El Señor de la Palabras Muertas

El Señor de la Palabras Muertas

[Ceballosamo]

Me dirigía a mi primer día de trabajo, en una mañana fría del mes de enero de 1974, a las afueras de Novgorod, una ciudad al noroeste de Rusia atravesada por el río Volkhov, la arteria principal de agua de la famosa ruta medieval de los vikingos a los griegos.

Tenía solo 14 años, pero con unas ganas tremendas de empezar mi vida laboral y servir al régimen. Los años de escuela habían sido muy fructíferos, pero ya era hora de comenzar una nueva vida.

Mi vida hasta entonces no había sido nada fácil, mi padre murió muy joven en las minas de fosfato, una silicosis galopante se lo llevó por delante; mi madre y mi hermano pequeño nos quedamos apenas con dinero para sobrevivir con una pequeña pensión, que nos proporcionó el Estado.

Menos mal que el gobierno me facilitó toda la documentación necesaria para poder trabajar en una de las empresas que me dieron a elegir, entre ellas se encontraba esta imprenta, encargada de imprimir libros referentes a la Historia de Rusia, un trabajo muy atractivo para mí, lector empedernido en las frías y largas  noches de Novgorod.

Llegué temprano el edificio, constaba de una sola planta y un sótano muy acorde con las edificaciones de los años 50. Nada más entrar me recibió el encargado, con su bata azul, muy viejo pero con una gran amabilidad.

-¿Qué tal hijo? Éste va a ser tu puesto de trabajo durante muchos años, así que espero que te apliques bien si quieres conservarlo.

-¿Qué tendré que hacer señor?

-Mi nombre es Yaroslav, soy el encargado de toda la imprenta y de los 10 trabajadores más que hay aquí.

-Para comenzar, tus labores serán las de limpiar y tener aseado todo el local. Tendrás que presentarte al señor Stanislav, llegará sobre las nueve a su oficina, está al final del pasillo; no te demores sino le quieres ver enfadado.

-No se preocupe, estaré atento.

Yo sabía qué el señor Stalisnav era un comisario político, en todas las empresas había uno. Su trabajo no era solo informar a los obreros de sus derechos, además era tener informado al partido de cualquier movimiento extraño que se produjera en las empresas. Posteriormente me enteré que el tal Stalisnav pertenecía al Goskomizdat, un departamento que se dedicaba a censurar todo lo relativo al material impreso.

Fui a por los utensilios de trabajo. Ya me habían explicado que para aprender un oficio, los aprendices teníamos primero que hacer los trabajos ingratos de la imprenta. Mi sueño era conseguir el dominio de la impresión Offset, con máquinas capaces de imprimir incluso libros en color.

Siempre me llamó la atención este oficio, en mi casa siempre hubo libros, mi madre era una lectora feroz; en la escuela, cuando me preguntaban en qué quería trabajar, siempre lo tuve claro: maquinista de imprenta.

Al rato de moverme por la imprenta pude observar algo que me tenía inquieto, las maquinas estaban como apagadas, la  tinta en los rodillos seca, los rodillos agrietados, como si no se hubieran usado en mucho tiempo. Al final del taller colocadas en fila había más de ocho guillotinas en buen estado, con sus hojas perfectamente afiladas, listas para cercenar todas las hojas de papel que se situaran en sus cuchillas.

Fueron llegando los obreros, pero ninguno era cajista, ni maquinista, todos se situaban en sus guillotinas, dispuestos a hacerlas funcionar durante las horas de trabajo. Al rato vi llegar al señor Stalisnav, que se introducía en su despacho.

-Viktor, acaba de llegar, vete a presentarte pero no preguntes nada, las preguntas solo las hará él.

-¿Da usted su permiso, señor?

-Pasa, muchacho. ¿Cómo te llamas?

-Viktor Vasiliev, señor.

La oficina era muy austera, sencilla: una mesa, una silla y un archivador, esos eran todos los muebles. Encima tenía un viejo tocadiscos donde  sonaba a todo volumen la séptima sinfonía de Shostakóvich  y algunos libros sobre la vida de Lenin.

-¿Sabes qué está sonando?

