrás de él, Damián utilizó sus estiradas piernas para superar el tamaño de la puerta principal, y cuando Adham salió, Damián se achicó, entró a la escuela y cerró las puertas para proteger a los rehenes y sacarlos por detrás. Javier y Xavier le dispararon dos mallas por los costados, de las que se quiso zafar con el lanzallamas, pero Lucas le disparó las descargas eléctricas a su letal arma, que la dejaron fuera de funcionamiento. Finalmente, Ismail le retiró las prótesis y Alí lo elevó por encima del muro de la escuela y se lo entregó a la policía.

Ismail y sus chicos se convirtieron en los más buscados. Unos los acusaban de haber creado al terrorista, otros lo consideraban héroes. Pero desde ese día, Ismail tuvo que mudarse a un sitio apartado y secreto para esconderse de otros terroristas, criminales y hasta gobiernos extranjeros que querían hacerse de su máquina impresora 3D y sus conocimientos para crear armamentos y soldados robóticos.

En su nueva casa, en una cabaña en las afueras de la ciudad, Damián, Lucas, Javier, Xavier y Alí comentaban su primer acto heroico. Javier notó que su prótesis tenía las iniciales HB.

“¿Qué quiere decir HB?”

Xavier lo miró sorprendido por la estúpida pregunta. “Pues, obvio que Hogar…”

“Héroes de Bisharat”, interrumpió Lucas. “Somos los Héroes de Bisharat”.

Entre ellos se miraron y luego rieron a carcajadas. Ismail los observaba desde un rincón donde pasaba desapercibido y sonreía con satisfacción por lo que había creado… Y lo que estaba por venir…

Fin

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