-Sí señor, la séptima sinfonía de Shostakóvich, la escuchábamos muchas veces en la escuela, al igual que la música de Sergei Rachmaninov, que nació en este  lugar.  -¡Bravo, Viktor! La llaman Leningrado y ¿sabes por qué? Gracias a esta música que sonaba todos los días por los altavoces durante el cerco alemán, pudimos mantener la moral alta durante los años que duró el asedio. Por eso la escuchamos todas las mañanas, para mantener vivo el espíritu durante el trabajo.

-¿Ya sabes cuál va a ser tu trabajo en esta imprenta?

-Sí señor.

-Pues adelante, hagamos crecer a nuestra patria.

Pasaron los días y solo funcionaban las guillotinas todo el día. Solo veía llegar camiones con enormes paquetes  llenos de libros que rápidamente eran seleccionados por el señor Stalisnav, los cuales al poco tiempo ya eran despedazados por aquellas máquinas infernales y los restos se introducían en sacos. Esa era una de mis misiones, bajar los sacos a un sótano y almacenarlos, para que una vez por semana vinieran los camiones a llevárselos a la incineradora.

Ese día, mientras bajaba por las escaleras con un enorme fardo, me tropecé, caí y me quedé inconsciente en el suelo del sótano.

-¿Cerramos ya, señor Stanislav? Ya es la hora y hemos terminado con todos los libros que quedaban por hoy.

-La hora será cuando yo le diga, espero no oír ni una protesta.

-No señor.

Cuando me desperté,  tenía un dolor de cabeza tremendo, todo estaba a oscuras, el taller ya lo habían cerrado. Calculé que serían la dos de la mañana, los obreros se habían ido y nadie me había echado en falta, tendría que esperar a que amaneciese y volvieran a entrar al trabajo, así que me dispuse a pasar la noche en el sótano, acostado sobre los fardos llenos de papel desmenuzado, que era el sitio más cómodo para echar una cabezada. Al rato me desperté sobresaltado, como si oyera una voz.

-¡Muchacho, despierta!

-Eh, ¿quién es usted? ¿qué hace aquí?

Entre la oscuridad pude entrever la figura de una persona de baja estatura que se iba acercando. Iba vestido muy raro, con ropas de otra época, una gorra en la cabeza y unos guantes cortados a la altura de los dedos. Cuando lo tenía al lado me sobresalté de espanto al comprobar que las cuencas de sus ojos estaban vacías.

-¿Qué quiere, quién es usted?

-Tranquilo, no te voy hacer daño, soy el Señor de las Palabras Muertas, llevo aquí muchos años esperándote.

-¿Esperándome? ¿Qué quiere de mí?

-¿Sabes lo que se hace en este horrible lugar? Yo te lo voy a contar, esto es una tapadera del gobierno para cercenar la cultura, la libertad y la dignidad de los pueblos.  Cualquier libro que entre en el país y que no cuente con el beneplácito del Partido es enviado a este siniestro lugar, para ser  mutilado, desmenuzar sus palabras, sus ideas,  sus pensamientos, todo convertido en restos de papel, listo para su cremación.

-¿Qué quiere que yo haga? Esto es siniestro, ahora entiendo que solo funcionen las guillotinas, quiero irme de aquí y no volver nunca jamás. Mi ilusión de imprimir libros se ha desvanecido, todo es mentira.

-No muchacho, tú tienes la oportunidad de salvar todo esto, alguien o algo te ha hecho llegar hasta aquí y yo te voy  ayudar a solucionar todo este agravio.

-Mira al final del pasillo, a la izquierda, debajo de la escalera. Entre  los sacos de papel encontrarás una vieja  máquina, que yo a través de todos estos años inventé.

–Sí, ya la veo ¿y ahora qué hago con esto?

-Verás que tiene un tubo con una gran abertura encima, es por donde tú vas a introducir todos los pedazos de papel triturado, luego apretarás este interruptor y ella lo hará todo sola. Al rato podrás observar que todas esas trizas han vuelto a la vida, se unirán para formar un nuevo libro, encuadernado y listo para su perfecta lectura.

-¡Pero eso es imposible!

-Hazme caso y no preguntes, pero lo genial de todo esto es que ese libro que salga de aquí jamás se podrá volver a destruir.

-¿Pero cómo es posible que usted haya podido crear semejante artefacto? Ni siquiera leer un libro, si usted es ciego.

–Muchacho, no hace falta tener el sentido de la vista para esto, yo leo con el corazón.

-¿Pero, cómo se hace eso?

-Algún día lo sabrás, ten paciencia y tú mismo lo conseguirás.

Me desperté sobresaltado, como si hubiera tenido una pesadilla, pero recordaba todo como si hubiera sucedido realmente. Me dirigí al final del pasillo y allí debajo de la escalera, en una zona muy oscura, entre unos fardos de papel, la encontré. Era una vieja máquina tal y como el viejo me la había descrito. ¡Habrá sido todo un sueño! No me lo podía creer, no era muy voluminosa y parecía que no pesaba mucho, pero era toda de metal, estaba conectada a un enchufe, así que por probar no perdía nada. El viejo me dijo que introdujera por este tubo todos los trozos de papel que se encontraban en un saco. Esto es de locos, pero ¿cómo iba a ser esto cierto? Será el golpe en la cabeza que me ha afectado al cerebro. ¡A la mierda!, me voy de aquí para no volver.

Cuando iba a salir, una fuerza extraña me hizo regresar. ¿Y si fuera verdad? ¿Y si con este artilugio pudiera dar vida de nuevo a este conocimiento que aquí se ha destruido?  ¡Qué coño! Voy a intentarlo antes de que llegue el encargado. Observé detenidamente  la máquina, cogí un fardo, lo abrí e introduje todos los pedazos de papel por la embocadura y cuando estaban todos dentro le di al interruptor. ¡Joder! La máquina se puso en marcha, casi no hacía ruido, pero todos sus engranajes se movían, observaba cómo todo giraba en una perfecta armonía; al cabo de un rato, no más de media hora, se paró. Yo no veía nada por ningún sitio. ¡Va! Este viejo me ha engañado. Cuando me iba a ir observé por la parte de abajo que algo sobresalía: era un libro perfectamente encuadernado. Lo extraje, era una edición del Doctor Zhivago, del poeta, novelista y traductor Boris Pasternak, del año 58. No me lo podía creer, esto ha funcionado.

Pasaron los meses y todos los días antes del cierre me dedicaba unas horas a dar vida a  lo que antes se acababa de triturar. Los libros los iba sacando y llevándomelos a casa. Hasta que un día, según me disponía a salir, el señor Stalisnav se percató que algo llevaba debajo del gabán.

-Un momento chico, ¿qué llevas ahí escondido?

-Nada señor.

-Te crees que soy tonto, tú algo estas robando, enséñame lo que has cogido-. Dándome un empujón me tiró al suelo; un libro que había acabado de componer salió rodando por el suelo.

-¿Qué es esto? Un libro -era La granja de animales descrito por su autor George Orwell como un cuento satírico contra Stalin-. ¿Pero cómo es posible, si lo acabamos de destruir, de dónde lo has sacado?

-De ningún sitio, lo cogí antes que sus obreros del infierno lo pasaran por la guillotina.

-¡Maldito seas! Ven aquí, tú mismo lo vas a destruir.

Me arrojó al lado de la guillotina, la puso en marcha y me hizo introducir el libro debajo de la cuchilla.

-Ahora aprieta el botón. Impresionante lo que aconteció después: la cuchilla, al contacto con el libro, se hizo añicos.

-¿Pero qué cojones pasa aquí, qué mierda de cuchillas son estas?

Al rato cogí el libro y salí disparado para casa.

-¡Vete, sinvergüenza! No vuelvas más, no te quiero ver por aquí jamás, hablaré de esto con mis superiores y olvídate de la pensión de tu padre, os vais a pudrir tú y tu familia en el infierno.

No podía dejar la maquina allí, si la descubrían la destruirían. Esa misma noche me acerqué con un amigo y su furgoneta a la imprenta, entramos y nos la llevamos a mi casa.

Pasaron unos días y tal como me amenazó el comisario, nos quitaron la pensión. No teníamos dinero ni para comer, yo tuve que ponerme a hacer de todo para poder vivir.        Allí seguía la máquina, en mi casa, y yo no sabía qué hacer con ella. Mi madre me preguntaba.

-Pero hijo, ¿para qué queremos este artilugio en casa? Mira a ver si lo podemos vender, algo sacaremos.

–Madre, lo primero es irnos de esta ciudad, aquí estamos marcados, nadie nos va a ayudar.

Cogimos todo lo poco que nos quedaba, lo cargamos en la furgoneta de mi amigo y nos dirigimos a Moscú para emprender una nueva vida. Alquilamos un pequeño apartamento en  Kitay Gorog, un antiguo barrio de Moscú. Allí nos instalamos, íbamos tirando con lo que trabajamos, descargando camiones en el mercado y cosas así.

Pero un día que estaba leyendo, en la plaza Lubianskaya, uno de mis libros prohibidos, una novela deliciosa, Pnin, de Vladimir Navokov, un hombre se me acercó.

-¿Qué lees, muchacho?

Me sobresalté.

¡Vaya por Dios! Ya me han pillado, solo me falta que acabe con mis huesos en la cárcel.

-Nada, señor, que a usted le interese.

-No tengas miedo, chico. Pero dime de dónde has sacado ese libro.

-Me lo dio un hombre antes de morirse, como premio a un trabajo que le realicé.

-Por favor, ¿puedo verlo?

-Bueno, ya de perdidos.

-¡Pero Dios mío! Si es una edición del año 57, cuando se publicó por primera vez, ¿cuánto quieres por este libro, muchacho?

-Pues no lo sé, yo la verdad es que no tenía pensado venderlo.

-¿Dime una cifra? No tengas miedo, pero no le digas a nadie que yo te lo he comprado. Llegamos a un acuerdo y obtuve un dinero que jamás pensé que pudiera conseguir. Cuando el señor se iba, a pesar del hambre que tenía, se me agudizó el ingenio.

-Espere, señor ¿a usted le interesarían más libros como este?

-Por supuesto.

-Mañana a la misma hora estaré aquí con otro ejemplar y con una lista, por si le interesa alguno más.

Y así le vendí obras como 1984 de George Orwell, El Dios que falló, ensayos de seis escritores ex comunistas que se desilusionaron del Comunismo, El Archipiélago Gulag y muchos más. El señor era un importante coleccionista de libros, se dedicaba a vender y comprar libros clandestinos; así estuvimos unos cuentos meses, hasta que me hice con una importante cantidad de dinero. Al cabo del tiempo pude comprobar que en este negocio se movía mucho dinero y que yo solo estaba sacando una mínima parte de los beneficios.

–Madre, tenemos suficiente dinero para alquilar y emprender un pequeño negocio.

-Dime hijo, ¿qué quieres hacer?

-He visto un local que está en Estaryi Arbat, allí quiero abrir una librería y establecerme por mi cuenta.

Y así fue, en la trastienda vendía los libros que mí apreciada maquina iba recomponiendo. Me dedicaba a viajar por los pueblos y ciudades, a comprar en las librerías los fragmentos  de los libros que, por estar prohibidos, se dedicaban  a destruir. Pasaron los años, de aquel pequeño local pasé a comprar una famosa librería de la calle Kuznetsky Most, al norte de Moscú, y ser un próspero editor.

Cayó el régimen, el muro y pasamos a tener libertad,  pero lo mejor de todo es poder tener la posibilidad de leer un libro de cualquier ideología, sentarte en un banco y disfrutar de ese inigualable momento sin que nadie te interrumpa diciéndote ¿qué está usted leyendo? Eso está prohibido.

Actualmente mi vida es recorrer el mundo por los países oprimidos, sin libertad. Se dedican a destruir la cultura de un pueblo, que solo quiere conocer cómo fue ese tiempo, en el que vivieron sus padres, sus abuelos y que probablemente fuera mejor. Me traigo en sacos sus memorias, sus recuerdos, su historia, los introduzco en el Señor de las Palabras Muertas y les doy vida. Ahora la llaman impresora en 3D.

¿Pero sabéis lo mejor de toda esta historia? Al final aprendí a leer con el corazón.

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